Como la intolerancia se contagia, el movimiento hater no podía tardar en llegar a nuestro país. Unos cien mil españoles pertenecen a grupos católicos ultraortodoxos que suelen organizar manifestaciones en apoyo al matrimonio tradicional, la familia y contra el aborto y la eutanasia. Algunas asociaciones que toman parte en estas concentraciones multitudinarias en la Plaza de Colón de Madrid son las mismas que acosan a las mujeres a las puertas de las clínicas abortistas con el fin de disuadirlas y que abandonen la idea de interrumpir su embarazo. Estamos ante una auténtica cruzada de intolerancia, ya que los militantes provida asaltan a las víctimas en plena calle y les muestran ecografías e imágenes de fetos con el fin de amedrentarlas y que no entren en la clínica para someterse a la operación quirúrgica. Se trata, sin duda, de prácticas que rozan lo delictivo, ya que emplean la extorsión, el chantaje emocional y el miedo como forma de lograr sus objetivos doctrinales.
Todas estas expresiones de intolerancia no dejan de ser consecuencia de la misoginia, una expresión de odio a la mujer tan antigua como el ser humano y fiel reflejo de una sociedad machista y patriarcal. Muchos hombres son incapaces de ver a las mujeres más que como madres o prostitutas y esa visión aberrante termina cristalizando en odio. La feminista Marilyn Frye cree que la misoginia es, en su raíz, “falogocéntrica y homoerótica” y en su obraThe politics of reality llega a decir que este trastorno lleva al hombre a considerarse como sujeto de atención erótica y dominador sexual de la mujer. En definitiva, la misoginia es al mismo tiempo la causa y el resultado de una estructura social patriarcal sustentada sobre la cultura de la violencia.
El autocar de Hazte Oír, el vehículo fletado por el grupo ultracatólico que de cuando en cuando circula por las ciudades de toda España con su estela de odio, acostumbra a transmitir mensajes claramente discriminatorios. Campañas como “los niños tienen pene, las niñas tienen vulva”; “que no te engañen, no es violencia de género, es violencia doméstica”; o “las leyes de género discriminan al hombre” (junto a una imagen de Hitler con los labios pintados de lila y el símbolo feminista en su gorra) atacan a determinados colectivos como la mujer y las minorías sexuales. El pasado año, la Audiencia Nacional dio un duro varapalo a Hazte Oír y a sus polémicos mensajes. En una sentencia fechada el 19 de febrero de 2020, los jueces de la Sala de lo Contencioso-Administrativo confirmaron la decisión del Ministerio del Interior de retirar a este grupo la condición de asociación de “utilidad pública”, entre otros motivos porque los responsables de la asociación “incumplieron el deber de promover el interés general”.
Obviamente, el trumpismo a la española necesitaba de un partido político fuerte y organizado capaz de aglutinar a todos estos movimientos sociales y religiosos reaccionarios. En un país como el nuestro, donde el nacionalcatolicismo franquista gozó de un poder absoluto durante cuarenta años, el abono estaba servido para acometer el proyecto con suficientes garantías de éxito. Y la idea ha fructificado en Vox. Algunos expertos y analistas creen que desde que el partido de Santiago Abascal entró en las instituciones para enfangar la democracia los delitos de odio se han incrementado en nuestro país. Entre otras cuestiones, la formación ultra niega que exista la violencia machista, una lacra que se ha cobrado ya más víctimas que el terrorismo de ETA. Esa posición política claramente misógina tiene como objetivo avivar el odio entre un lobby importante por el número de seguidores, el de los maltratadores, muchos de los cuales acaban votando a Vox en la creencia de que es el único partido que los representa y los considera víctimas y no verdugos. Los violentos machistas, convencidos por Abascal de que están siendo objeto de una “conspiración feminazi”, acaban canalizando su odio contra el Gobierno de izquierdas al sentirse perseguidos por unas leyes injustas. Y ese sentimiento se rentabiliza en votos en las urnas. Ahí es donde el partido verde saca su mayor rédito político.
La mejor muestra del odio gratuito que propala el proyecto ultraderechista ha ocurrido hace solo unos días, cuando el diputado voxista y exjuex José María Sánchez tuvo que ser expulsado del Congreso tras llamar “bruja” a la socialista Laura Berja, que trataba de defender la ley del aborto. Finalmente, y tras el consiguiente revuelo, el exmagistrado se retractó con un “retiro que la he llamado bruja”, un incidente que dice mucho de las agresivas técnicas retóricas y trumpistas empleadas por la formación neofranquista.
