La democracia española se ha convertido en puro teatro. El rey Juan Carlos se va de rositas tras probarse que ocultó 65 millones de euros al fisco. Mariano Rajoy se mofa del país haciéndose el amnésico en la comisión de investigación sobre la Kitchen (un vodevil del que solo se salva el interrogatorio a cara de perro para la historia entre Rufián y el expresidente gallego). Y para terminar de rematar el esperpento nacional, Villarejo se estrena como abogado en ejercicio defendiéndose a sí mismo. Todo se ha convertido ya en una pantomima o mascarada difícilmente creíble y soportable; todo ha caído en un nivel de descrédito y bajeza difícilmente soportable.
Tras una larga temporada a la sombra, al polémico comisario le habrá dado tiempo a perfeccionarse en el Derecho Penal. Tiene tantos sumarios y pleitos amontonados en el rincón de su celda, convertida en bufete, que dispone de material más que de sobra para ir practicando la dura profesión de picapleitos. No es la primera vez que la trena se convierte en improvisada Facultad de Derecho para las nuevas hornadas de juristas que han hecho carrera entre calabozo y calabozo. Fue en la prisión donde el Lute aprendió a leer y a escribir y donde se sacó el título por la UNED antes de ejercer como abogado en el gabinete de Enrique Tierno Galván. “Yo, en mi fantasía de estudiante, pensaba que al conocer el Derecho podría remover los cimientos del sistema; pero no, no es verdad”, se lamentó el hombre más perseguido del franquismo.
Hoy, ya en democracia, o eso dicen, Villarejo retoma aquella vieja escuela luterana de improvisados abogados que funden la traumática experiencia personal de la prisión con la iniciativa profesional. Al igual que Eleuterio Sánchez aprendía los trucos del oficio para defenderse del sistema, lo que hace el comisario es poner en solfa ese sistema, caricaturizándolo y rebajándolo a la categoría de bufonada o espectáculo de barraca de feria. Elegantemente investido con la toga, sentado junto al resto de los letrados como uno más, Villarejo es un señor de guante blanco que entra y sale de los despachos oficiales, alguien muy alejado de aquella España de quinquis y hojalateros que persiguió al Lute. Y así, para estupor de propios y extraños, el comisario que acudía al juicio como acusado ha terminado convirtiéndose en acusador, en azote de políticos y gobiernos, en fiscal del caso, en fin. Hasta tal punto se cree impune e intocable que se permite hablarle de tú a tú a la presidenta del tribunal, Ángela Murillo. La broma alcanzó tintes antológicos cuando Villarejo tomó la palabra en nombre de “mi defendido”, o sea, de él mismo. Una obra maestra del teatro del absurdo que ni Ionesco.
Pocas veces habíamos asistido a un desdoblamiento de personalidad tan descarnado y atroz entre el sumiso lacayo del poder y el dinamitero por venganza. Villarejo se ha pasado años denunciando a la mafia judicial, ha aireado las cloacas de la judicatura y se ha convertido en el terror del sistema, pero en el momento crucial y trascendental se enfunda la toga y se transforma en uno de ellos, consumándose el colosal esperpento. En el fondo lo que hace el controvertido policía es una burla tras otra que deja a los jueces y tribunales españoles a la altura del betún. Para terminar de mofarse de todo y de todos, a Villarejo solo le ha faltado subir al estrado travestido de abogado y decir aquello de que nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como él, tal como sentenció el gran Groucho Marx. Ese hubiese sido un momento surrealista sublime, un final digno de Berlanga, un magistral chiste negro de Gila.
Ahora dicen que el próximo paso del comisario será pedir un careo con altos cargos del PP, pero todo será inútil, parte de la comedia de enredo, ya que nos enfrentamos a una conjura de desmemoriados, ciegos y sordos que nunca se enteraban de nada, como demostró ayer el propio Rajoy, quien en palabras de Baldoví era un “caradura” o un “perfecto inútil” porque no se coscaba de lo que pasaba en el Ministerio del Interior.
Lógicamente, a lo largo de la actuación del comisario, la magistrada lo ha llamado al orden varias veces: “Vaya a los hechos, señor” le repetía, una y otra vez, la jueza Ángela Murillo, convencida ya de que aquello era un musical del Broadway madrileño, un Chicago a la española con Villarejo en el papel de Richard Gere o abogado estrella moviendo los hilos del poder. Murillo trató de poner cordura para que la sala no se convirtiera en un cabaret, pero el show estaba servido, el policía sospechoso se cachondeba de todo quisqui y la cosa se le fue de las manos a su señoría.
En los últimos años habíamos visto teatrillos de todo tipo, investigaciones archivadas a las primeras de cambio, chanchullos y estafas bancarias como la del Banco Popular, tirones de orejas de Bruselas por la baja calidad democrática de nuestro ordenamiento jurídico y escudos fiscales para el rey emérito. Una Justicia para ricos y otra para el robaperas. Pero esta farsa espeluznante del espía interpretando el rol de reo y de abogado en un juego doble de máscaras, de ventrílocuos y marionetas, es la primera vez que la vemos. Una vez más, nos ofrecen una función donde todo está guionizado y donde se trata de engañar al espectador, o sea al pueblo.
A Villarejo le piden cien años de cárcel por este asunto. Dicen que la sentencia marcará un antes y un después. De momento lo que hay es una comedia ácida y corrosiva que hará historia en los mejores teatros judiciales. Y de paso destrozará la imagen de nuestra maltrecha democracia.