Bienvenidos al fascismo democrático

14 de Junio de 2023
Actualizado el 02 de julio de 2024
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fascismo

En Castilla y León gobiernan los ultras. Desde ayer lo hacen en la Comunidad Valenciana. Decenas de ayuntamientos están bajo dominio y control de Vox. Los españoles tienen perfectamente asumido, interiorizado, que los nostálgicos han llegado no solo para quedarse, sino para gobernar, para aplicar sus políticas reaccionarias propias del franquismo. Nos quejábamos de la baja calidad de nuestra democracia y de la noche a la mañana hemos retornado a un fascismo blando bajo en calorías y alquitrán que no parece molestarle a nadie. Preparémonos pues para ver cómo enseñan la historia al revés a nuestros escolares hasta que aprendan que Francisco Franco fue un gran hombre. Preparémonos para el pin parental, para el latido fetal y otras marcianadas pseudonazis que parecían felizmente superadas.

Miramos atrás y aquel felipismo ochentero, con sus movidas musicales, su explosión de inocente libertad y su socialdemocracia (aunque fuese de baja intensidad) ahora nos parece la sociedad perfecta. Una España prodigiosa, efímera, casi utópica que algunos tuvimos la fortuna de vivir durante unos cuantos años y que, probablemente, tras el tsunami facha, ya no volverá jamás.

Cualquier tiempo pasado fue mejor que esta rareza del nacionalpopulismo trumpista, esta extraña distopía donde el primer idiota que pasaba por allí gana unas elecciones repitiendo un eslogan absurdo y un maltratador machista puede llegar a gobernar en su pueblo. Durante años, los impulsores del fascismo blando han estado trabajando en un proyecto a largo plazo. Sabían que sería un proceso lento, arduo, tortuoso, que tendrían que vivir su fascismo en silencio, como auténticos friquis o apestados, pero que más tarde o más temprano sus delirantes ideas ultranacionalistas volverían a brotar de nuevo en una negra primavera. Diseñaron un plan tan maquiavélico como eficaz: nada de destruir la democracia, bastaba con ocuparla, con infectarla de arriba abajo para usurparla, transformarla y moldearla a su antojo. Una vez en poder de la manija del sistema, de las instituciones, de la judicatura, del Ejército, de las fuerzas de seguridad y los medios de comunicación, la victoria estaba asegurada. Se acabó lo de ir quemando judíos en hornos crematorios; adiós a las asonadas, levantamientos militares y golpes de Estado. ¿Para qué mancharse las manos si solo había que sentarse y esperar a que el maldito péndulo de la historia volviera a su posición otra vez?

En Europa han tardado ochenta años (en España mucho menos), pero al final lo han conseguido. Gente como Berlusconi, el gran pionero del fascismo blando a quien hoy los italianos pretenden enterrar con honores de hombre de Estado, pusieron los cimientos del nuevo régimen. Il Cavaliere fue el primero en entender que el ocio, el entretenimiento, una tele para idiotas, anestesia las mentes hasta aletargarlas, evitando así que la gente piense, que desarrolle un espíritu crítico, que tome conciencia social y hable de los problemas reales. Mientras se cotillea sobre la famosa del momento, nadie cae en la cuenta de que le han cerrado el centro de salud o le han quitado un buen cacho a su pensión. Berlusconi creó escuela. Sus discípulos se infiltraron en los consejos de administración, en la banca, en las grandes compañías mundiales, en los organismos internacionales donde pudieron contactar unos con otros, intercambiar ideas y fondos y organizarse. Empezaron a comprar medios de comunicación desde donde propagar su nauseabundo ideario de odio, racismo, machismo, homofobia y anticomunismo. Esta labor de adoctrinamiento, esta tarea de estupidización, de aborregamiento y embrutecimiento de las masas, fue por momentos sutil; otras veces fue explícita, burda, sin complejos. Sustituyeron la cultura por el folclore y las tradiciones; la Ilustración por el pensamiento único; libros por inteligencia artificial (más Gran Hermano, más control). Las redes sociales, grandes altavoces del bulo, la desinformación y el haterismo, harían el resto.

Filósofos como los de la Escuela de Fráncfort alertaron a la humanidad, durante buena parte del pasado siglo, sobre el lavado de cerebro en las sociedades contemporáneas. Nadie quiso escuchar a Horkheimer, Adorno o Walter Benjamin. Herbert Marcuse lo vio tan claro como la luna llena en una noche de verano: “Los esclavos de la sociedad industrial desarrollada son esclavos sublimados, pero son esclavos”. Hicieron creer al obrero que era un ente libre, que podía elegir a sus políticos cada cuatro años, que un coche y la nevera llena le haría un ser realizado para siempre. Convencieron al hombre y a la mujer posmodernos de que, siendo autónomos para consumir y gastar, habrían alcanzado el paraíso terrenal. Nada más lejos. Solo dieron al pueblo la oportunidad de elegir a sus nuevos amos. Le ofrecieron una amplia variedad de bienes, productos y servicios que disfrutar mientras seguían alienados. “Tanto la cultura de masas como la propaganda fascista satisfacen y manipulan necesidades de dependencia promoviendo actitudes convencionales, conformistas y de satisfacción”, escribió proféticamente Adorno.

Y mientras tanto, el proyecto, el plan, el fascismo blando a largo plazo, seguía cuajando, trabajando, creciendo. Lentamente, sin prisa pero sin pausa, año tras año, década tras década. Los Reagan, Thatcher, Bush y Aznar fueron serios toques de atención de que algo iba mal; bengalas rojas en el cielo que nos advertían de que la ola reaccionaria era cada vez más fuerte e imparable. La izquierda, que tenía la responsabilidad de reaccionar ante la silenciosa ofensiva ultra, falló siempre. O renunció a sus principios, o se vendió a los nuevos amos, o se destruyó a sí misma en peleas internas o simplemente terminó olvidando la revolución pendiente en el inmenso mar de la mediocridad.

Y ahora usted, querido lector, se preguntará con toda la razón del mundo: muy bien, señor Antequera, ¿pero qué demonios es eso del fascismo blando con el que viene a molestar nuestra plácida y confortable existencia? Muy sencillo. La próxima vez que vea cómo insultan a un deportista negro al grito de mono, cómo denigran a una mujer llamándola feminazi, zorra, bruja o fea, o cómo dan caza a un gay en plena calle por su condición sexual, piense que nada de eso es lo normal; que esa sociedad enferma en la que vive lleva inoculado el virus letal; y que usted puede que esté más cerca de lo que parece del Berlín de 1933 que de ese mundo ordenado y feliz que le han querido contar. 

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