Pero la clave del éxito del partido de Abascal no radica solo en divulgar el odio contra las mujeres, en especial contra las mujeres feministas. Hay otros grupos sociales a los que Vox ha puesto en la diana y que están sufriendo la misma táctica de difamación y criminalización constante. Por ejemplo, los socialistas, comunistas e independentistas, a quienes Vox, en un alarde de manipulación y tergiversación histórica, considera culpables de la Guerra Civil española. La formación verde canaliza el “odio al rojo” tocando la víscera y la bilis de esa parte nostálgica y tradicionalista de la sociedad española que se siente marginada por una democracia que les produce alergia. Las viejas rencillas entre derechas e izquierdas, surgidas en la Segunda República, se han agravado después de que el Gobierno Sánchez decidiera proceder a la exhumación de los restos de Franco, una medida de pura higiene democrática tras cuarenta años de constitucionalismo en libertad. Honrar la memoria de un tirano genocida degradaba la imagen de nuestro país en el exterior y más tarde o más temprano tenía que acometerse la exhumación y el desmantelamiento del mausoleo del Valle de los Caídos.
El histórico traslado de la momia del dictador al cementerio de Mingorrubio supuso un antes y un después, y desde entonces el clima político se ha enrarecido hasta límites nunca vistos en los últimos cuarenta años. La extrema derecha ha visto una oportunidad única para seguir propagando el odio y ha arremetido contra los monumentos de los viejos patriarcas de la izquierda republicana española. Así, en octubre del pasado año la escultura en homenaje al líder socialista Largo Caballero, que se exhibe en Nuevos Ministerios (Madrid), amanecía embadurnada por una pintada estremecedora: “Asesino. Rojos no”. La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, puso el dedo en la llaga al interpretar el lamentable suceso vandálico: “Derecha y ultraderecha han utilizado mentiras y manipulaciones históricas para borrar su figura del callejero de Madrid. Ahora, ese desprecio por la memoria cristaliza en vandalismo y violencia incívica", escribió en un mensaje en su cuenta de Twitter. El odio guerracivilista debería formar parte del pasado, ya que en 1936 condujo a los españoles a un enfrentamiento fratricida. No obstante, partidos como Vox siguen agitando el espantajo de las dos Españas enemigas e irreconciliables, sacando réditos electorales. En política, el odio da sus frutos.
Abascal y los suyos han resucitado otros rencores más o menos superados que ahora retornan con fuerza. Así, el rechazo a las personas gais, lesbianas, bisexuales y trans, que no deja de ser un odio contra el diferente, también se ha disparado en los últimos años. Por definición, la homofobia es el odio irracional hacia la homosexualidad y conduce a la violencia contra un grupo social determinado. Estas actitudes negativas, prejuiciosas y discriminatorias están recogidas como delito en las legislaciones de muchos países del mundo. También en España, donde pese a que tales conductas se pagan con penas de cárcel, no quedamos a salvo de esta terrible modalidad de intolerancia. El pasado mes de julio un joven de 24 años, Samuel Luiz, era asesinado en una zona de copas de A Coruña a manos de una horda de descerebrados homófobos. Antes de ser linchado, uno de los asesinos le espetó a la víctima: “Para de grabarme si no quieres que te mate, maricón”. El asunto sigue en manos de la Policía, pero ya se han practicado las primeras detenciones y todo apunta a un crimen con tintes machistas y xenófobos.
Hace solo unos días, un muchacho de 17 años denunció una presunta agresión homófoba en Valencia. “Tener que sufrir esto por ser como soy, siendo el mes del Orgullo... Luego decimos que no hay homofobia”, lamentó el joven, que compartió en redes sociales dos escalofriantes imágenes de su cara ensangrentada. La abogada Laia Serra, en declaraciones a eldiario.es, cree que hay varias causas tras el resurgir de la violencia homófoba. “Es evidente que cuando un movimiento conquista más espacio público hay más pugna desde los sectores tradicionales. Pasa lo mismo que contra el feminismo. Nunca había habido un feminismo tan presente y esto conlleva posiciones más violentas”, explica.
De un tiempo a esta parte, y coincidiendo con la llegada de Vox a las instituciones, se ha abierto la veda o “caza al hombre”. Los homosexuales ya no se sienten seguros como antes y mucho menos después de presenciar intolerantes manifestaciones de exaltación neonazi como la organizada en Chueca (el tradicional barrio madrileño gayfriendly) el pasado 18 de septiembre. Durante la marcha fascista se profirieron insultos hacia el colectivo LGTBI como “fuera sidosos de Madrid” o “fuera maricas de nuestros barrios”. De nuevo el odio hitleriano que retoña con bríos. De nuevo el ansia de exterminio de un colectivo social. La historia de persecución de los homosexuales no es nueva. Entre 1933 y 1945, la policía nazi a las órdenes del jefe de las SS, Heinrich Himmler, arrestó a más de 100.000 hombres sospechosos del “delito de homosexualidad”. La mitad fueron condenados y recluidos en prisiones alemanas. De ellos, entre 5.000 y 15.000 fueron internados en campos de trabajo, donde se les marcaba como animales con un triángulo rosa. Pierre Seel fue la única víctima francesa que llegó a testificar sobre su deportación por homosexual durante la Segunda Guerra Mundial. En su libro Moi, Pierre Seel, déporté homosexual, publicado en 1994, relata sus terroríficas experiencias en el infierno nazi: “No había solidaridad para los prisioneros homosexuales; pertenecían a la casta más baja. Otros prisioneros, incluso cuando estaban solos, solían emplearlos de blanco”. Algunos parecen empeñados en que hagamos ese peligroso viaje de retorno al pasado.
