domingo, 28abril, 2024
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«Amores de juventud y otros folleteos»

Susana Martínez Puentes
Susana Martínez Puentes
Escritora, autora de JUEGOS REVUELTOS, ganadora del III Premio de Narrativa Gavia Blanca.
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análisis

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No me gusta la palabra follar, ni siquiera cuando me gustaba follar. Siempre me ha parecido una expresión vulgar y grosera. Cuando practicaba sexo, y me gustaba, utilizaba la perífrasis “hacer el amor”. Aunque también podría tratarse de un eufemismo, para no decir “echar un polvo”, otra acepción igual de soez. Lo de hacer el amor, con amor, tan solo lo experimenté la única vez que me enamoré y entonces lo denominaba: “un caliqueño”. Bueno, así lo bautizó el riojano, mi primer novio y amante. En aquella época juvenil la expresión me resultaba graciosa. Ya digo que ocurrió hace muchos años, y si ahora me he puesto a dar vueltas a este tema es porque voy en el bus camino de una conocida librería en donde se presenta un libro que ha recibido un premio. En el asiento de delante, al mío, hay una pareja de jóvenes que se están comiendo a besos; de repente la chica le ha susurrado en el oído al chico: “¡Qué ganas tengo de follar!”. Esa frase ha sido el detonante de todas estas lucubraciones sobre mi primigenia vida amorosa. Tan acuciantes son las ganas de recordar y de contar que he sacado la libreta que siempre me acompaña, para dibujar, y he empezado a escribir. Pero lo que resulta más curioso de todo esto es que el libro en cuestión, al que me he referido antes, está escrito por el riojano, el de los caliqueños, y se titula “Amores de juventud y otros folleteos”.

Sí, el riojano, que se llama Fernando y es de La Rioja, como el vino, me dejó esa marca que solo dejan los primeros e inocentes amoríos. Por aquellas fechas, el riojano, estudiaba periodismo y se alojaba en un colegio mayor. Las normas eran muy estrictas y en las habitaciones no se podían recibir visitas y menos aún tener citas, para eso existían otras dependencias. Pero el riojano y yo, una vez que empezamos a mantener relaciones, nos saltábamos todas las reglas.

Nos conocimos en el negocio de mi familia. Una zapatería en donde se fabricaba el calzado a medida. Mi padre me obligó a trabajar en la tienda al terminar el bachillerato porque no me gustaba estudiar y menos aún me apetecía empezar una carrera universitaria. Eso sí, leía muchísimo, un hábito del que jamás he podido desprenderme igual que el de dibujar. El caso es que allí acudió Fernando, el riojano, para que le confeccionáramos un par de zapatos personalizados. En la niñez había sufrido un accidente y tras varias intervenciones quirúrgicas le quedó un andar peculiar y unos pies con cicatrices, tan delicados que requerían el uso de calzado especial. De todo esto me enteré al hacerle la ficha de cliente. Ese era uno de mis cometidos además de atender al público, vender, cobrar… Y así, un día cualquiera, estaba yo en el mostrador cuando el tiempo se detuvo a mí alrededor y solo tuve ojos para él. Fernando se acercaba a cámara lenta mostrando una dentadura blanca y perfecta; con el pelo castaño, sedoso y ondulado al viento… no hacia aire dentro de la tienda, pero a mí me pareció que los rizos rebeldes se movían por una mágica e ilusoria brisa que, a la vez, cimbreaba un cuerpo que se adivinaba esbelto. Le observaba con la boca abierta y sonreí por lo que en principio juzgué una forma de caminar graciosa de la que, como ya he contado, supe su origen más adelante. Estaba tan bueno como los caldos de su tierra. A lo que voy, me enamoré en cuanto le vi.

Otra de mis tareas en el negocio era llamar a los clientes para que acudiesen a la tienda a probarse los zapatos durante el proceso de elaboración. Pero con él varié esa rutina, es más, me inventé un inexistente servicio a domicilio. Le telefonee para comunicarle si acaso le interesaba esa asistencia que tan solo prestábamos los sábados por la tarde. Le llevaría el calzado a su residencia para comprobar que la confección iba bien, por supuesto sin ningún coste adicional. Aceptó encantado. A mi padre le extrañó la actitud tan servicial que mostré por acudir a un encargo en fin de semana. Le mentí diciendo que el cliente estaba tan agobiado con los estudios, que no podía desplazarse y me había pedido ese favor. Mi progenitor, al hacer el recado en mi tiempo libre, no puso objeción.

