Odio: el gran mal de nuestro tiempo (I)

05 de Diciembre de 2021
Actualizado el 02 de julio de 2024
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El odio arrastró al ser humano a la Primera Guerra Mundial.

Un terrorífico fantasma recorre el mundo: el odio. Odio en la política, odio en la calle, odio en las redes sociales… Nos encontramos ante una auténtica epidemia que en Europa se creía felizmente superada y que retorna con fuerza empujada por las nuevas ideologías neofascistas, totalitarias e individualistas. En lo que va de año, los delitos de odio se han disparado en España. Según datos del Ministerio del Interior, en el primer semestre de 2021 la Policía tramitó 610 denuncias, un 9,3 por ciento más que en el mismo período de 2019. Ataques contra inmigrantes, persecuciones de homosexuales, linchamientos por motivos políticos, humillación a las mujeres, fobia a los pobres… ¿Qué está ocurriendo? ¿Nos encontramos ante el último síntoma de una sociedad enferma? Expertos sociólogos, psicólogos y politólogos estudian el problema desde todos los ángulos y puntos de vista, pero de momento hay más preguntas que respuestas ciertas mientras la plaga sigue propagándose, especialmente por Occidente, nuestro mundo que se suponía racional y civilizado.

Filosóficamente, el debate sobre las raíces del odio es tan antiguo como el ser humano. Empédocles decía que existen dos fuerzas primordiales en la vida: el amor y el odio. Ambos sentimientos son inseparables porque el amor es lo que une y el odio lo que separa. El gran Aristóteles también indagó en el dilema al distinguir entre ira y odio: la ira va contra personas concretas y situaciones que nos afectan; el odio es más genérico, abstracto, y suele no obedecer a motivos o causas lógicas. En ese aspecto es algo irracional, esotérico, inexplicable.

En La dialéctica del amo y el esclavo, Hegel concluyó que existe una relación íntima entre señor y sirviente, una lucha o tensión que se resuelve en favor de uno o de otro. Y si recurrimos a explicaciones más recientes como el psicoanálisis nos encontramos con Freud, que definía el odio como un estado del yo que desea destruir la fuente de su infelicidad. El desorden se forja en la misma infancia (quizá en el odio al padre) y ahí está la historia de Caín y Abel, el primer asesinato de la historia ocurrido por el móvil del rencor, los celos y la envidia, las tres caras del monstruo. Hace poco más de un siglo, Miguel de Unamuno realizó una soberbia adaptación sobre el mito bíblico de los dos hermanos enfrentados (Abel Sánchez) y de paso anticipó la historia trágica que estaba por escribirse: la del odio cainita entre españoles que culminó en nuestra sangrienta Guerra Civil.

Queda claro, por tanto, que el odio es un sentimiento que siempre acompañará al ser humano y cuando viajemos a las estrellas (si no nos hemos destruido antes), el rencor irá en el equipaje de los pioneros y astronautas que surquen el espacio exterior. Se odia como se respira, sin saber muy bien por qué, por eso la enfermedad no tiene cura y por mucho que los gabinetes de psicología ofrezcan terapias baratas y supuestamente eficaces conviene ser escépticos y no creer en recetas milagrosas para erradicarlo.

Existen muchas clases de odio, el odio al extranjero, el odio a las mujeres, el odio al que tiene más suerte con el amor o el dinero, el odio al sexualmente diferente, el odio al vecino… Pero para que ese odio se materialice y pase de su estado interior, larvado, silencioso, a otro exterior, casi siempre es preciso un detonante, algo que lo active y lo desencadene sin control. A menudo el botón que enciende el odio es un episodio biográfico ocurrido en la más tierna infancia o en la juventud, cuando la esfera emocional del sujeto se está formando todavía. En el caso de Schopenhauer, su odio hacia las mujeres venía provocado por un trauma en la relación con su madre. “Yo conozco bien a las mujeres. Solo respetan el matrimonio en tanto institución que les asegura el sustento. Hasta mi propio padre, achacoso y afligido, postrado en su silla de enfermo, hubiera quedado abandonado de no haber sido por los cuidados de un viejo sirviente… Mi señora madre daba fiestas mientras él se consumía en soledad, ella se divertía mientras él padecía amargas torturas. Esto es amor de mujer”. De un trance así solo puede salir un misógino.

Por supuesto, no podía faltar la explicación marxista. En su Manifiesto comunista (1848), Marx y Engels llegan a afirmar: “Toda la historia de la sociedad humana, hasta el día, es una historia de luchas de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes”. Si el mundo se reduce a verdugos y víctimas, a amos y esclavos, lógicamente es inevitable que surja el odio más tarde o más temprano.

