El fascismo es un pene mal entendido

28 de Junio de 2023
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Ya tardaban en salir los penes y las vulvas, gran obsesión de la ultraderecha española atávica y carpetovetónica. La prensa airea el currículum de la recién elegida presidenta de les Corts Valencianes, la voxista Llanos Massó, que siempre será recordada por aquel día en que, escandalizada, poseída por la histeria y mostrando al hemiciclo un supuesto libro de educación sexual con diferentes tipos de pilindrines masculinos, soltó aquello tan trumpista de “dejen a los niños en paz”. Así que ya estamos donde nos temíamos: en la nueva cruzada nacionalcatolicista donde el sexo se demoniza para desgracia de todos. Un retroceso, no ya de veinte años en veinte días, como sugiere Sánchez, sino de más de un siglo.

Massó forma parte del núcleo duro de Vox. Es antiabortista, ultracatólica y negacionista. También es una experta en bulos, ya que el libro que exhibió no formaba parte de los planes de estudio, sino que era un volumen más de una biblioteca escolar. Pero ese no es el tema que nos ocupa. El asunto es el perfil de la susodicha y de otros como ella que parecen salidos de una cápsula del tiempo, como teletransportados desde el medievo. La presidenta de Les Corts encarna esa fiebre medievalista que atenaza a toda esta gente reprimida a la que le da un soponcio cada vez que ve un falo. El pene, un órgano humano como cualquier otro, como la nariz, como el apéndice o un dedo, les provoca mareos, náuseas, convulsiones y ataques paroxísticos. Sin embargo, una patera hundida con cientos de cadáveres flotando en el mar les deja fríos, insensibles, indiferentes. Son así de raritos, así de marcianos. La deshumanización otra vez al poder.

En el fondo, estamos ante la concepción aberrante y equivocada que el nacionalismo español siempre tuvo de la moral cristiana. En su imprescindibleLa guerra civil española, Hugh Thomas cuenta cómo, mientras el obispo de Pamplona pedía a la Falange que frenara los fusilamientos indiscriminados, a quince kilómetros, en las faldas del Pirineo, estaban siendo pasados por las armas 56 republicanos, que se confesaban en grupos de siete. Cuando llegó el último turno, el jefe del escuadrón falangista encargado de la salvajada espetó: “Coño, matémosles sin confesión, que no he comido todavía”. Así entendía la misericordia, la compasión y la piedad cristiana el fascismo ibérico que hoy retorna por sus fueros.

Llama la atención el problema secular que tiene toda esta gente ultra con el sexo (el de los demás, claro, el suyo ellos lo viven con entera libertad y como se les antoja). ¿Dónde está el origen del mal? Sin duda, en que el fascismo no solo es un movimiento político. También es una neurosis individual y colectiva. Detrás del odio al homosexual hay mucha infancia confusa y no resuelta. Demasiados años de armario que pasan factura. Demasiados complejos criados en familias patriarcales, violentas, desestructuradas. El fascista no deja de ser un mariachi que se ha pasado de puro macho. Del mismo modo, detrás de la fobia a la libertad sexual y a las feministas está el miedo a la bruja que viene para alterar el orden social y moral establecido, un miedo enquistado, pueril, irracional. Se trata de trastornos que se incuban en la más tierna infancia y que estallan después, en forma de fanatismo político, ya en la vida adulta.

Todo está escrito en el sexo. Todo está en Freud, por mucho que los psicólogos posmodernos digan que su obra está superada. Por eso, porque desentrañaba las pulsiones humanas más secretas y ocultas, los nazis odiaban a muerte al padre del psicoanálisis. Por eso quemaron sus libros en la hoguera aquel terrible mayo de 1933, un triste episodio que el Tercer Reich bautizó bajo el macabro eufemismo de “acción contra el espíritu antialemán”. Freud habría terminado en un horno crematorio de no haber huido a tiempo a Austria (cinco de sus hermanas fueron asesinadas en campos de concentración). No lo persiguieron solo por judío. Querían matarlo mayormente porque, quizá sin saberlo, estaba destapando las neuras del poder, porque reveló la terrible verdad del ser humano, que no es otra que el sexo enfermizo como origen de la violencia, del racismo, de la guerra. De hecho, Freud recomendó el ingreso del joven Hitler en un hospital mental para niños bajo tratamiento urgente. La madre estaba de acuerdo, pero el padre se negó y el futuro genocida nunca fue sometido a la necesaria terapia. Nunca sabremos si una dosis de tranquilizantes a tiempo, sesiones de ducha fría y electroshock, la moda psiquiátrica del momento, hubiesen ahorrado 50 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial.

La obsesión que sufren Llanos Massó y los ultras por el falo masculino bien podría encajar en eso que Freud llamó la “envidia del pene”, o sea el trauma infantil por el descubrimiento de la diferencia anatómica de ambos sexos. Le guste o no a la presidenta de Le Corts, el pene centra la atención de niños y niñas ya en la fase fálica. El pene condiciona toda nuestra vida psicosexual posterior. Si no explicamos bien a nuestros escolares qué es ese trozo de carne colgandero (palmo menos, palmo más, como decía La Trinca) y para qué sirve, lo aprenderán por otras vías como el porno o las redes sociales siempre erráticas y confusas. O dejaremos el sexo en manos de curas y sacristanes con el consiguiente riesgo de pederastia. Crearemos, en fin, una sociedad reprimida de mujeres castradas y de hombres potencialmente violadores atormentados por la idea de que no la tienen suficientemente grande o no son lo suficientemente machos. Una sociedad abocada a numerosas formas patológicas o sublimadas, como ya se está viendo. La ola ultra que nos invade no solo es fruto de la política convulsa, de la democracia en crisis y de un mundo capitalista en descomposición. También es cuestión de una polla nunca bien explicada, de una polla sacralizada, demonizada y elevada a la categoría de gran tabú, de una polla que se mete en la cabeza, entre ceja y ceja, y que acaba pudriéndose sin remedio. El fascismo no es más que un pene mal entendido.

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