De la portería del colegio en la que también estaba la centralita se encargaba un chaval al que apodaban Coti, su nombre era Enrique. El riojano y él eran del mismo pueblo. Gracias a esa amistad regional no tuve problemas para subir, ni ese primer sábado ni los siguientes, al dormitorio ciento cinco…

Fue en esa habitación donde perdí la virginidad. Aquellas citas sabáticas me parecían el sumun del placer. Ahora tengo que decir que el riojano ni estaba tan bien dotado como él presumía ni sus artes amatorias eran para tirar cohetes, ni siquiera bombetas. Pero claro, yo no sabía nada sobre esos asuntos, mi inexperiencia era proporcional al amor reverencial que le profesaba. La ceguera era tal que me impedía ver su egoísmo. El cual quedaba patente después de los encuentros amorosos, en los que él terminaba rápido tras una teatral descarga eléctrica. Yo me quedaba con ganas de seguir amándonos, de continuar perfeccionando los juegos que nos descubrieran zonas erógenas impensables. Pero Fernando se fumaba un cigarro y se dormía. ¿Qué hacía yo además de disculparle? Pues dibujar, escribir poemas y cuentos, algo con lo que saciar la insatisfacción que me consumía. Cuando le enseñaba mis escritos íntimos y apasionados él sonreía con conmiseración. Yo los arrugaba y tiraba a la basura junto con el deseo reprimido. Recogía los zapatos que me servían de excusa y esperaba al sábado siguiente para regresar con otro encargo. Porque incluso, para volver sin levantar sospechas, les ofrecí a otros chicos del colegio suministrar productos de la zapatería: botes de betún, grasa para botas camperas, plantillas, cordones…, además de la recogida de calzado para reparación y su consiguiente devolución. Cualquier cosa que me permitiese estar a su lado de nuevo.

La última vez que nos vimos y rompimos… bueno, fui yo quien hizo saltar la relación por los aires. Fue en la fiesta que organizaban los estudiantes en el comedor del colegio con motivo de las vacaciones de Navidad. Tan solo en esos eventos festivos dejaban entrar chicas. Con lo cual, muchos de los residentes, invitaron al festejo navideño a un grupo de estudiantes danesas que se hospedan en otro colegio femenino. A mí no me invitaron pero como ya me conocían me presenté y nadie dijo nada.

Enseguida supe que algo iba mal, y no porque la cabeza me diera vueltas tras la ingesta de varios vasos del ponche casero y alcoholizado, que el riojano y sus amigos habían preparado para emborrachar a las rubias y espigadas danesas. Me senté junto a las novias españolas, morenas y redonditas e igual de achispadas que yo. Sí, había algo en el ambiente, una especie de animadversión, es decir, unas rejodidas ganas de patear a las rubicundas y esbeltas nórdicas que bailaban y reían con nuestros novios babeantes. Supongo que fue la mezcla de ponche y celos lo que me hizo ponerme en pie y con paso inseguro situarme entre la viquinga, que nos sacaba una cabeza tanto al riojano como a mí, para gritar:

  • ¿Tú te grees que soy gilipollas… la quieres echar un galiqueño a esta…? —No terminé la frase porque la espingarda blonda empezó a preguntar muy ofendida mirando al riojano.
  • ¿Cómo gilipollas?… mi no gilipollas, ¿quién ser tú?… —Entonces le di un empujón a la norteña y cayó de culo. Sus amigas la ayudaron a levantarse. Todas las cabezas giraron hacia nosotros. Yo chillaba con lengua de trapo.
  • ¡Me quiede a mí, so jigafa!

Decir esto y se acallaron las conversaciones, solo se oía a los Beatles y su Here comes the Sun. Las risitas disimuladas y un murmullo que iba en aumento hicieron que el riojano, muy serio, me sacase casi en volandas del comedor. Me metió en su coche, un destartalado dos caballos amarillo al que llamábamos la cabra. Flotando en mi borrachera le pregunté si íbamos a echar un caliqueño al aparcamiento del parque donde algunas veces lo habíamos hecho… pero el riojano no abrió la boca en todo el viaje hasta el portal de mi casa. Me gritó: “¡Sal del coche!”. Yo obedecí con la cabeza baja despidiéndome con un tímido: “Mañana te llamo”. Cerré la puerta, él la volvió a abrir, por un momento creí que iba a decirme algo cariñoso, pero no, me tiró el abrigo y arrancó la cabra pisando el acelerador. Me di cuenta de que con todo el lio había perdido las llaves de casa, a mi novio y a un montón de clientes de la zapatería y de los que mi padre preguntaría el porqué de su éxodo.

La presentación es a las siete y son las seis y media…, me encuentro en un atasco descomunal. No importa si llego tarde, tan solo pretendo comprar el libro y, de paso, maldita curiosidad, ver cómo ha envejecido el que fuera mi primer gran amor. El bus retoma la marcha y yo la evocación.