Pero si hay una obra escrita que eleva el odio a la categoría suprema de religión y credo esa es el Mein Kampf, el best seller con el que Adolf Hitler reventó las librerías de su tiempo. Escrito en la cárcel donde el futuro Führer cumplía condena por un intento de golpe de Estado –una prisión es la mejor incubadora del odio– el hombre llamado a protagonizar el apocalipsis final destiló en esas páginas lo peor del ser humano. Él siempre creyó que estaba redactando una obra política magna, cuando en realidad lo que hizo fue elaborar el manual para haters y rencorosos más delirante y eficaz de la historia. Después de establecer que la raza aria es superior a las razas inferiores, Hitler reconoce que el nazismo se propagará por la fuerza de la violencia de la misma forma que el cristianismo triunfó no debido a sus ideas sino “al inquebrantable fanatismo con que proclamó y sostuvo su propia doctrina”. Y concluye: “La mezcla de sangre aria con la de pueblos inferiores tuvo por resultado la ruina de la raza de cultura superior” y por ello “la nacionalización de las masas sólo podrá lograrse con éxito si se extermina a quienes esparcen el veneno internacional entre ellos”. Aquellos párrafos fueron la sentencia de muerte para seis millones de judíos que acabaron siendo exterminados en las cámaras de gas entre 1940 y 1945. El Mein Kampf fue la expresión intelectualizada de odio más aberrante que se conoce y a fecha de hoy este texto no ha podido ser superado en horror, violencia y crueldad.

El retorno del odio. Religión, yihadismo, Trump

Toda esa degeneración política y moral de los años treinta y cuarenta del pasado siglo retorna hoy con fuerza con los nuevos populismos y neofascismos emergentes. El discurso del odio que parecía definitivamente muerto y enterrado ha recuperado vigor por varias razones: la decadencia de las democracias liberales incapaces de dar respuesta a los problemas de los ciudadanos; las sucesivas recesiones económicas que se repiten cíclicamente y que van machacando a las clases más débiles y vulnerables de la sociedad; la corrupción generalizada y la instauración de la “cultura de la inmoralidad”; la propagación de ideologías conspiranoicas como el negacionismo y en general la crisis de los valores que imponen las sociedades de consumo. La posmodernidad (ese conjunto de movimientos artísticos, culturales, literarios y filosóficos que arraigaron en el último tercio del siglo XX por contraposición a los valores de Ilustración y Modernidad), ha abonado el terreno perfecto para las expresiones de odio. 

Sin duda, la posmodernidad impone el desencanto, la renuncia a las utopías y la idea de que el interés general, lo común, debe ceder en beneficio de lo individual, la egolatría y el egoísmo. El eslogan “sálvese quien pueda” se traduce en un sistema económico neoliberal que potencia las injusticias y retroalimenta el odio entre grupos y colectivos sociales. En ese contexto de pérdida de valores y principios surgen los nuevos mesías o iluminados, el salvapatrias dispuesto a propalar el odio para llegar al poder con la ayuda de algunos siniestros medios de comunicación entregados al oscuro proyecto de sembrar la semilla de la discordia y convertir el conflicto social en tema de entretenimiento y espectáculo (la audiencia manda). En ese contexto se imponen los mensajes agresivos, faltones, violentos. El debate cede ante el ruido. La imagen y el icono se impone al contenido. Así las cosas, la política se reduce a un campo de batalla o guerra de trincheras donde se trata de aniquilar al otro y la democracia, desacralizada o desvirtuada, se convierte en el ring perfecto para las cruzadas de odio de todo tipo. Cualquier tema se convierte en motivo de enfrentamiento, cualquier problema o asunto es susceptible de ser “odiolizable”. Otra vez hemos llegado a la decadencia de Occidente que anticipó Spengler.

En la actualidad, la crisis de las grandes religiones monoteístas abre paso a nuevas creencias esotéricas. Y entre todas ellas, quizá sea el yihadismo la mayor expresión de odio e intolerancia religiosa de nuestro tiempo. Bajo el pretexto de extender una interpretación estricta y fundamentalista del Corán que la mayoría del mundo musulmán rechaza, se esconde odio, puro odio. Odio a Occidente y a su modo de vida, odio a la cristiandad infiel, odio a Estados Unidos y a sus aliados sionistas, odio a la mujer que cada vez conquista más cuotas de igualdad, odio a la ciencia que rebate los grandes dogmas teológicos medievales, las tradiciones y la superstición. Los imanes y escuelas coránicas que difunden el yihadismo en las mezquitas de todo el mundo saben muy bien cómo crear un terrorista suicida, o sea, un soldado de la ira y la muerte. La primera fase en el proceso de adoctrinamiento y lavado de cerebro pasa inevitablemente por sembrar el odio en el corazón del futuro mártir de la Yihad. Odio contra el cristiano occidental culpable de los males del Tercer Mundo; odio contra los ricos y opulentos europeos que miran para otro lado ante el hambre en el planeta. Las ideas y los versos del Corán no pueden surtir el efecto político deseado si el resentimiento no actúa antes como el gran combustible o catalizador que lleva necesariamente a la inmolación. Así es como la rabia a otros pueblos y culturas impregna los cinco continentes.

