Va creciendo el movimiento político de la España Vaciada (EV) y los partidos del bipartidismo empiezan a mirarlo con una mezcla de recelo e interés por lo que tiene de amenaza contra el establishment y de posible granero de votos. Todo empezó con Teruel Existe, aquella coordinadora ciudadana fundada en 1999 para exigir, entre otras cosas, ferrocarriles y carreteras donde solo hay polvorientos caminos de cabras, escuela pública donde ya ni siquiera quedan niños y hospitales donde el abnegado médico sigue yendo con su maletín, de acá para allá y de pueblo en pueblo, como en el XIX. También alzan la voz, y no es menos importante, para reclamar respeto a los pueblos abandonados tras décadas de éxodo del campo a la ciudad, despoblación y desprecio por el mundo rural.
En el fondo estamos ante el grito desesperado de nuestras villas y aldeas cada vez más vacías y desérticas, un fenómeno sociológico que en buena medida tiene mucho que ver con la España invertebrada, aquel término acuñado por Ortega y Gasset hace un siglo para identificar un mal, el de un país desestructurado, que está en la raíz de buena parte de los problemas históricos de los españoles. Si para ir de un pueblo de Galicia a otro de Asturias en tren hay que pasar primero por Atocha, eso es que sigue imponiéndose la vieja concepción centralista del Estado y que sigue habiendo mucha tierra de nadie, con la correspondiente masa humana abandonada a su suerte. O sea, un polvorín demográfico que finalmente ha terminado por estallar.
La gente que vive en el amargo agro ya se ha cansado de no ser escuchada, se ha organizado en torno a un movimiento disruptivo y son legión. Los últimos sondeos dan hasta 15 escaños al movimiento España Vaciada y le otorgan la condición de llave para cualquier partido con aspiraciones a gobernar. El fenómeno político se ha convertido en una cuestión de la máxima importancia y los diferentes partidos, que han olido el rastro de la rabia popular y del voto fácil, ya incluyen el asunto en sus agendas y programas. Por fin han caído en la cuenta de que cualquier señorito de la ciudad que pretenda aspirar a la Moncloa algún día tendrá que contar antes con el sencillo y humilde paisanaje del campo, los habitantes de la España profunda cansados de vivir como espectros en pueblos fantasmas.
Así las cosas, Pedro Sánchez ha tomado conciencia de lo que se le viene encima y ha empezado a reaccionar, aunque tarde y mal. Está en juego, ni más ni menos, que su investidura en 2023 y ya se sabe que el presidente se mueve por instinto killer de supervivencia. Si hay algo o alguien que le hace sombra, da la orden de que parezca un accidente y a otra cosa. Los hombres y mujeres del campo levantando sus azadas y guadañas tras siglos de marginación y olvido no son una buena noticia para él, por lo que es preciso segar ese prado cuanto antes. La amenaza es inminente y el premier socialista ya ha encargado a su fiel escudero Félix Bolaños que haga algo para frenar el movimiento de los indignados del rural, que abra casas del pueblo del PSOE en establos y galpones, que pacte con ellos allá donde sea posible, que haga lo que sea necesario con tal de frenar la marea seca y cuarteada, la marea marrón que se agita como un tsunami. Javier Lambán, en otro inmenso error, los acusa de “cantonales y populistas” cuando lo que hay es mucho olvido, atraso y tercermundismo. Al barón socialista aragonés solo le ha faltado llamar paletos pueblerinos a sus paisanos del árido interior. Los supervivientes del campo no entienden de teorías sobre la nueva socialdemocracia sanchista ni sobre la construcción de Europa, un continente que les queda muy lejos. Ya tienen bastante con encontrar agua en los pozos de secano, con que no se les mueran las vacas y con limpiarse cada día las botas llenas de barro.
De alguna manera, a Sánchez le está pasando como a Woody Allen, que el campo le pone nervioso porque está lleno de grillos, no hay a donde ir después de cenar y te puedes encontrar con la familia Manson. Los Manson enemigos de la izquierda no son otros que los muchachos de Abascal, que se han hecho fuertes en la España vacía y ya patrullan los campos con la boina calada, los pantalones de pana, el palillo de dientes en la boca y el trabuco al hombro en una especie de Novecento a la española. Todo el campo estéril de España, sus roquedales y calveros, sus estepas yermas, sus cortijos caciquiles y sus cañadas de la Mesta, han caído ya en el mapa del bando nacional, o sea Vox con su feudalismo revolucionario y agropecuario que se revuelve contra el poder de la ciudad opulenta, contra la deshumanizada industrialización del mundo urbano y contra la democracia misma, que como venimos diciendo ha fracasado en la tarea de vertebrar España.
El Gobierno tiene motivos para estar preocupado porque cuando la gente del agro –de normal pacífica, noble y hospitalaria–, se levanta y dice hasta aquí hemos llegado, tiemblan los palacios regios de Madrid. Una nueva revuelta del hambre está en marcha, como cuando el motín de Esquilache. Las plataformas ciudadanas brotan como setas en los áridos campos de Castilla, en el latifundio andaluz, en el páramo manchego. Las milenarias casas solariegas cobran vida y rugen contra el Gobierno. Los campanarios de las moribundas ermitas resucitan y truenan contra un falso socialismo que condena al terruño rústico al polvo, a la pertinaz sequía y a la amnesia histórica. Esto no es la lucha eterna entre el fascismo y el comunismo, esto es la España seca que se alza contra la España húmeda; la España pobre de siempre contra la España rica; la España vieja y sabia de Séneca que ya no aguanta más y se rebela contra los modernos golillas de los ministerios y los finos políticos de la capital con sus falsos másteres universitarios, sus lustrosos trajes endomingados y sus ocurrencias en Twitter.
Las próximas elecciones no solo se jugarán en el cinturón rojo de las grandes ciudades, donde el proletariado va cambiando la bandera soviética por la camisa azul. También en los pueblos de la España deshabitada que hasta ahora dormían el sueño de los justos.