Al día siguiente de la bronca llamé al colegio mayor y Enrique, alias Coti, me informó de que el riojano se había ido de vacaciones a Dinamarca. Según me desveló Coti, la danesa, desde hacia tiempo, también subía a la habitación ciento cinco, ella los domingos. Me confesó, con cierto tono pícaro en la voz, que él se había dado cuenta de que entre nosotros había algo más que amistad… aunque nunca se planteó chismorrear sobre el asunto, él no era un intrigante como decían las malas lenguas. Por lo visto, tras la trifulca de la fiesta, el riojano se había encargado de desmentir los rumores de una posible relación conmigo, que todo aquel escándalo era producto de mi ebriedad y, por supuesto, que no tenía ni idea de los sentimientos que yo albergaba hacia él ¡Cínico! Descubrí que Coti venía de cotillo. Me quedé de piedra. Me partió el corazón…, no, no descubrir el origen del mote de Enrique, eso era obvio; sino el engaño de mi amante. Fernando me había dejado una huella demasiado profunda. Durante mucho tiempo desee su vuelta para vengarme, incluso soñaba con él postrado a mis pies pidiéndome perdón. Pero no. Jamás volví a tener noticias de él.

Mi vida amorosa pasó por una etapa de promiscuidad indiscriminada y amistades tóxicas; hice sufrir a mi familia que no entendía ese comportamiento. Sentía rabia y ese coraje se transformó en una obsesión: parecerme a la danesa que me lo había arrebatado. Con el tiempo lo conseguí. Me convertí en una atractiva rubia altísima gracias a unos tacones de vértigo, con unos bonitos ojos de lentillas azules. Pero lo paradójico de toda esta historia es que una vez logrado el objetivo de asemejarme a la hija de… Dinamarca, me olvidé de Fernando y de las ansias de revancha. También influyó la resolución de retomar los estudios. Como siempre me había gustado el dibujo encaucé mis aptitudes artísticas al diseño de calzado. Algo que a mi padre le ilusionó devolviéndole la confianza en mí. Jamás me arrepentiré de esa decisión, volví a ser feliz y me ha ido estupendamente. Disfruté de otras parejas pero, sinceramente, ninguna obtuvo esa devoción que sentí por el riojano. Y, la vida, cuando menos te lo esperas, te sorprende para bien o para mal. Un buen día surgió delante de mis narices la noticia del premio literario y lo de la presentación del libro. No me lo pensé dos veces y como leí que el aforo era libre decidí acudir al evento.

Bueno, he llegado. Ya en casa terminaré de transcribir mis impresiones sobre el reencuentro con el riojano… y mi opinión sobre su novela premiada.

La sala preparada para la ocasión se encontraba abarrotada y en penumbra, sobre un estrado, solo estaba iluminada la mesa de los oradores. Me senté al final del local en la única silla vacía que quedaba, parecía evidente que el destino me guiaba hasta allí. Desde esa distancia no distinguía a los de la palestra. Pero lo que si llegaba con nitidez era el sonido. Un hombre con gafas y pelo cano se refería al del centro que debería de ser el riojano. Explicaba su trayectoria literaria:

  • En su juventud, Fernando, se trasladó a vivir y escribir a Dinamarca                  junto a la que primero fue su novia… —Señaló una silla de las filas delanteras donde sobresalía una cabeza de pelo blanco—… para más tarde convertirse en su esposa, su musa y una excelente colaboradora…

Aquello empezó a revolverme las tripas. O sea, que jamás abandonó a la puta danesa. Seguí escuchando y mi cabreo empezó a cocer lentamente, tomó la palabra el riojano:

  • Agradezco a todos esta cálida acogida…, como ya saben llevo viviendo mucho tiempo fuera de España y mi obra apenas es conocida aquí, por eso he creído oportuno, bueno, hemos creído oportuno… —Volvió a señalar la silla con cabeza de pelo blanco—… darla a conocer en mi tierra…

Luego pasó a comentar el libro galardonado:

  • “Amores de juventud y otros folleteos” es la primera novela que escribí; está ambientada en un colegio mayor de la España de los años setenta…, al igual que yo, el protagonista estudia periodismo. Por lo demás, en nada tiene que ver con mi propia vida, la narración es pura ficción. Debido al argumento y la descripción explícita de las escenas de sexo me han preguntado en varias ocasiones si se trata de una novela pornográfica y tengo que aclarar que, acaso, se pudiera catalogar de erótica, pero ante todo es una historia de amor, un amor incondicional que termina… Bueno eso, ya lo tendrán que averiguar ustedes leyéndola —Aquí emitió una carcajada contenida y prosiguió—. Aprovecho la ocasión para dar las gracias a mi queridísima esposa Ingrid… —Se llamaba Ingrid la muy zorra—… que después de tantos años guardada en un cajón me animó a presentarla al concurso que posteriormente gané. Estoy convencido de que este logro no sería tal sin la contribución de su talento artístico, integrar sus preciosas ilustraciones han enriquecido la obra. La cual, en Europa, ha tenido un éxito rotundo y ahora espero que también lo consiga en España. Muchas gracias a todos por su asistencia.