Ejemplo paradigmático de este proceso destructivo es Afganistán, donde los talibanes institucionalizan su régimen de odio y terror. Después de veinte años de ocupación militar de los occidentales, los nuevos fascistas religiosos han bajado de las montañas para volver a instaurar la ley sharía, el tenebroso Código de Derecho Penal islámico que no deja de ser un estricto manual de conducta moral para fervorosos creyentes. Sencillamente odio y represión contra grupos sociales que, como las mujeres (obligadas a vivir encerradas en el burka, a no trabajar ni salir de casa sin sus maridos y a sufrir duros castigos físicos como la lapidación en caso de infidelidad conyugal) amenazan el omnímodo poder de Alá y del patriarcado musulmán. O como los gais, que pueden pagar con la vida su condición sexual diferente. En los últimos días se ha sabido que los talibanes van a volver a practicar mutilaciones y amputaciones de brazos y piernas a los detenidos como forma de “garantizar la seguridad del país”. La doctrina del odio se propaga también en Siria, en la Palestina oprimida por Israel, en el Irak devastado por Bush y sus cómplices del Trío de las Azores, en los estados fallidos africanos (donde el yihadismo tiene un caldo de cultivo ideal formado por millones de personas famélicas, desesperadas y dispuestas a odiar), en buena parte de Asia e incluso en el corazón mismo de Europa y Estados Unidos, donde la ideología yihadista prende en secreto en grupos clandestinos perfectamente organizados.

El Califato, Daesh o Estado Islámico (ISIS), un protoestado surgido en 2014 en Mosul tras la desmembración de Irak, extiende sus tentáculos por todo Oriente Medio y África y amenaza con convertirse en un grave problema para la paz y seguridad mundial. El Califato ha jurado odio eterno a Occidente hasta conquistar los míticos territorios de Al Ándalus e implantar como ley las viejas enseñanzas del Profeta. Los activistas del Daesh, autoerigidos en libertadores dispuestos a recuperar el orgullo herido de los musulmanes, se cuentan ya por millones y están dispuestos a llevar la ley sharía, por la fuerza de la violencia, hasta el último rincón del mundo. El proyecto del Califato se nutre claramente de la perversa filosofía del odio y logra captar acólitos y futuros guerrilleros en los barrios pobres de las grandes ciudades occidentales, donde se hacinan los inmigrantes sin futuro. De esos semilleros, aleccionados por los clérigos y guías espirituales del odio religioso fanatizado, surgen los terroristas que después cometen los sangrientos atentados suicidas en España, Francia, Alemania, Reino Unido y Bélgica, por poner el ejemplo de países que en los últimos años han sufrido el brutal zarpazo terrorista.

El terrorismo yihadista ha generado, a su vez, una reacción contraria en forma de islamofobia, un sentimiento de odio y rechazo contra las personas musulmanas, incluso contra las que reniegan del fundamentalismo integrista. Este fenómeno explotado al máximo por los nuevos populismos demagógicos alcanzó cotas alarmantes en 2016. Las crisis migratorias y de los refugiados sirios en Europa, el referéndum del Brexit y las elecciones presidenciales en Estados Unidos provocaron un alarmante recrudecimiento de los discursos xenófobos. El miedo a una invasión sin precedentes llevó a millones de europeos a sacar lo peor de sí mismos y el Relator Especial de Naciones Unidas alertó ante el fenómeno de la islamofobia al asegurar que “en el contexto de una grave crisis migratoria, que exacerba los prejuicios y la discriminación y empeora la situación de los grupos vulnerables para hacer frente a la crisis, se necesita una definición clara de la xenofobia”.

Trumpistas asaltan el Capitolio de Estados Unidos.

Es evidente que el odio no se encuentra solo en los lejanos y radicalizados países de Oriente Medio. Por desgracia, ha calado también en las sociedades industrializadas que se supone más ricas y avanzadas, democráticamente más desarrolladas y mejor formadas en lo cultural y en lo social. Grupos religiosos ultracatólicos propagan ideologías del odio con total impunidad. El mejor ejemplo es, una vez más, Estados Unidos, la primera potencia del mundo que desde la llegada al poder de Donald Trump ha sufrido los efectos de la devastadora plaga de odio mundial. El magnate neoyorquino ha dejado tras de sí toda una legión de haters dispuestos a odiar todo lo que no sea los mandamientos del nuevo fascismo rampante: Dios, patria y orden. Durante los años de su oscuro mandato (2017-2021), Trump ha cultivado como nadie el odio al establishment hasta organizar un auténtico movimiento de intolerancia que se ha lanzado contra las minorías étnicas (especialmente los negros), las mujeres, los homosexuales y los comunistas. Elmovimiento Trump, una mezcla de racismo, machismo y supremacismo elitista, ha cuajado en lo más profundo de la sociedad estadounidense, hasta el punto de que más de 60 millones de norteamericanos votan por él ciegamente.

