Sorprende la facilidad con la que los políticos de hoy en día se quitan responsabilidades de encima. No importa si han estado en el poder un año o dos décadas; cuando les llega el momento de abandonar el cargo se esfuman como el mago Houdini y si te he visto no me acuerdo. De grandes hombres y mujeres que dirigieron los destinos del país pasan a convertirse en anónimos ciudadanos, grises fantasmas y espectros, cuando no turistas accidentales que estuvieron allí, en lo más alto del poder, como de paso. Entonces sus nombres y direcciones son borrados no ya de las placas y directorios de los despachos oficiales, sino del listín telefónico, y resulta imposible localizarlos. Es como si se los hubiese tragado la tierra, aunque el sueldo vitalicio les siga llegando.
Los políticos de hoy suelen ser seres en constante huida del pasado. Tras poner pies en polvorosa, huyendo de la Administración como los cuatreros de las películas del Oeste, se refugian en Dios sabe dónde y ya nunca más se supo. El país no va con ellos −como si las decisiones que tomaron y las cruciales órdenes que impartieron en su momento quedaran olvidadas, muy lejos, en el último baúl del ministerio− y lo que se impone es marchar de puntillas por la puerta giratoria, haciendo mutis por el foro, sin armar demasiado ruido por lo que pueda pasar.
Es de esa manera discretísima como personajes de la talla de Mariano Rajoy han salido por la puerta de atrás de la historia de España, aunque en su caso habría que decir más bien por la puerta trasera de un restaurante madrileño, aquel mesón de alta cocina de infausto recuerdo para los españoles en el que se despidió de sus allegados y más fieles colaboradores (con comilona, copa y puro incluidos), mientras en el Parlamento se votaba una moción de censura trascendental y el futuro de la nación. Al día siguiente de aquel terremoto, Rajoy ya no era nadie y volvía a su antiguo empleo en el Registro de la Propiedad de Santa Pola, o a su pueblo de Pontevedra, para dedicarse a sus carreras matutinas, a sus paseos por la Alameda, a leer el periódico en el café Blanco y Negro y a las decimonónicas tertulias de Casino con sus queridos paisanos. De cuando en cuando, el ex presidente del Gobierno se presenta a algún evento más privado que público para decir que “no se ha desinteresado” por los problemas del país, lo cual no deja de ser un mero postureo, puesto que cuando los periodistas le preguntan por los escándalos del pasado, por la caja B del partido, por la trama Kitchen y esas cosas, él se defiende argumentando que ya no es un personaje público, solo un ciudadano más que quiere que lo dejen en paz, de modo que le pregunten a otro. En cualquier caso, una actitud mucho más comprensible que la de algunos que para escurrir sus responsabilidades en el poder terminan alegando que solo son diputados por Ávila.
Otra que se ha evaporado con los vientos del pasado es María Dolores de Cospedal, en tiempos pretéritos gran dama de hierro del PP, pero de ella mejor hablaremos cualquier día, al igual que de la abogada privada Soraya SS, antes todopoderosa vicepresidenta y responsable del CNI, aunque por lo visto también estaba en plan decorativo y no se enteraba de nada. Hoy quien más nos interesa es el exministro Jorge Fernández Díaz, otro de esos políticos escapistas de la realidad que durante una época están todo el día en la televisión, dándole la matraca al pueblo, y que luego, cuando se levantan las alfombras de los despachos y se abren los archivos para que rindan cuentas de su gestión ya es imposible localizarlos porque no se les ve el pelo por ninguna parte. En las últimas semanas, el nombre de Fernández Díaz ha vuelto a las primeras páginas de los periódicos como uno de los supuestos salpicados por la operación Kitchen, esa sórdida red de espionaje parapolicial pagada con fondos reservados de cuyo hilo está tirando un juez de la Audiencia Nacional. Sin embargo, en medio del escándalo el exministro se ha evaporado como Marcelo −su ángel de la guarda favorito que le ayuda en las grandes cosas y también en las pequeñas, como aparcar el coche−, y ya solo habla a través de La Razón, el periódico amigo en el que acaba de publicar uno de sus habituales artículos semanales sobre lo divino y lo humano. Por descontado, el ex titular de Interior bajo sospecha de tolerar las cloacas del Estado no dice ni media palabra de la trama Kitchen (un negro episodio que el pueblo pide que se aclare de inmediato) aunque, eso sí, se permite hacer un análisis minucioso sobre la gestión del Gobierno en los meses de pandemia que ni el más experto epidemiólogo: “Hoy se cumplen seis meses de la declaración del estado de alarma, coincidiendo con una anómala vuelta a las clases de la población en edad escolar. Esto reafirma la exigencia democrática de una auditoría externa e independiente acerca de la gestión gubernamental de la pandemia, aunque solo sea para constatar errores y deficiencias que no deberían repetirse en el futuro”.
Resulta cuanto menos paradójico y chocante que Jorge Fernández sea capaz de exigirle auditorías al Gobierno Sánchez por los muertos del coronavirus y no las reclame para su propio ministerio, ese que dirigió personalmente y que hoy está cuestionado por tantos espionajes, escuchas ilegales, seguimientos a adversarios políticos y “unidades parapoliciales”, un término que pone los pelos de punta por lo mucho que recuerda a aquellos batallones paramilitares de las dictaduras latinoamericanas que practicaban la guerra sucia contra la disidencia. Precisamente estos días la Audiencia Nacional ha condenado al coronel Inocente Orlando Montano Morales por el asesinato de cinco jesuitas españoles, entre ellos el sacerdote Ignacio Ellacuría, lo que demuestra que la memoria de un horrendo crimen nunca puede borrarse, por mucho que pasen mil años.
Fernández Díaz, hombre de misa de doce y próximo al Opus Dei que llegó a condecorar a las vírgenes de su devoción con las más altas distinciones y medallas al mérito policial −creando así un cuerpo parapolicial celestial, del Más Allá−, siempre ha practicado una suerte de política apostólica, religiosa, nacionalcatolicista. Una especie de ciega y fanatizada cruzada contra el mal que le ha llevado a rozar peligrosas fronteras morales y legales, por lo que apuntan el auto de la Audiencia Nacional y el testimonio del principal confidente en la causa, el ex secretario de Estado de Seguridad, Francisco Martínez. Claro que sobre esas cosas mundanas mejor guardar voto de silencio. No vaya a ser que el juez llame a declarar al ángel Marcelo en calidad de testigo y queden al descubierto todos los pecados del pasado.