El cruce de correos electrónicos entre altos cargos del Gobierno regional de Madrid, publicado hoy por El País, viene a demostrar que alguien en el gabinete de IsabelDíaz Ayuso dio la orden de no trasladar al hospital a los ancianos enfermos de coronavirus internados en geriátricos. De los mensajes aireados por la prensa se deduce que los responsables de Asuntos Sociales y Sanidad eran conscientes de que muchos abuelos fallecerían “de forma indigna” si eran abandonados a su suerte, incurriendo por tanto “en una discriminación de graves consecuencias legales”. La decisión −que también se adoptó en otras comunidades autónomas como Castilla y León supuestamente para evitar la multiplicación de los contagios−, constata la aplicación de una filosofía deshumanizada, cruel, puramente aritmética y determinista cuando llegó el momento decisivo de atender a estas personas. A nuestros mayores los han tratado como apestados, desahuciados sin más destino que el certificado de defunción, ganado enfermo de una macabra granja orwelliana al que era preciso encerrar, aislar e incluso sacrificar para proteger a los más jóvenes. Les han robado una bella ancianidad, que es la recompensa de una bella vida, según el sabio Pitágoras, y lo que es aún peor: les han arrebatado una muerte digna.
El asunto es de una extrema gravedad. Los datos oficiales, siempre provisionales, resultan escalofriantes, ya que revelan que 19.200 personas podrían haber muerto con síntomas de coronavirus en estos crematorios para jubilados con paguita, como diría la ultraderecha. El vicepresidente de Derechos Sociales, Pablo Iglesias, habla ya de “escándalo” en la gestión de las residencias de la Administración autonómica y la Justicia, a través de las diferentes investigaciones en marcha, trata de aclarar qué fue lo que pasó realmente en esta pesadilla distópica para la tercera edad. Pero mientras los jueces depuran posibles responsabilidades penales, se impone el aséptico análisis político y filosófico de la situación. Sobrecoge y espeluzna comprobar con qué frialdad, con qué absoluta falta de sentimientos humanos se han tomado algunas decisiones en horas críticas desde las más altas instancias del poder regional. Como también impresiona constatar cómo algunos gobernantes se atribuyeron la autoridad moral para decidir quién tenía derecho a vivir y quién debía morir con arreglo a criterios cuasifascistas.
Cada día que pasa aparecen nuevos datos que invitan a pensar que las residencias −desde hace años en manos de desalmados que solo piensan en hacer dinero fácil con los viejos, en complicidad con el poder político−, se han convertido durante esta pandemia en ratoneras sin escapatoria posible, sórdidos gulags del neoliberalismo rampante, cámaras de exterminio donde se ha estado jugando maquiavélicamente con la vida de miles de ancianos. Si Philip Roth dijo aquello de que la vejez es una masacre, lo que se ha hecho con miles de personas en este país ha sido un holocausto planificado. La suerte de nuestros mayores se ha puesto en manos de burócratas autonómicos sin la más mínima preparación ni sensibilidad, aficionados y enchufados colocados a dedo en cualquier cóctel o alegre reunión de partido, gente que jugaba a ser Dios cuando lo cierto es que el traje de político le quedaba demasiado grande y su escala de valores demasiado pequeña. Es preciso ponerse en la piel de ese abuelo octogenario que al final de sus días −desorientado por el alzhéimer, desmemoriado y sin recuerdos−, ha tenido que pasar solo y desamparado por el último trago de su vida, sin sus seres queridos, sin una mano cálida, mientras una enfermera enfundada en un traje espacial cerraba la puerta de su habitación y lo despedía para siempre con un frío adiós. Es necesario comprender lo que puede suponer para una abuela centenaria que lleva años postrada en una silla de ruedas o lidiando con la maldita soledad o con el miedo al ictus tener que agonizar en el vacío quirúrgico de la sala, entre inútiles cajas de pastillas, el desquiciante tic tac del reloj y una lejana televisión que emite constantemente incomprensibles imágenes de un mundo lleno de ataúdes y ambulancias. Hacerse viejo es dejar de importar; envejecer es un lento apartarse del mundo, una renuncia forzosa, pero a toda este gente la han condenado sumaria y prematuramente a una inyección letal de circulares y órdenes de direcciones generales.
El país ha mirado para otro lado; hemos distraído nuestra mala conciencia con las cortinas de humo que cada día aventaban Casado y Abascal; hemos hecho todo lo posible por ignorar la inmensa inmolación colectiva de los sabios patriarcas, una solución final diseñada con una crueldad protocolizada, despiadada, funcionarial. Ahora que el humo de los cadáveres incinerados se va disipando, ahora que las urgencias vuelven a quedar despejadas, es preciso plantearse hasta las últimas consecuencias quién ha sido el autor de este cuadro enloquecido y macabro de El Bosco, quién es el responsable de este exterminio calculado y premeditado por la dictadura democrática de los despachos, por la incompetencia de algunos siniestros Mengeles, por las frías estadísticas demográficas y por un injusto juramento hipocrático que en momentos de infierno vírico aconseja salvar al más joven y dejar perecer al más viejo, como si ambos no tuvieran los mismos derechos.
Mientras la jueza Carmen Rodríguez-Medel tira del hilo del 8M que no lleva a ninguna parte porque ningún informe científico podrá certificar jamás que la manifestación por el Día de la Mujer fue el detonante de la pandemia en España, la cruda verdad del virus se nos escapa por las rendijas de las residencias de ancianos, auténticos semilleros de la muerte. La fiebre de las derechas por criminalizar el feminismo y culparlo de la plaga empieza a necesitar de altas dosis de cloroquina, si es que este medicamento es algo más que un crecepelo. Por lo visto, los informes de corta y pega del coronel Pérez de los Cobos que cargan toda la culpa sobre las espaldas del socialcomunista Pedro Sánchez constituyen una manera mucho más rápida y eficaz de pasar página, de dar carpetazo, de ir tervigersando la verdad y enterrando la memoria, algo en lo que son avezados expertos. El problema es que las cifras oficiales de ancianos aniquilados por la falta de mascarillas, de respiradores y de humanidad seguirán estando ahí durante mucho tiempo. Como también quedará para la historia la aciaga gestión llevada a cabo por unos cuantos incompetentes e incompetentas convencidos de que la política consistía en cortar la cinta de inauguración de un nuevo hospital cada cuatro años y poco más. Si hay justicia en este mundo, que va a ser que no, tanta maldad y tanta ineptitud no deberían quedar impunes.