A primera hora del pasado viernes, agentes del FBI con chaquetas identificables entraban en la residencia de John Bolton, exasesor de seguridad nacional de Donald Trump, en un barrio de Washington. Otros hacían lo propio en su oficina en el centro de la capital. El registro, autorizado por un tribunal, se enmarca en una investigación reabierta sobre si Bolton reveló información clasificada en su libro de memorias de 2020.
Más allá de las formalidades legales, el episodio simboliza una confrontación más amplia: un presidente que utiliza los instrumentos del Estado contra viejos enemigos políticos, y un aparato institucional que se enfrenta a crecientes presiones de politización.
La larga enemistad
Trump despidió a Bolton en 2019, tras un año turbulento en el Consejo de Seguridad Nacional. Desde entonces, la relación se ha deteriorado hasta convertirse en enemistad pública. En The Room Where It Happened, Bolton describía a Trump como obsesionado con su imagen y dispuesto a pedir favores a líderes extranjeros para asegurar su reelección. El presidente amenazó con encarcelarlo por difundir supuesta información clasificada.
Esa investigación se cerró durante la administración Biden. Pero, tras el regreso de Trump al poder, el caso ha resurgido, acompañado de un patrón de pesquisas contra críticos notables: desde antiguos altos cargos de seguridad nacional como Miles Taylor y Christopher Krebs, hasta figuras como John Brennan y James Comey.
Seguridad nacional o revancha política
Oficialmente, la reapertura se justifica por la posible divulgación de secretos en el libro de Bolton. Extraoficialmente, pocos dudan de que la decisión tiene un componente político. Bolton ha sido uno de los críticos más persistentes de la política exterior de Trump, en especial de su acercamiento a Rusia y sus intentos de poner fin a la guerra en Ucrania. Apenas horas antes de la redada, había publicado en redes sociales que “Putin ganó claramente” tras la más reciente cumbre con Trump.
La puesta en escena también refuerza las sospechas. Los registros anteriores de alto perfil, como el de Mar-a-Lago en 2022, se realizaron discretamente, con agentes de civil. En esta ocasión, el FBI actuó de manera visible, con uniformes identificables y mensajes casi simultáneos en redes sociales por parte de sus directivos. El contraste es notable, y envía una señal inequívoca: Bolton está en la mira.
El discurso presidencial
Trump, preguntado al respecto, aseguró que no sabía nada de la operación, aunque subrayó que como “jefe de las fuerzas del orden” podría haberla iniciado. Añadió un insulto habitual a su exasesor, llamándolo “canalla” y recordando que “siempre quiere matar gente”.
Su vicepresidente, J.D. Vance, insistió en que la investigación responde a preocupaciones legales y no políticas, aunque la credibilidad de esa defensa es frágil. El historial reciente de la administración (usar recursos judiciales para abrir frentes contra críticos) debilita la idea de un proceso imparcial.
Antecedentes históricos
Trump no es el primero en intentar instrumentalizar al FBI o al Departamento de Justicia. Richard Nixon usó a la agencia para perseguir a opositores durante la guerra de Vietnam y para encubrir el escándalo de Watergate. Décadas antes, J. Edgar Hoover mantuvo expedientes secretos sobre políticos y activistas, incluido Martin Luther King Jr., a menudo con fines de presión política.
Incluso presidentes más recientes han tenido roces con la independencia judicial. Lyndon Johnson utilizó escuchas telefónicas del FBI contra críticos del movimiento por los derechos civiles. Bajo George W. Bush, el Departamento de Justicia autorizó programas de vigilancia masiva en el marco de la “guerra contra el terrorismo”, con un control legislativo limitado.
La diferencia es que, en la mayoría de esos casos, la interferencia buscaba mantenerse oculta. Trump, en cambio, la exhibe públicamente, normalizando la idea de que el FBI actúe como extensión del poder presidencial.
Bolton y Navalny: semejanzas incómodas
El caso Bolton también abre la puerta a comparaciones más inquietantes en el plano internacional. En Rusia, Alexéi Navalny se convirtió en el opositor más visible de Vladimir Putin, enfrentando detenciones, juicios fabricados y finalmente la cárcel. En Washington, Bolton dista de ser un disidente carismático: es un veterano republicano, defensor del unilateralismo y del uso duro de la fuerza militar. Pero el patrón de persecución muestra paralelos: un líder que convierte a un crítico en enemigo interno, y un aparato estatal que se moviliza para neutralizarlo.
Las diferencias son obvias. Bolton conserva libertad de expresión, acceso a medios y capacidad de litigar en tribunales relativamente independientes, mientras que Navalny fue silenciado en un sistema autoritario. Sin embargo, la semejanza radica en la lógica: la erosión progresiva de los contrapesos institucionales que distinguen a una democracia madura de un régimen personalista.
Que en Estados Unidos pueda siquiera trazarse esa comparación es en sí un síntoma de degradación.
Más que un ajuste de cuentas personal
El registro en la casa de Bolton no es solo un episodio en la larga lista de enfrentamientos personales de Donald Trump. Es un reflejo de cómo el equilibrio entre poder ejecutivo e instituciones independientes se redefine en su segundo mandato.
Si el Departamento de Justicia logra presentar un caso sólido contra Bolton, será interpretado como la prueba de que “nadie está por encima de la ley”. Si, en cambio, los cargos se desmoronan, se confirmará la percepción de que la maquinaria del Estado ha sido instrumentalizada para aplastar disidencias.
En cualquier escenario, la conclusión es la misma: la frontera entre justicia y política en Estados Unidos se ha vuelto más porosa, y cada operativo policial adquiere la dimensión de un test institucional.