Después de semanas de ambigüedades calculadas, de misterios y medias tintas, de jugar con la prensa al gato y al ratón, parece que Pedro Sánchez ha decidido por fin lo que quiere hacer con la reforma laboral: acabar con “algunas cosas que se hicieron mal en 2012”. O sea que, tal como nos temíamos, no se atreve a tirar a la basura el bodrio de Mariano Rajoy que tanto dolor y sufrimiento ha llevado a las clases trabajadoras de este país.
Ya no queda nada de aquel Sánchez al que algunos quisieron colgar la etiqueta de chavista bolivariano y que prometió derogar completamente la reforma de Fátima Báñez, la virgen de Fátima que predijo milagros a los pastorcillos españoles y solo trajo desgracias, falsos autónomos y riders haciendo el Tour de la precariedad. Según el presidente, lo que se impone ahora es llegar a consensos, equilibrar las rotas relaciones laborales, mantener como sea el statu quo neoliberal. Tratar de contentar por igual a sindicatos y patronal, lo cual es imposible porque el éxito de unos es la desgracia de otros. ¿Ha ido Sánchez modulando o cambiando de estrategia obligado por los acontecimientos o simplemente en su momento proyectó una imagen de alguien que no era, de tal forma que ahora es cuando estamos viendo su auténtico rostro, la cara del hombre que cree más en el sistema capitalista que en un Estado de bienestar obligado a proteger y defender hasta sus últimas consecuencias los derechos del proletariado? Más bien parece lo segundo que lo primero. Lo cual viene a constatar otra descarnada evidencia: Sánchez es así.
Al líder del PSOE siempre le ha producido alergia e insomnio avanzar hacia una izquierda real (pactó con Unidas Podemos tapándose la nariz y deseando amigarse con Rivera) y ahora, cuando llega el momento crucial de la legislatura, cuando le toca escoger entre quedar bien con todos o derogar íntegramente la ley que está machacando al obrero desde hace casi una década, echa el freno, recula y se inventa una neolengua orwelliana para explicar lo inexplicable y defender lo indefendible. El presidente ya no habla de quemar el texto marianista, como hace solo un par de años cuando se postulaba como el nuevo líder de la izquierda española renovadora, sino de modificar los “aspectos más lesivos”, remodelar, modernizar, retocar, corregir, rectificar, mejorar, renovar, contrarreformar, cambiar, maquillar y otros verbos eufemísticos que no hacen sino esconder una dramática realidad: que Sánchez, aliado ya con la patronal y la banca, no puede o no quiere sacar adelante un escudo laboral con mayor protección en derechos, contratos dignos, salarios europeos y negociación colectiva. El votante socialista empieza a olerse que esto es la misma tostada de siempre y que cuando deposita su papeleta en una urna lo está haciendo a un partido de centro más que otra cosa. Es decir, que el PSOE sería la nueva UCD del siglo XXI, con sus Pactos de la Moncloa para castigo del proleta, y Sánchez una mala imitación de Suárez.
El presidente del Gobierno dijo lo que dijo y pactó lo que pactó con su socio Unidas Podemos. Y lo que se firmó en aquel histórico acuerdo con Pablo Iglesias fue la derogación íntegra de la reforma laboral, eso lo vio todo el país. Cualquier persona de izquierdas (también los sindicatos aunque no lo digan) sabe que no cabe otra alternativa que enterrar la reforma pepera y volver a empezar, derribar el marco legal abusivo que instauró el aznarismo encubierto y reconstruirlo desde cero para restituir al maltratado trabajador todos los derechos laborales que le fueron vilmente arrebatados. Pero por lo visto Sánchez prometía cambio y su programa va a quedar en mero cambiazo, un timo de la estampita según el viejo manual felipista. Como ya hemos advertido otras veces en esta columna, el fraude al votante va camino de ser antológico, histórico, hasta convertirse en la gran estafa del sanchismo, como en su día lo fueron los ochocientos mil puestos de trabajo que Felipe prometió y nunca materializó.
Para que se vaya enterando el presidente, por si no lo sabía o a Moncloa no le llega el runrún de millones de trabajadores que se temen lo peor, esas “algunas cosas que se hicieron mal en la reforma Rajoy” fueron todas. Resulta desde cualquier punto de vista indiscutible que aquel texto legal fue no solo una herramienta para regular las relaciones laborales entre contratantes y contratados, entre pagadores y asalariados, sino el gran símbolo de toda una época decadente marcada por las injusticias sociales, el capitalismo caníbal y las corruptelas de empresarios y poderosos.
La reforma del PP fue mucho más que una simple normativa, fue la carta fundacional de un nuevo régimen, la instauración de un modelo económico dramático, el gran manifiesto político de un partido reaccionario y elitista como el PP que entiende España como un país de castas, o sea el amo y el siervo, el patrón y el esclavo, el señorito dominante y el criado dominado. Zygmunt Bauman, nuestro añorado abuelo Bauman, explica muy bien en qué ha consistido el plan ultraliberal que ha dirigido los destinos de la vieja Europa en los años de la crisis: “Todas las medidas emprendidas en nombre del rescate de la economía se convierten, como tocadas por una varita mágica, en medidas que sirven para enriquecer a los ricos y empobrecer a los pobres”. No hay más que decir.
Detrás de los falsos motivos con los que se nos vendió la reforma, detrás de la urgente y perentoria necesidad de salvar el país de la quiebra, detrás de los recortes, la flexibilidad y otras monsergas, no había sino un intento de retroceder cincuenta años en el tiempo hasta liquidar y enterrar el Estado de bienestar con sus mejoras sociales, el apartamento del currante en Torrevieja y el salto adelante de las clases medias. Cualquier líder político mínimamente progresista hubiese empezado su tarea de Gobierno por demoler de arriba abajo semejante engendro antisocial y antidemocrático que en definitiva es la bandera pirata del abuso y la injusticia. El problema es que está por ver que Sánchez sea un auténtico hombre de izquierdas. O arroja la reforma Rajoy, toda la reforma Rajoy, al vertedero de la historia, o ya nadie podrá confiar en él.