La Europa civilizada sigue adoptando medidas a destajo y contrarreloj para hacer frente a la variante ómicron mientras los españoles aún no saben si se van a poder tomar las uvas en familia y en alegre y multitudinaria reunión. A esta hora la sensación que tiene el ciudadano es de orfandad, de descoordinación y por qué no decirlo, de cierto pasotismo de los políticos ante una plaga que se nos viene encima sin remedio y que según los epidemiólogos es tan peligrosa como el sarampión, uno de los peores virus que se conocen.
Una vez más, vamos tarde, y no solo eso, sino que corremos serio riesgo de cometer los mismos errores de finales del 19, cuando estalló la peor pesadilla para la humanidad. No es preciso recordar aquí que, mientras China cerraba Wuhan a cal y canto y lanzaba una alerta mundial por pandemia, en España se celebraban concurridas manifestaciones como la del 8M, patrioteros mítines políticos como el de Vox (donde cayó contagiado hasta el apuntador) y mucho fútbol en los estadios (aquellos dos mil aficionados valencianistas que viajaron a Italia y volvieron cargados de goles y virus lo dice todo sobre cómo nos tomamos los españoles la cosa de la pandemia). Fue tal la relajación de nuestras autoridades en el principio de la plaga, allá por enero de 2020, que Fernando Simón, coordinador de Emergencias de Sanidad, dejó aquella frase para la historia que hoy no podemos recordar sin sonrojarnos: “España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado”. Es evidente que el reputado doctor no las vio venir, cosa lógica por otra parte, ya por aquel entonces nadie podía imaginarse a lo que nos enfrentábamos realmente, como prueba el hecho de que ningún Gobierno europeo reaccionó a tiempo y todos pagaron las consecuencias.
Aquella falta de previsión que acabó con la instauración del estado de alarma en toda España, el confinamiento generalizado de la población y cientos de miles de muertos fue hasta cierto punto lógica y comprensible, pero dos años después se supone que ya deberíamos haber aprendido algo sobre pandemias globales. Sin embargo, a las puertas de una mutación del virus como ómicron (un ente biológico que asombra a los científicos por su capacidad exponencial de duplicación, su facilidad de transmisión y su alto potencial de contagio) cada vez parece más claro que el Gobierno de Pedro Sánchez pretende minimizar la importancia de esta nueva ola. Solo así se entiende que el jefe del Ejecutivo español lance un mensaje de tranquilidad a la ciudadanía que recuerda bastante a aquel otro que hace dos años dejó al profesor Simón a la altura de lince corto de vista. “Vale la pena destacar que con cifras superiores de contagios tenemos cifras de ocupación en hospitales y UCI inferiores a las de hace un año. La primera conclusión a extraer es que las vacunas funcionan y esto solo se puede agradecer a la ciencia”, asegura el presidente, que sigue vanagloriándose de una espectacular tasa de vacunación del 90 por ciento en la población (casi 38 millones de personas), un logro social solo atribuible a la responsabilidad y madurez del pueblo español.
Es cierto que la campaña de vacunación en nuestro país ha sido modélica, como ya han destacado los organismos sanitarios internacionales competentes, pero el mensaje que lanza el líder socialista no deja de ser peligroso, ya que induce a la relajación y da la sensación de que, inmunizado ya casi todo el país, ómicron es poco menos que un constipado que se cura con caldito y manta. Nada más lejos. El virus ataca a los vacunados levemente, pero puede afectar de una forma grave e incluso letal a los no inmunizados (conviene no olvidar que más de cuatro millones de personas siguen sin someterse al tratamiento).
Por tanto, la vacunación no es suficiente para derrotar a este nuevo mutante del coronavirus. Todos los expertos recuerdan que las inyecciones por sí solas no resolverán el problema y que en los próximos días será necesario tomar decisiones políticas urgentes similares a las que ya se han acometido en los Países Bajos, donde se ha optado por un estricto confinamiento de la población. Sorprende por tanto la seguridad que muestra el presidente del Gobierno cuando nuestro país, a solo cinco días de la Navidad, aún no cuenta con un protocolo general de actuación pese a que ya ha entrado en zona de riesgo máximo (511 casos por 100.000 habitantes) y las UCI empiezan a saturarse (hoy mismo el Colegio de Médicosde Madrid alerta del colapso de la Atención Primaria).
A fecha de hoy los españoles no sabemos cosas tan elementales como si podremos o no reunirnos con los nuestros, cuántas personas podrán hacerlo, si habrá limitación de aforos en bares y restaurantes y dónde se aplicará el pasaporte covid. Las medidas urgentes (que ya llegan tarde) deberían tomarse en la Conferencia de Presidentes a celebrar el próximo miércoles de forma telemática desde el Senado pero los diferentes líderes regionales, mayormente los del PP, no parecen por la labor de decretar ordenanzas impopulares que podrían pagar en las urnas en las próximas elecciones locales. El poder autonómico dimite de sus responsabilidades dejando a los ciudadanos la libertad para hacer lo que crean conveniente con las reuniones familiares y cotillones (Ayuso está deseando anunciar que habrá barra libre en Madrid), de tal forma que esto va a ser una anarquía sanitaria donde cada cual celebrará las fiestas como mejor le venga en gana y con quien estime oportuno (lo que sin duda favorecerá las aglomeraciones y la transmisión del virus, que va a ser quien a fin de cuentas se dé el gran banquete o festín navideño).
Sánchez debería actuar tomando las riendas y unificando criterios, pero lejos de hacerlo sigue apelando a la cantinela de la cogobernanza con las comunidades autónomas, un maravilloso eufemismo que esconde una dramática verdad, que no es otra que nuestros gobernantes han decidido hacer dejación de funciones, meter la cabeza debajo del ala e instaurar el sálvese quien pueda como única ley obligatoria para todos. “Hemos andado juntos la parte más dolorosa del camino y juntos vamos a culminar esta travesía protegiendo la vida y la salud de nuestros compatriotas”, asegura con su habitual tono triunfante el premier socialista. Escuchándole, da la sensación de que nos encontramos al final de esta pesadilla, algo que ni el más optimista de los epidemiólogos se atreve a vaticinar hoy por hoy, ya que todo apunta a que la pandemia va para largo e irán apareciendo nuevas mutaciones con el consiguiente peligro para la salud pública.
Así las cosas, a los españoles nos condenan a un macabro juego de ruleta rusa donde el virus y el azar dictarán quién enferma y quién sale sano de este convulso fin de año. Al pueblo ya no se le puede reprochar nada, puesto que se ha comportado de forma ejemplar. La fatiga pandémica causa estragos en forma de estrés y trastornos mentales como la depresión y la ansiedad y quien más y quien menos ha decidido celebrar con los suyos la Navidad aceptando que será lo que Dios quiera. Estamos solos. Estamos huérfanos de líderes que adopten medidas por el bien general. Nadie quiere ni oír hablar de confinamientos y restricciones porque, aunque ómicron es un virus que nos intimida a todos, quienes se sienten más amenazados son esos políticos que temen perder sus poltronas si cometen el error de promulgar un decretazo sanitario que pueda soliviantar al pueblo.