Como cada jueves, el espíritu de Donald Trump y de la extrema derecha que puebla el aquelarre de la Heritage Foundation aterriza en la Asamblea de Madrid, un lugar donde Isabel Díaz Ayuso se dedica a hacer oposición al gobierno central, en vez de defender su gestión. Como indican a este medio fuentes del Partido Popular, Ayuso está haciendo el trabajo que Feijóo debería hacer. Esto es peligroso, sobre todo en un momento en el que está convocado un congreso nacional del PP donde el liderazgo del actual presidente está muy en entredicho. Miguel Ángel Rodríguez ya lo hizo una vez con José María Aznar. ¿Se está preparando una estrategia similar?
Lo que está claro es que Ayuso parece dar a entender que Madrid se le ha quedado pequeño que necesita volar con libertad en espacios más amplios y así lo ha demostrado hoy, como cada jueves.
Bajo la apariencia de un alegato contra la supuesta “colonización de las instituciones” y la existencia de una presunta oscura “caja negra” en torno al PSOE, las andanadas de la presidenta madrileña quedan empañadas por sus propias contradicciones. Así, denuncia con vehemencia la impunidad de un Fiscal General imputado y un inventado “enchufe” que le espera en Telefónica, pero al mismo tiempo da por hecho esa amnistía extrajudicial, relativizando la gravedad de lo que justo antes calificaba de inaceptable. Eso es el trumpismo.
Por otro lado, exige transparencia en el ámbito ajeno mientras guarda un silencio cómplice cada vez que surgen sombras sobre los procesos internos de su propio partido, demostrando que la exigencia de limpieza ética se limita a las filas contrarias. Exactamente lo que hace Trump contra sus adversarios, incluidos los del propio Partido Republicano.
En el discurso presuntamente moralizante de Ayuso tampoco falta un cinismo difícil de disimular: advierte de que “todo queda en casa” y que la esposa del presidente acabará ocupando un puesto de relumbrón, pero trata el asunto como un mero cotilleo, sin plantear ninguna consecuencia real para quienes abusan de los nombramientos. Al mismo tiempo, salpica al PSOE con acusaciones de corrupción que oscilan desde irregularidades en Canarias hasta supuestos whatsapp comprometidos de expresidentes, sin reparar en los escándalos que también afectan al PP en la Comunidad de Madrid. Por cierto, Ayuso ni menciona la investigación por fragmentación de contratos públicos de su Consejería de Educación o la imputación por delitos relacionados con la corrupción de su colaboradora Ana Millán.
La trampa final de este discurso reside en estimular la indignación ciudadana (“¿de verdad vamos a llegar a esto?”) sin proponer una sola vía de respuesta: ni exigencia de moción de censura, ni comisión de investigación, ni solicitud de dimisiones. Un grito airado que carece de rumbo práctico y que, lejos de contribuir a depurar responsabilidades, se diluye en el aire, dejando intactas las redes de poder que se pretende denunciar. Así, paradójicamente, la condena de la “corrupción sistémica” acaba siendo el mejor escudo para las propias contradicciones.
Esto es exactamente lo mismo que sucedió ayer en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Donald Trump practicó una nueva encerrona a un dignatario extranjero, el presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, a quien acusó de genocidio tomando como base el bulo de que en ese país africano los negros estaban realizando una limpieza étnica contra los agricultores y ganaderos blancos. Toda la argumentación estaba basada en mentiras y propaganda supremacista. Es decir, lo mismo que hace Ayuso contra la izquierda: acusaciones sobre hechos no probados, argumentación basada en especulaciones y, sobre todo, la contradicción sectaria de quien acusa al de enfrente sin mirar lo que tiene en su propio corral, que es mucho.