En medio de la sucia campaña electoral, ensordecidos como estamos por el fragor del ruido y la furia, algunas señales de alarma vienen a alertarnos sobre la lenta y progresiva degradación de la democracia española. Un proceso que viene de lejos sin que nadie se atreva a acometer un auténtico programa de regeneración política, ética, institucional y social. Hay demasiadas señales, demasiados síntomas, que confirman la enfermedad. El caciquismo que retorna con fuerza, un suponer.
Las preocupantes noticias sobre compra de votos por correo que nos llegan de Melilla y Mojácar no auguran nada bueno y deberían llevarnos a una reflexión en profundidad. Las tramas organizadas para convertir las elecciones en un zoco o mercado de baratillo entre partidos y votantes, con papeletas de oferta a 50 euros, nos devuelven de nuevo a los tiempos convulsos de la Restauración. Haría falta un regeneracionista de verdad dispuesto a extirpar el mal de la nación como Joaquín Costa –que investigó el asunto y llegó a la conclusión de que en España no había “Parlamento ni partidos, solo oligarquías”– para indagar hasta dónde llega el cáncer del caciquismo que sorprendentemente parece rebrotar en la edad de los viajes espaciales. Por desgracia, no tenemos a ese hombre.
En 1902, el célebre intelectual, jurista, político e historiador aragonés detectó un entramado piramidal en cuya cúspide estaban los “primates” (los políticos profesionales de Madrid) y por debajo, en cada provincia y en cada pueblo, toda una red de caciques de primera, segunda y tercera categoría bajo el control de los gobernadores civiles. En aquel nuevo feudalismo sofisticado todos sacaban su tajada cuando se ponían las urnas. Hoy, la Justicia indaga para averiguar si estos casos de corrupción electoral son sucesos aislados o “la regla, el Régimen mismo”, tal como decía Costa. De confirmarse la segunda hipótesis, estaríamos ante un síntoma más de la decadencia y de que el régimen bipartidista degenera por días.
Hasta ahora, el sistema electoral español había funcionado de forma modélica. Pero vivimos tiempos trumpistas y la extrema derecha trabaja para reventar las instituciones desde dentro propagando bulos sobre pucherazos, tal como hacía el fascismo en las primeras décadas del siglo XX. Desacreditar la democracia, convencer al ciudadano de que todos los políticos son iguales y de que todo está podrido, siempre es el primer paso para usurpar el poder. Ya vimos lo que ocurrió en las pasadas elecciones presidenciales en USA. Trump arrojó tanta basura sobre la administración del Estado, sobre los colegios electorales, sobre los funcionarios, sobre la Fiscalía y los jueces, que medio país enganchado a la Fox terminó tragándose el bebedizo y creyendo que una casta de rojos bolcheviques manipulaba los comicios. “¡Dejad de contar papeletas, detened el recuento!”, se desgañitaba una y otra vez el magnate neoyorquino mientras arengaba a su parroquia para lanzarla contra el Capitolio en un flagrante intento de golpe de Estado.
Ensuciar el motor electoral de la democracia hasta hacerlo gripar ha sido la línea maestra en la estrategia trumpista para asaltar la Casa Blanca por medios ilegítimos. En la derecha española, abducida por Vox –la sucursal ultra yanqui en nuestro país, no lo olvidemos–, la tentación de seguir por ese camino es fuerte y gente como González Pons ya se ha subido alegremente al Panzer de la mentira que lo arrasa todo. “Hay una trama de compra de votos por correo que va de Melilla hasta Mojácar. Implica particularmente a Pedro Sánchez”. ¿En qué se basa el vicesecretario de Acción Institucional del PP para formular tan graves acusaciones? ¿Maneja datos, evidencias, pruebas? Si todo lo que tiene contra el presidente del Gobierno es que en ocasiones veranea en Mojácar, como un español más, poco pleito vemos nosotros aquí. Pero es fácil poner en marcha el ventilador populista de la mugre y agitarlo sin ton ni son para cosechar unos cuantos votos de cara al 28M. Es fácil manchar el buen nombre del adversario, con injurias y trampas, mientras se abandona el pacto antitransfuguismo y los últimos supervivientes de Ciudadanos van fichando por el PP, públicamente o en secreto, alterando el resultado electoral. Así funciona la antipolítica.
Todavía no hemos llegado al “encasillado” de la Restauración –aquel amaño típico del caciquismo mediante el cual el Ministerio de la Gobernación, antes del día de la votación, rellenaba las “casillas” de cada distrito electoral con los nombres de los candidatos que iban a salir elegidos–, pero existe un riesgo de que terminemos así. Hay graves síntomas de cadáver en descomposición, de hedor a putrefacción. Y lo que es aún peor: el ciudadano manipulado empieza a percibir que todo es una farsa o pantomima, cundiendo la temida desafección. Si el caciquismo vuelve, como vuelven los discos de vinilo, los pantalones de tiro alto y los vasos de Duralex, será porque PP y PSOE, que son quienes mandan en la España profunda, en la España municipal y alejada, lo han alimentado, promocionado e impulsado con sus mezquinos chanchullos electorales. Como dijo Costa, haría falta un “cirujano de hierro”, alguien que conociera bien la anatomía del pueblo español y sintiera por él una compasión infinita para meter el bisturí sin miedo y arrancar el tumor. Si el cacique se apoltrona otra vez con su puro, sus tirantes y sus aires de fatuo reyezuelo, echando raíces y extendiendo sus tentáculos clientelares en su cortijo, estamos completamente perdidos. Contra el caciquismo luz y taquígrafos. Caiga quien caiga.