El controvertido empresario rubio fue frenado en las urnas por Joe Biden en las pasadas elecciones de 2020 (no pudo alzarse con un segundo mandato) pero su propuesta de odio al diferente –que fue alimentando durante años con sus mensajes xenófobos en Twitter– terminó germinando en un estallido de violencia: el asalto al Capitolio que sus acólitos y correligionarios protagonizaron el pasado 6 de enero, un auténtico intento de golpe de Estado impensable en un país que siempre ha presumido de ser el modelo perfecto de democracia y libertad. El ataque ocurrió cuando cientos de simpatizantes trumpistas, dejándose llevar por el odio exacerbado a Biden, irrumpieron en la sede del Congreso violando la seguridad y ocupando partes del edificio durante largas horas. Previamente, a todos ellos se les convenció de que los comicios presidenciales habían sido una estafa o pucherazo (un bulo sin base real), de modo que acudieron como un solo hombre a la llamada del líder para volcar toda su rabia contra el sistema y contra el partido demócrata.

El discurso del odio empapa las sociedades modernas provocando una violenta regresión hacia los momentos más oscuros y tristes de nuestra historia. Trump ha alimentado el odio contra todo aquello que no convenía a su discurso político: contra los científicos que pedían medidas sanitarias contra el coronavirus; contra las minorías étnicas e inmigrantes (una práctica detestable que terminó con la muerte de George Floyd a manos de unos policías supremacistas blancos y otros episodios de extrema violencia racial); contra los losers (es decir, los perdedores y pobres que no han tenido suerte en la vida); y contra el feminismo, a quien Donald Trump ha tratado de arrinconar y asfixiar por todos los medios, aunque finalmente no lo haya conseguido y movimientos como el Me Too contra los agresores y depredadores sexuales han reactivado la lucha por la igualdad de la mujer en todos los ámbitos de la sociedad norteamericana.

Estados Unidos es el país del Ku Klux Klan, un grupo de extrema derecha supremacista blanco creado en el siglo XIX y conocido por promover por medio de actos violentos y propagandísticos el odio a los negros y judíos, la homofobia y el anticomunismo. Hoy la organización trabaja de forma clandestina, pero siguen llevando a cabo los mismos aquelarres de hace cien años en los que participan temibles encapuchados iluminados con antorchas en medio de la noche. Algunos miembros del Klan han sido condenados por crímenes de sangre y se estima que forman parte de esta macabra organización varios miles de personas, incluso personajes poderosos e influyentes de la vida pública yanqui. Es el odio larvado que se transmite de generación en generación.

El horror de los campos de exterminio nazis.

Con todo, el Klan no es lo peor que está pasando en Occidente. Los grupos religiosos ultracatólicos, fanáticos que hacen del odio a otras religiones y a grupos étnicos su leitmotiv, se han instalado en los resortes del poder de no pocos países. En Brasil, por ejemplo, los grupos evangélicos más radicales, aquellos que están contra el aborto, la homosexualidad y el feminismo, han encumbrado al poder a Jair Bolsonaro. El líder carioca intensificó su discurso ultra cuando llegó a la presidencia, pero la pandemia de coronavirus vino a cambiar las cosas y hoy su imagen está perdiendo credibilidad entre sus propios seguidores. “Para muchos evangélicos, incluso los más conservadores, hubo una radicalización de Bolsonaro ante la pandemia en su agresividad, su defensa de la violencia, su aprecio por la dictadura. En algunas cuestiones ultrapasó el límite”, asegura Ronilso Pacheco, investigador en teología de la Universidad de Columbia (Nueva York).

Las sectas religiosas se han convertido en un gran motor del odio mundial y mueven miles de millones de dólares que van directamente dirigidos a sufragar campañas contra los anticonceptivos, el divorcio, el aborto, la adopción para parejas del mismo sexo y los derechos de las personas trans en Europa. Países como Italia, Polonia, Hungría y Francia llevan años sufriendo esta ola ultraconservadora. De acuerdo con una investigación publicada por la plataforma Open Democracy, al menos 28 instituciones cristianas de carácter ultraconservador “han construido un aterrador imperio mundial” en una nueva cruzada contra las libertades y los derechos individuales. En el fondo, lo que promueven es el rechazo a cualquier tipo de ideología progresista o de izquierdas. Es decir, odio al que piensa diferente.

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