La coherencia es la esencia misma de la política. Cuando Gabriel Rufián subía esta mañana a la tribuna de oradores de las Cortes para explicar su “no” a la reforma laboral del Gobierno de coalición tenía ante sí una difícil papeleta: convencer a su electorado de que lo primero es ser coherente y descartar el pragmatismo de un decreto, el de Yolanda Díaz, que no es el que prometieron PSOE ni Unidas Podemos. Es evidente que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias pactaron la derogación total de la reforma laboral de Rajoy y que esa reforma, por las presiones de los poderes fácticos y las élites, ha sido aparcada o metida en un cajón, de forma que solo se han abolido algunos “aspectos lesivos” de aquel marco laboral impuesto por el PP en 2012 para desgracia de los españoles.
“ERC no funciona bajo amenazas, esto ha sido un proceso de coacción no de negociación. Programa, programa y programa”, ha invocado Rufián parafraseando al gran Julio Anguita. El problema, señor Rufián, es que de la coherencia no se come, ni tampoco del programa, que no deja de ser un papel mojado que nadie cumple. Y no va a resultarle fácil al líder de Esquerra explicarle a una kelly (una trabajadora del sector de la limpieza) que vota “no” a la reforma por coherencia intelectual, por convicciones y por honradez política. La coherencia de Rufián está muy bien, pero si la reforma Díaz no sale adelante finalmente, esa kelly va a tener que seguir tragándose el engendro legislativo del PP que la condena a trabajar de sol a sol a cambio de unas pocas monedas. Y maldita la gracia que hace la coherencia, pensará esa mujer deslomada y malpagada que vive un auténtico calvario esclavista desde el alba hasta el atardecer.
La coherencia vale para todos esos políticos que viven confortablemente instalados en sus escaños, para los asesores de honorarios imperiales, para los funcionarios que tienen el futuro asegurado. Cobrando tres mil euros al mes cualquiera puede permitirse ser coherente. Pero la vida de ahí fuera, el día a día en la jungla de asfalto entre estaciones de metro, táperes con comida fría, jornadas laborales interminables y jefes desalmados, está muy lejos de la coherencia. La calle en ciudades-monstruo como Madrid o Barcelona no conoce ni sabe de coherencias, ni de teorías políticas o elevados discursos, ni de debates bizantinos sobre lo que debe ser la izquierda. En un barrio de extrarradio se trata de sobrevivir como sea y de llevar un sueldo a casa, donde esperan los churumbeles hambrientos.
A Rufián le reconocemos el valor para defender la integridad de sus ideas hasta el final. En la política española escasean los hombres y mujeres coherentes y honrados. Pero mientras él se dedica a esa digna utopía, a pulir su pensamiento y a dejarlo limpio de impurezas y sucias virutas, continúa la explotación en el Salvaje Oeste laboral, el que instauró Rajoy en 2012, donde los matones y pistoleros empresarios (no todos afortunadamente) abusan hasta la saciedad de los indefensos obreros. La reforma yolandista no es lo que esperaban los votantes de izquierdas, eso todos lo tenemos claro. Pero avanza, no nos cansaremos de repetirlo, en aspectos importantes como la lucha contra la contratación temporal que lastra al precariado, la mejora de los contratos y salarios misérrimos y la recuperación de la negociación colectiva, una herramienta fundamental para hacer frente a los desmanes de la patronal.
Es cierto que el despido sigue saliéndole barato al patrón y en eso tiene razón Rufián. “El Gobierno no ha querido recuperar una indemnización justa. Que esta reforma le guste a la CEOE no es casualidad. ¿Sabes cuánto le costará a tu jefe despedirte: cero euros?”, dice el portavoz de Esquerra dirigiéndose a un hipotético trabajador que asiste como espectador al debate. Pero toda negociación –no olvidemos que esta reforma sale adelante por un acuerdo a tres bandas entre Gobierno, patronal y sindicatos–, supone victorias y renuncias. Esa es la esencia de la democracia. El pacto social por encima de todo para garantizar una convivencia pacífica. Como también tiene razón el portavoz catalán en que una reforma que gusta “a la CEOE, a la FAES y al Banco de Santander” muy de izquierdas no parece. Y, por otro lado, ¿cómo negarle a GR que “las leyes se hacen en el Congreso”, no en Moncloa a espaldas de las demás fuerzas políticas que quedan como meros notarios sin poder alguno de decisión? Todo eso se lo admitimos al líder catalanista. Sin embargo, es obvio que votando “no”, de forma radical y empecinada, se pierde todo y gana la banca, o sea la CEOE. De modo que la coherencia rufianesca acaba convirtiéndose en un arma de doble filo para las clases trabajadoras.
El diputado de ERC podría haber hecho un ejercicio de pragmatismo político para quedarse con lo bueno que tiene este decreto. Otros grupos progresistas como Unidas Podemos, Compromís o Más País así lo han entendido sin que ello suponga venderse al gran capital. Todos estos partidos han votado sí con la nariz tapada porque saben que el nuevo texto legal, sin ser perfecto, supone una mejoría notable para millones de trabajadores, que a partir de ahora verán una luz al final del túnel de la explotación en el que se encuentran metidos. “Llevo años trabajando con contratos temporales en precario, hoy ya soy indefinida”, asegura una kelly que se alegra de esta reforma en su cuenta de Twitter.
Nadie podrá ponerle un solo pero al impecable argumento filosófico de Gabriel Rufián. Estamos de acuerdo con él en casi todo, como cuando se dirige al obrero y le dice que “esto no es la derogación de la reforma laboral que te prometieron” sino “el retoque que te prometieron que no harían”. También le reconocemos que esta es la reforma que “hubiera votado Rivera si hubiese estado de vicepresidente. Es tan duro como eso”. El problema es que la vida es dura, señor Rufián, sobre todo para muchos trabajadores de este país que entre el dilema de pillar unas migajas más del capitalismo salvaje o quedarse con la utopía inalcanzable de un mercado laboral perfecto donde no hay despido libre, donde a cada cual le dan el salario justo que le corresponde y donde las injusticias no existen, optan por el dicho castizo de “dame pan y dime tonto”. Al final, Rufián se queda con su coherencia anguitista y el obrero con un contrato algo más digno. Y a seguir luchando.