El anuncio de la muerte del papa Francisco sacudió no solo a los más de mil millones de católicos del mundo, sino al tablero diplomático global. Salvo para los fanáticos ultraconservadores, su pontificado representó un soplo de proximidad y diálogo. Ahora, surge la pregunta: ¿quién recogerá el testigo del papa «de la puerta abierta» y con qué consecuencias para el equilibrio internacional?
Lo que se decida en el cónclave tendrá ramificaciones que van más allá de la fe. Desde el Concilio Vaticano II (1962-1965), la Iglesia Católica emprendió un camino de apertura al mundo contemporáneo que implicó renovaciones litúrgicas, ecuménicas y sociales. La elección del papa Francisco en 2013 pareció culminar esa ruta de aggiornamento, poniendo el énfasis en la cercanía a los marginados, el diálogo interreligioso y la defensa del medio ambiente.
La elección de un papa ultraconservador provocará una erosión letal de la credibilidad de la Iglesia Católica y, en consecuencia, una pérdida masiva de fieles. Las encuestas en Europa y América Latina muestran que las nuevas generaciones se alejan de la Iglesia cuando perciben un discurso moral rígido, contrario a sus valores sobre igualdad de género, derechos LGTBI y justicia social. Un giro ultraconservador con, por ejemplo, un énfasis exclusivo en la moral sexual profundizará la brecha con los jóvenes, acelerando la caída de vocaciones y católicos practicantes.
El abanico de comunidades que adoptaron prácticas pastorales inclusivas (desde las comunidades de base latinoamericanas hasta parroquias progresistas en Europa) podría rebelarse ante normativas más conservadoras. Al imponer sanciones canónicas o retirar apoyos a diócesis díscolas, el Vaticano se enfrentaría a tensiones internas que podrían desembocar en cismas de facto (a la manera de las iglesias nacionales ortodoxas) o en la desobediencia masiva de obispos y sacerdotes. Juan Pablo II ya atacó frontalmente a la Teología de la Liberación (por lo civil y lo criminal) y las consecuencias fueron nefastas.
Por otro lado, la influencia política de la Iglesia Católica es notable en áreas como el aborto, la eutanasia o la educación sexual. Un ultraconservadurismo renovado reforzaría la alianza con gobiernos de extrema derecha, frenando avances legislativos en derechos reproductivos y del colectivo LGTBI. Por ejemplo, programas de prevención del VIH en África podrían verse desfinanciados si se eliminan enseñanzas heredadas del Papa Francisco.
Al revalidar el discurso de «verdad absoluta» sin matices, tan propio del pontificado de Juan Pablo II, la Iglesia dará pábulo a corrientes políticas autoritarias que criminalizan la disidencia. El mensaje de Dios como juez implacable se traduciría en un apoyo implícito a legislaciones que sancionen a artistas, educadores o activistas por «ofender la moral».
Además, un pontificado ultraconservador abandonaría gran parte de los avances ecuménicos construidos tras el Vaticano II. Con un lenguaje excluyente, el Vaticano cerraría canales de diálogo con iglesias ortodoxas, anglicanas y protestantes, así como con corrientes progresistas dentro del judaísmo y del islam. Este aislamiento amigaría el terreno para la polarización religiosa, aumentando las tensiones en zonas donde conviven múltiples confesiones.
En muchos países, la Iglesia actúa como árbitro moral que, aunque discreto, modera discursos extremistas. Un viraje ultraconservador incentivaría la radicalización de ambos bandos: la extrema derecha reforzaría su agenda retrógrada, y la izquierda vertería más retórica anticlerical, incrementando la confrontación pública y la crispación social. Los organismos católicos de ayuda humanitaria y bajo el amparo de la Iglesia dependen en buena parte del respaldo moral y financiero de Roma. Un enfoque que priorice el control doctrinal sobre la caridad dificultará la labor de estas entidades, dejando sin asistencia a refugiados, víctimas de trata y desplazados por conflictos, sobre todo si no son cristianos.
La historia demuestra que la Iglesia Católica se ha transformado con cada gran crisis: las herejías medievales, la Reforma protestante, la Ilustración y el Vaticano II impulsaron adaptaciones profundas. Si, una vez más, en el cónclave se elige el cierre y el dogmatismo, se arriesga a acelerar su declive estructural. La tensión final radica en la viabilidad de un modelo eclesial que prefiera la pureza doctrinal a la misión evangelizadora: sin capacidad de diálogo y acompañamiento, la institución quedará mayoritariamente en manos de una minoría de fieles envejecidos, aferrada a ritos y jerarquías mientras el mundo sigue adelante.