Volvió a intervenir el hombre de gafas y pelo cano para augurarle una triunfal conquista del mercado literario español, las críticas habían sido excelentes. Después animó a los presentes a comprar la novela en una mesa instalada para la ocasión a la entrada del local. El autor, encantado, firmaría los ejemplares. Un par de fotógrafos dispararon sus cámaras y un periodista comenzó a entrevistarle.

Se encendieron las luces. Comprobé que el riojano, al contrario que el buen vino que con el tiempo mejora, había envejecido mal: se le veía descuidado, estaba feísimo. En el mostrador adquirí el libro, me lo dieron dentro de una bolsita con publicidad de la librería. Me encaminé a la puerta de salida, no tenía ningún interés en que me lo firmase. Ya estaba con un pie en la calle cuando decidí echarle una ojeada rápida. Lo saqué de la bolsa y lo abrí. En la contraportada sobre una escueta reseña, en vez de la habitual foto del novelista, había un dibujo del rostro de Fernando, a bolígrafo y firmado por Ingrid. De repente, el cabreo que anteriormente cocía lento, en cuestión de segundos, pasó al estado de ebullición ¡ese retrato lo había hecho yo! Pasé las hojas con inquietud y encontré mis dibujos firmados por la tal Ingrid. También reconocí mis cuentos y poemas que habían sido incluidos en el relato… los sentimientos que tiré a la papelera de la habitación ciento cinco ¡me los había robado y apropiado! Estaba claro que aquello no podía quedar así.

El riojano, muy sonriente, firmaba y posaba para los fotógrafos, ajeno a la tragedia que se le avecinaba. Dando codazos me situé en primer término de la fila que se había formado para la firma, un murmullo de desaprobación por mis maneras hizo que las personas que departían amigablemente volvieran sus cabezas hacia el alboroto que se había originado. Con un movimiento brusco lancé el libro, que acababa de comprar, sobre la mesa y que terminó en el regazo del riojano. Él me miró con asombro y sorpresa…, no sé de dónde salió la danesa pero estaba a mi espalda chillándome:

  • ¡Cómo se atreve, a qué se debe este comportamiento! ¿Quién es      usted?.. —Le contesté mientras me volvía y la empujaba con todas mis fuerzas.
  • ¿Otra vez tú, espingarda de los cojones? Eres una impostora y él un cobarde y un ladrón —.Señalé a Fernando.

Ingrid había caído de culo y trataba de levantarse con la ayuda de varias personas. Aseguraría que un fugaz deja’vu cruzó las mentes de ambos. Atónitos me miraban de arriba abajo con los ojos muy abiertos mientras balbuceaban:

  • No… no puede ser, no… tú…

Alguien había llamado a unos guardias de seguridad y antes de que me sacasen de allí logré alcanzar el micrófono que seguía abierto sobre la mesa. Aclaré que no era mi intención hacer daño a nadie, tan solo quería esclarecer mi proceder violento y a qué se debía.

  • Mi nombre es Sandra, pero en la época en la que está escrita la novela y en la que se basa ¡nuestra historia de amor! Sí, la de Fernando y mía… me llamaba Alejandro. Que Fernando nunca haya reconocido su homosexualidad me es indiferente, pero lo que no voy a consentir es que mis dibujos y escritos se los apropie sin escrúpulo este par de sinvergüenzas…

El riojano desconcertado gritaba que yo era una loca, que no me conocía de nada, que mentía. Una pregunta surgió de entre el público que aún atestaba la sala. ¿Podía demostrar mis acusaciones, tenía pruebas? Fernando, visiblemente nervioso, asentía con la cabeza y gritó:

  • ¡Eso, eso que lo demuestre!

Miré al riojano a los ojos y le pregunté:

  • ¿Quieres, cariño, que les enumere las cicatrices que tienes en los pies?

Los de seguridad me invitaron, con amabilidad, a que abandonara el recinto, cosa que hice seguida de los fotógrafos y el periodista impaciente por entrevistarme.

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