Sigue dando que hablar la fiesta de cumpleaños de Lamine Yamal, la nueva perla del fútbol español que fascina con sus regates, filigranas, goles por la escuadra y magia con el balón. El diez del F.C Barcelona quiso transitar a la mayoría de edad a lo grande, con repercusión mundial, y a fe que lo ha conseguido. Los ecos de su fiestón en una mansión de lujo (donde por lo que cuentan ha habido de todo, temática de gánsteres, famosos a gogó, chicas de imagen y hasta enanos) han llegado hasta Groenlandia.
Vaya por delante que cualquier persona tiene derecho a celebrar su aniversario como mejor le venga en gana. El problema llega cuando eres una celebrity, un icono del deporte mundial, un referente para niños y adultos que debe dar ejemplo de una serie de valores y la rave se te va de las manos hasta el punto de que contratas personas con enanismo para un espectáculo más bien denigrante, tal como informa la prensa nacional. Imaginar al bueno de Lamine y a sus colegas partiéndose de la risa con la actuación del “diferente” remite inevitablemente, y salvando las distancias, a aquella escena mítica de El lobo de Wall Street, la película de Martin Scorsese en la que Jordan Belfort, un corredor de bolsa poseído por la codicia, los excesos y las drogas, monta una fiesta en la oficina en la que se lanzan enanos como dardos contra una gran diana para diversión del personal. La historia de Belfort, obviamente, es una alegoría de nuestro tiempo, un emblema o trasunto de toda esa clase social privilegiada formada por ricos, millonarios y ejecutivos agresivos que terminan cayendo en el desenfreno y la decadencia moral por culpa del dinero. En ese “más que un club” parece haber ingresado el excéntrico delantero del Barça.
No se trata de comparar a Lamine Yamal con el depravado y desalmado Belfort, pero hay algo en los mundos en los que ambos se mueven –el de los contratos millonarios del fútbol y el de las jugosas y corruptas comisiones de Wall Street– que guarda cierta semejanza o siniestro paralelismo. No sería la primera vez que un atleta adolescente pierde la cabeza por culpa de la pasta y de la fama. La historia del deporte está llena de casos de jóvenes con talento que se malograron a las primeras de cambio hasta convertirse en juguetes rotos. Una estrella mundial del fútbol, y Lamine ya lo es puesto que su nombre resuena en los cinco continentes, corre el riesgo de convertirse en héroe frágil, en ídolo con pies de barro, en flor de un día a poco que no cuente con las debidas garantías de protección como un control familiar para que no se descarríe, un agente que sea casi un padre o tutor y un entorno de amistad sano, a ser posible nada de macarras, vampiros y sanguijuelas que se acercan al mito para sacarle la sangre y hasta los ojos. No parece que Lamine esté en las mejores manos para cumplir con la misión a la que está siendo llamado: pasar a la historia como el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. La bacanal de cumpleaños se está filtrando en forma de fotos y vídeos, cotilleos y rumores, y todo ello va camino de causar un daño irreparable a la imagen del niño divo. Un álbum para el recuerdo del cumpleañero nada gratificante.
Pero más allá de que la fiesta haya sido un fiasco reputacional para el jugador, para el club cuyos colores defiende y en general para el deporte español, hay una especie de malditismo que parece planear sobre este joven Aquiles de ébano del balompié. Recuérdese que Aquiles es la metáfora del semidiós arrogante y orgulloso que se cree inmortal, intocable, invencible, alguien al que la vida pone en su sitio cuando una flecha le acierta en su famoso talón vulnerable, dando origen a la tragedia y al mito. Hay algo en Lamine Yamal de ese carácter algo fanfarrón y fatuo que se transmite a la opinión pública, como cuando presume de que el Balón de Oro lleva su nombre o cuando, a la manera de uno de esos pandilleros horteras de la NBA, luce un collar de oro y diamantes valorado en más de 400.000 euros, una sobradez y una obscenidad innecesarias en un mundo donde tanta gente pasa hambre. Alguien debería decirle: muchacho, para quieto, que se trata de parecerse a Leo Messi, no a Pablo Escobar.
Dice el Gobierno que va a investigar la fiesta con enanos de Lamine. No se lo creen ni ellos. No vemos nosotros a Pedro Sánchez metiéndose en otro charco, con la que le está cayendo, para calcarle una multa al astro culé por el uso indebido del bombero torero. Cada época alumbra sus propios héroes e iconos y parece que este tiempo de crisis de valores, de crueldades y de individualismos frívolos y hedonistas nos trae una nueva hornada de divos del deporte. Actores y bailarines muy bien preparados para el rap, figurines del reguetón, showmans con gafas de sol y lentejuelas listos para la academia enloquecida de TikTok, aunque con poco que decir y aportar a la sociedad. La juventud es una enfermedad que se cura con la edad, decía George Bernard Shaw, y no estaría de más que el mismo buen gusto que Lamine demuestra dándole patadas al balón lo aplicara también a las cosas importantes de la vida. Cabe esperar que el jugador termine asentando la cabeza y aprendiendo por sí mismo los valores humanos que otros no supieron inculcarle, como la humildad, la integridad y la discreción para no alardear de sus riquezas, principios generales que deberían inspirar a todo buen campeón. Como muy bien dicen los periodistas deportivos, el chico está madurando y aún está a tiempo de no pasar a la historia como otro tonto rico más.