Un españolazo como Abascal no necesita mascarillas

23 de Diciembre de 2021
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Abascal se opone a la mascarilla obligatoria en exteriores.

Santiago Abascal se ha declarado insumiso de la mascarilla, jura y perjura que no se la pondrá y da un bidón más de combustible a los negacionistas. En su obcecado empecinamiento contra la lógica y la razón, el líder de Vox ya se comporta como ese fumador empedernido que desoye repetidamente los consejos de su médico y sigue a lo suyo sin querer quitarse del vicio cancerígeno del tabaco. Pues si quiere matarse con una calada de negro ómicron allá él. Ese es su problema.

Si algo nos ha enseñado esta pandemia es que los más arrogantes cabezotas y tozudos han terminado contagiados en el hospital. Donald Trump cayó en plena campaña electoral tras quitarle valor a la mascarilla y mantener que la lejía curaba el coronavirus (su descabellado llamamiento a la rebeldía acientífica llevóa cientos de sus incautos acólitos a la UCI, cuando no a la tumba). Boris Johnson, el tipo que al principio de la pandemia bromeaba con el covid e invitaba a todos los británicos a contagiarse alegremente para alcanzar la inmunidad de grupo de forma natural, también se pasó una temporadita en el hospital (este terminó viendo la luz entre médicos y respiradores de oxígeno y ya se ha convertido a la fe de la ciencia). Y el iluminado Jair Bolsonaro, que encomendó la salud y la vida de millones de brasileños a la voluntad de su Dios evangelista, negando la letalidad del bicho, se contagió en el mes de julio y también las pasó canutas.

Ayer, Pedro Sánchez tomó la decisión de que todos volvamos a llevar la mascarilla en exteriores. La orden puede ser criticable por lo que tiene de medida cosmética, es decir, de intento desesperado del Gobierno por aparentar que no se ha desentendido de la plaga y trata de hacer algo, lo que sea, para frenar la sexta ola pandémica. E incluso puede dudarse de la efectividad de la norma, ya que a estas alturas todo el mundo sabe que el agente patógeno causa estragos en espacios cerrados mientras que en la calle o al aire libre es mas difícil contraer la enfermedad. Pero, en cualquier caso, la imposición por decreto de la mascarilla no es ninguna tragedia nacional ni está amenazando ningún derecho fundamental, como pretenden hacernos creer algunos. Se trata, simple y llanamente, de otra herramienta de prevención que sirve para protegernos en medio de una plaga altamente infecciosa.

Es cierto que Sánchez podría haber tomado medidas mucho más estrictas como reducir los aforos en espacios interiores, tal como pedían los expertos, o incluso suspender actos multitudinarios como ya ocurre en la Europa civilizada, pero no se ha atrevido. Hoy por hoy, prohibir la cabalgata de Reyes en este país sería motivo de moción de censura, de rebelión popular y de descarrilamiento del Gobierno. De ahí el carácter puramente cosmético de la mascarilla sanchista.

Obviamente, cuando Abascal insta al pueblo a rebelarse contra “el aprendiz de tirano” Sánchez no está haciendo pedagogía sanitaria por el bien de sus paisanos, sino política basura, demagogia y populismo. Sabe que agitando a las masas contra el Gobierno conseguirá votos, aunque por el camino se queden unos cuantos imprudentes que subieron al Metro sin mascarilla agarrándose un trancazo pulmonar irreversible. No vamos a ser nosotros aquí quienes le digamos a los ciudadanos lo que tienen que hacer con su cuerpo y a quién tienen votar cada cuatro años. Para eso ya está Vargas Llosa, el genio petulante que aconseja a los españoles que voten bien, o sea que voten lo que él quiere que se vote. Pero sí nos vemos al menos en la obligación de hacer un llamamiento a la prudencia, a la razón y al sentido común. Ponerse una mascarilla en una calle abarrotada de gente en plenas fiestas navideñas no va a hacernos ningún daño, es más, puede evitar que, en Nochevieja, en lugar de brindar con una copa de champán terminemos brindando con una transfusión de sangre en la UCI. Las medidas de precaución –mascarilla, lavado de manos y distancia social– funcionan en la prevención del coronavirus. De hecho, son junto con las vacunas las mejores armas para luchar contra esta peste que nos ha caído encima.

Edmundo Bal también se ha mostrado en contra del uso de la mascarilla en exteriores, pero habría que ver si él la lleva cuando pasea por la Gran Vía. Aquí hay mucho valiente que solo se cubre con el tapabocas cuando no lo ve nadie, para que no lo tachen de comunista. De alguien de Cs uno no puede fiarse nunca y estos naranjas son todavía más populistas que los líderes de Vox. Así que, una vez más, es preciso alertar ante el peligro del salvapatrias de turno que arroja la mascarilla a un lado y sale a la calle a pecho descubierto porque es más macho, más racial y más español que nadie.

Los tics fachas de Abascal quedan perfectamente retratados en numeritos como el de la mascarilla. Es en cuestiones de interés general donde sale a relucir el elitista insolidario que lleva dentro y el patriota de pulsera que no se atreve a decirle a Federico Jiménez Losantos si está vacunado o no para seguir pescando votos en los caladeros negacionistas, lo cual ya da la talla moral del personaje. Y ahí cabe plantearse dos hipótesis: o el Caudillo de Bilbao está vacunado y juega a dos barajas, sobre seguro, o no lo está y le avergüenza confesarlo para que no lo tomen por apestado o magufo en las reuniones de alta sociedad. En cualquiera de las dos situaciones queda claro que practica la máscara, en este caso no quirúrgica, sino política. Abascal es un enmascarado político que no dice la verdad sobre la pandemia, nunca la ha dicho, y siempre ha jugado al bulo anticientífico y al cálculo electoral.  

El problema de la mascarilla se resuelve recurriendo a Darwin y a su célebre principio de selección natural, que establece que aquellos individuos que mejor se adaptan al medio sobreviven mientras los menos aptos perecen. Ya lo dijo en su día el ministro Illa: “Veo que los que han tomado lejía no han acabado bien”. Protegerse ante una enfermedad que puede ser letal es una simple cuestión de inteligencia. Es fácil, el más listo se abrigará cuando llega el frío y el fanático ideologizado por falsas creencias vivirá a pleno pulmón agarrándose una neumonía. Unos y otros, los que llevan mascarilla y los que no, tienen probabilidades de acabar en el hospital. Unos y otros, los que se vacunan y los que no, pueden terminar en la UCI, como le ha ocurrido al triplememente vacunado Antonio Resines, a quien enviamos un fuerte abrazo y los mejores deseos de recuperación. Pero mientras unos compran solo una participación para la lotería de la fatalidad, otros llevan el décimo entero. E incluso todas las papeletas.   

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