Pedro Sánchez ha vuelto de la India para encontrarse con medio país devastado tras el cataclismo de la dana más dañina del siglo. El presidente ha prometido poner todos los recursos del Estado, e incluso los fondos europeos, a disposición de las víctimas de las inundaciones en la Comunidad Valenciana, y eso está bien. Otra cosa es que lleguen las ayudas y el programa no quede en simple papel mojado, nunca mejor dicho.
Es como si a este Gobierno le persiguiera una maldición telúrica: la pandemia, la crisis posterior, el volcán de la Palma, las dos guerras cuasimundiales y ahora esto. Pero frente a la catástrofe, resiliencia y palabras de unidad que no falten. Antes del desastre, Sánchez había viajado a la India con la intención de sacar algún contratillo para España. Como ya no está el dúo conseguidor Ábalos/Koldo, ha tenido que remangarse él. ¿Y qué vende aquel país asiático tan alejado del nuestro? Filosofías orientales para calmar las neurosis del hombre posmoderno, comida con tanta especia que es letal para la úlcera y Bollywood, la mayor industria cinematográfica del mundo si nos atenemos al volumen de producción y a las ventas en taquilla.
Cuenta la prensa de aquí y de allá que el jefe del Ejecutivo pretendía convertir España, sus paisajes y ciudades, en un inmenso plató para hacer realidad el sueño indio. Franco recurrió a las grandes superproducciones Bronston, con Charlton Heston, Sophia Loren y Ava Gardner, más El Cid y 55 días en Pekín; él ha visto el filón en la industria fílmica del lejano Oriente, que no deja de ser propaganda de autócratas envuelta en celuloide. En eso hemos ido a peor y cualquier día se nos va el presidente a Turquía a comprarle un lote de series todo a cien a Erdogan. Pero del culebrón turco a mayor gloria del tradicionalismo islámico ya hablaremos otro día.
Por desgracia, la maldita dana lo ha cambiado todo y habrá que dejar pasar el tiempo, aparcar los contactos con los indios, ya que la nación está devastada y no quedan decorados naturales ni alegría para lo del cine. España está hundida bajo dos metros de agua y ni los bailarines de seda chapados con lentejuelas de Bollywood, con sus romances adolescentes, odaliscas, elefantes, cantos y danzas del folclore tradicional mezcladas con el pop occidental (con poco guion, pero mucho lujo asiático), pueden levantarnos la moral.
Bollywood no es la meca del cine, sino del topicazo. Sus directores escriben historias facilonas para que el espectador no tenga que comerse demasiado el tarro. El dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional, ya lo dijo Buda, de modo que no verán ustedes en esas películas disertaciones sesudas que puedan amargarle la vida a las élites políticas y económicas de aquel lejano país. Bollywood está muy lejos del cine social o realismo sucio y ahí nunca se habla de política, ni de la injusticia del sistema de castas, ni del radicalismo religioso que avanza a marchas forzadas, ni sobre el eterno conflicto nuclear con Pakistán, que puede estallar en cualquier momento (en cuanto Putin dé la orden como ha hecho con los coreanitos del Norte, a los que ha pluriempleado como mercenarios).
Lo que ofrece la fábrica de sueños india es un mundo ideal de confeti rosa, bailes tontos, gélido neón y frívola felicidad que, no lo olvidemos, refleja el modo de vida de una mínima parte de la sociedad, ya que la mayoría del pueblo malvive y ni siquiera puede comer ternera, que la vaca es sagrada. La cultura de la no violencia introducida por el santón Gandhi ha pasado de ser una loable ideología para la emancipación del país del colonialismo británico a una tomadura de pelo, y para muestra un dato: 296 millones de personas siguen viviendo en la extrema pobreza, lo que representa un tercio de los indigentes del mundo. Aunque mirando los informes de Cáritas España, por momentos da la sensación de que los españoles nos encaminamos también al modelo hindú de gran brecha social.
Pero ahí está Sánchez, abriendo nuevos mercados y apoyando la bazofia audiovisual india que produce mucha rupia pero escasa cultura. El premier español ha debido ver nicho empresarial, nuevos mercados en los platós de esta gente que sonríe entre cándida y codiciosamente, mientras Bombay va para diez millones de descalzos. Junto a los rascacielos exclusivos del distrito financiero, se levantan mares de chabolas hasta donde alcanza la vista. Todo ese sindiós lo retrató el fotógrafo estadounidense Johnny Miller sacando a pasear sus drones por los cielos del infierno indio.
Lógicamente, tales negocios bilaterales tienen muy poco que ver con el socialismo de verdad, ya que sirven para que se forren cuatro esclavistas de Bollywood y algún que otro hostelero de Ayuso que los recibirá con los brazos abiertos y poco más. Madrid se vende barato al paraíso fiscal y allí se podrá rodar un truño con mucho indio suelto bailando flamenco y sevillanas por cuatro duros. Todo eso a Sánchez ya le da igual. La batalla con la lideresa la tiene perdida y en cuanto al internacionalismo sociata termina en la M30. La utopía se ha quedado en algo nostálgico, y ya se trata de sobrevivir como sea los tres años que quedan de legislatura. A partir de ahí, dientes dientes con los marajás y familias de la globalización y cinismo al poder. Madera de galán no le falta y, en una de estas, hasta ficha por algún estudio.
Hay que reconocer cierto ingenio artístico para hacer cine indio en la tomatina de Buñol o en el encierro de San Fermín porque ambos mundos no pegan ni con cola. Pero el pastiche gusta a las audiencias agilipolladas de hoy. El cine indio tiene cosas muy interesantes, los clásicos Satyajit Ray y Rajkumar Hirani y hasta Slumdog Millionaire si me apuran (esta peli es británica, pero la historia del chico pobre que participa en un concurso para hacerse rico tiene su aquel). En el mundo de hoy lo bueno queda para minorías selectas, o sea los cineclubs a palo seco con subtítulos en sánscrito. Pedro se ha tirado a lo peor, al negocio y al pelotazo del cine a precio de saldo solo apto para yanquis sin estudios. Ya está buscando el juez Peinado si ha habido tráfico de influencias para colocar a Begoña como prota en algún corto. Una pena.