A Pablo Iglesias lo hemos escuchado en múltiples ocasiones autodefinirse como comunista. Eran los tiempos anteriores a la fundación de Podemos, cuando el hoy vicepresidente no era más que un provocador profesor de universidad con un programilla que veíamos cuatro frikis románticos y culturetas en una televisión local madrileña. Pese a todo, invitaría a cualquiera a señalar una sola propuesta comunista en los programas electorales de la formación morada. Una. No pido más.
Permítanme que les ahorre un trabajo inútil: no la hay. Los programas electorales que Podemos ha presentado en cada cita con las urnas, si algo, son fundamentalmente socialdemócratas: no proponían la expropiación de los medios de producción, no abogaban por la estatalización de la economía ni por el derrocamiento forzoso de la clase social dominante, no cuestionan el modelo de mercado ni la propiedad privada… Nada.
Sin embargo, una parte no pequeña del país siente un odio sarraceno hacia Iglesias y los suyos. Argumentan mayoritariamente, los que saben argumentar, que es por ser comunista. Y uno no puede evitar preguntarse si alguien que odia tanto a otro solo por su manera de pensar –no por sus hechos o propuestas– entiende lo que de verdad significa la democracia.
El odio al comunismo no es algo que a los españoles nos pille por sorpresa. Allá por los albores del golpe de Estado fascista de 1936, Franco ya entendió a la perfección el potencial de aquella idea para vestir de legitimidad su rebelión. Él no iba a dar un golpe militar para derribar un gobierno legítimo (sería casi invendible): iba a encabezar una Cruzada Nacional contra el comunismo, la masonería, los anarquistas, los liberales, los “malos españoles”, los tibios, los extranjeros y un señor de Murcia que pasaba por allí.
Los pseudo historiadores del tipo Pío Moa dicen que Franco salvó a España del comunismo. Es una curiosa afirmación, máxime cuando de las elecciones de febrero/marzo de 1936 salieron unos raquíticos quince diputados del PCE. Componían entonces el Congreso 473 representantes.
El resultado es tristemente conocido. Al fracaso del golpe le siguió una guerra y a esta, casi 40 años de oscuridad nacionalcatólica. Generaciones enteras nacieron en un país que nunca había sido comunista –ni había estado cerca de serlo–, pero odiaba cualquier cosa que sonase vagamente a ello.
Volvamos a nuestros días. Hace un par de semanas, la diputada ultraderechista Rocío de Meer compartía en sus redes sociales el vídeo de un mitin de fascistas polacos. La ultraderechista retiró el vídeo al cabo de un tiempo, con la excusa de que en él había una imagen manipulada. Algunos malintencionados, entre los que me encuentro, interpretarán de ahí que la muchacha no tiene problemas con el fascismo (solo con “una imagen manipulada”), que incluso le gusta. La gente es muy mal pensada, ya se sabe. Vean sino a Ortega Smith hablando de fusilamientos recordados “sin odio, con amor” en un país donde todavía más de 150.000 de nuestros abuelos siguen enterrados en cunetas y fosas comunes.
Y sin embargo, de no haber traslación programática de todas estas ideas peligrosas y delirantes, no me atrevería a señalar a Vox como un partido que coquetea con el fascismo. Pero si echamos un vistazo a su programa electoral, empezaremos a encontrar algunos puntos que recuerdan de forma alarmante a lo que proponía Aurora Dorada en la Grecia de 2015: levantar un muro fronterizo e ilegalizar formaciones políticas no afines, por citar dos a modo de ejemplo.
En España nunca hemos sido comunistas, pero odiamos el comunismo (por buenista o por asesino, según el día). Sí hemos sido fascistas, pero el fascismo es tolerable, “porque le echa cojones”. Y no, no estoy comparando ambos sistemas, porque son incomparables: uno tiene la clase social como eje. El otro, la nacionalidad, el color o la religión.
No hay comparación posible, pero se repite hasta la saciedad como un mantra. Se vuelve pertinente leer a Umberto Eco y su definición del Fascismo Eterno o Ur-fascismo.
Vivimos en una sociedad cada vez más y más polarizada. Así, el idéntico es tranquilizador y el diferente, inquietante e insidioso. Los que creen que el poder les pertenece por derecho de cuna nos están empujando a una vuelta al tribalismo que debería resultarnos alarmante a todas luces.
Abramos los ojos antes de que sea tarde.