Odio contra las mujeres, odio contra los homosexuales y odio contra los inmigrantes, la tercera parte del triángulo maldito contra el que los nuevos fascistas vuelcan todo su odio. Vox ha elevado a la categoría de grandes villanos a los “menas” (menores extranjeros no acompañados). Los ultras han generado una auténtica alarma social a cuenta de un grupo social cuyos delitos apenas suponen una parte insignificante de los que se cometen cada año en nuestro país. En España hay unos 12.300 menores extranjeros (según datos oficiales de 2019). De ellos, el 82 por ciento no aparece en los ficheros policiales, es decir, solo un 12 por ciento ha cometido delitos graves, como hurtos y robos con violencia, mientras que el 6 por ciento está siendo investigado por cuestiones menos graves, como daños o robos de menos de 400 euros. Conclusión: los “menas” no disparan los índices de delincuencia ni suponen un gasto de 1.000 millones al año, tal como denuncia Vox en otro de sus fabulosos bulos que no tiene más objetivo que propagar el miedo y la fobia a un enemigo que en realidad no existe.
Al igual que el viejo fascismo construyó el mito del judío como gran amenaza para la raza aria y el Estado alemán, hoy otros tratan de hacer lo mismo con otros colectivos a los que eligen como chivos expiatorios y blanco de su obsesivo trastorno racista. Cuando el país va mal, lo fácil es estigmatizar y criminalizar a un grupo social, señalarlo como culpable de todos los males de la humanidad y emprender una operación política para expulsarlos del país. Esta persecución contra determinadas minorías podría incurrir en un delito de odio, pero la Justicia no lo entiende así. Todavía colea la polémica sentencia del TSJ de Madrid que considera “libertad de expresión” la infame campaña de publicidad (goebelsiana habría que decir) puesta en marcha contra los “menas” por el partido político Vox en los días previos a las pasadas elecciones autonómicas madrileñas. Recuérdese que para los magistrados del TSJ el eslogan “un mena, 4.700 euros al mes; tu abuela 426 euros de pensión/mes” –junto a las imágenes confrontadas de una dulce abuelita y de un joven inmigrante enmascarado como si se tratara de un peligroso yihadista del ISIS–, no suponía un delito de odio. A partir de esa resolución, ¿qué más se puede esperar de una Justicia como la española que tolera una y otra vez el mensaje duro fascista?
El odio está presente en nuestras vidas y en todos los ámbitos de la sociedad. El reciente procés independentista en Cataluña ha servido para retroalimentar la “catalanofobia” y la “españolofobia”. Durante más de cuatro años, desde uno y otro lado de la trinchera se han lanzado mensajes que han estado a punto de acabar con la convivencia social. Al discurso falaz del Espanya ens roba (España nos roba) se ha contrapuesto desde el bando españolista el “a por ellos oé” y el boicot a los productos comerciales catalanes en una especie de guerra del odio por el odio en el que todos pierden y nadie gana. Ahora la mesa de negociación de Cataluña que ha impulsado el Gobierno de Pedro Sánchez trata de tender puentes de entendimiento entre el Estado español y la Generalitat de Pere Aragonès, pero visto que, hoy por hoy, la corriente del odio se impone a todo intento de consenso y concordia, las probabilidades de que el diálogo triunfe son más bien escasas.
Redes sociales. Una neurología del odio
Todos estos discursos violentos se difunden hoy a través de las redes sociales, auténtico altavoz para el odio de todo tipo. El hater encuentra en estos lugares cibernéticos el escondite perfecto desde el que lanzar, a menudo con identidades y perfiles falsos, furibundos ataques contra todo y contra todos. Se trata sin duda de odiar por odiar, una violencia gratuita y sin sentido consecuencia de la crisis de valores por la que atraviesa Occidente. Las redes sociales están siendo seriamente cuestionadas y no pocos famosos han decidido abandonarlas tras ser sometidos a una persecución implacable con insultos e incluso amenazas de muerte. Da la sensación de que los nuevos canales de comunicación se han convertido en territorio sin ley donde todo vale y donde se puede desprestigiar a cualquier personaje público sin ningún límite, freno, ni control. Facebook, Youtube y Twitter se han comprometido a aumentar los controles y filtros de seguridad, pero de momento el problema no parece tener solución.
El Consejo de Derechos Humanos de la ONU ya ha debatido sobre cómo poner coto a los discursos de odio en las redes sociales, donde las personas especialmente vulnerables (minorías raciales y sexuales) se sienten indefensas ante la jauría que suele atacar en manada. Es paradigmático el ejemplo del acoso racista que sufrieron los jugadores negros de la selección inglesa tras fallar los penaltis decisivos en la final de la pasada Eurocopa de fútbol. Marcus Rashford, Jadon Sancho y Bukayo Saka erraron la pena máxima después de un ajustado final (1-1 contra Italia tras la prórroga). Inglaterra no pudo hacer realidad el sueño de ganar un título 55 años después y las redes sociales se llenaron de desalmados profiriendo todo tipo de insultos racistas hacia los jugadores. La Federación Inglesa se mostró “consternada”, el Gobierno británico tuvo que tomar cartas en el asunto y el episodio quedó como una de las páginas más tristes e infames de la historia del deporte.
Hoy nuevas formas de odio se abren paso en las sociedades modernas, como la misandria (odio o aversión a los hombres como reacción al machismo), la misantropía (odio a la especie humana en general), las discriminaciones por razones lingüísticas, el edadismo (odio a personas de una determinada franja de edad) o la aporafobia (repugnancia, rechazo o temor obsesivo a los pobres). Este término, acuñado por la filósofa española Adela Cortina, sirve para explicar por qué no marginamos al inmigrante con dinero ni al deportista negro que se ha convertido en multimillonario y sí a las personas sin recursos económicos. Aquel que cae en la aporafobia suele creer que los necesitados “están en la calle porque quieren” o “son todos unos vagos y unos delincuentes por naturaleza”. Según una investigación realizada en 2015 por el Observatorio de Delitos de Odio, en España el 47 por ciento de las personas sin hogar ha sufrido este tipo de racismo y de estas el 81 por ciento reconoce haber sido víctima en más de una ocasión. En octubre de 2018, el Senado aprobó por unanimidad la toma en consideración de una proposición de ley presentada por Unidos Podemos que persigue incorporar la aporofobia como agravante en el Código Penal, lo que da una idea de la importancia del fenómeno al que nos enfrentamos.
El odio se puede expresar a través de múltiples formas, como el abuso verbal (insultos, bromas de mal gusto y apelativos peyorativos), la intimidación, ataques físicos, amenazas, ciberacoso, daños a la propiedad del grupo atacado, grafitis ofensivos... Un auténtico conflicto social global que preocupa y mucho. Hoy los neurólogos tratan de desentrañar por qué el odio nos lleva a la violencia y a la guerra. Ignacio Morgado Bernal, catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia y en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona, explica que mediante resonancia magnética funcional se ha podido comprobar que cuando una persona contempla la fotografía de otra a la que odia se activan varias regiones de su cerebro. Curiosamente, se trata de partes que participan también en la percepción de sentimientos como el desdén y el asco. “No es extraño, por tanto, que estén implicadas en el odio. Ese conjunto de estructuras con diversas funciones es lo que podríamos considerar como un circuito del odio, sin excluir por ello otras menos observadas que también puedan intervenir, pues tampoco son muchos los experimentos realizados hasta la fecha que nos puedan informar de ello”, explica el experto.
La activación de la corteza prefrontal medial que tiene lugar en la persona que odia es especialmente significativa. Esa parte del cerebro, involucrada en el razonamiento, se activa más fuertemente cuando pensamos en nosotros mismos, en nuestra familia o en alguien por quien nos preocupamos, pero menos cuando meditamos sobre aquellos que piensan de otro modo o nos son indiferentes. De esta manera, el mecanismo cerebral nos lleva a ver a los vagabundos más como objetos que como auténticas personas. “Se ha dicho que del amor al odio hay sólo un paso, por lo que no es extraño que algunas de las estructuras cerebrales que se activan para el odio lo hagan también cuando las personas se enamoran”, asegura el catedrático Morgado.
Si es cierto que existe una base biológica que activa el odio, quizá en un futuro no muy lejano pueda tratarse con fármacos. De momento sabemos que el mal se contagia. Protejámonos tanto como podamos para no caer enfermos y evitar terminar como aquel Pitufo Gruñón que, poseído por el trastorno, andaba huraño por las esquinas mascullando entre dientes aquello de “odio odiar”.