El gran espectáculo de la Iglesia católica

Más allá del aspecto religioso, el momento de elección del nuevo papa es un spot muy bien rodado como campaña publicitaria para el Vaticano

08 de Mayo de 2025
Actualizado a las 21:13h
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La chimenea del Vaticano que anuncia el nuevo papa de la Iglesia católica
La chimenea del Vaticano que anuncia el nuevo papa de la Iglesia católica

Casullas y sotanas, curas y obispos, coros celestiales y gorigoris. La campaña de publicidad y autobombo que se está haciendo la Iglesia católica a cuenta de la elección del nuevo papa resulta abrumadora. Siempre es lo mismo. Cada vez que se muere un sumo pontífice el catolicismo vive una especie de gran macrofestival global, una superproducción cinematográfica muy bien rodada en plan Bronston o Cecil B. DeMille donde todo se vive como un trepidante concurso televisivo, captando la atención del gran público, ya sea cristiano o judío, musulmán o budista. ¿Quién ganará? ¿Cómo están las quinielas? ¿Y las casas de apuestas, qué dicen? Pocos shows tan efectistas y bien tramados. El espectador se traga la serie entera, por capítulos y en latín sin subtítulos, o sea a palo seco. Habemus Papam.

Desde que falleció Francisco (ay Bergoglio, qué solos nos dejaste, boludo), todo el ritual, la liturgia y la parafernalia ha sido retransmitida al minuto. Nada ha quedado fuera de las cámaras. Desde el solemne entierro filmado en todos los ángulos y puntos de vista –con el escenario imponente de la Basílica de San Pedro como apabullante decorado–, hasta el clérigo inquietante salido de El nombre de la rosa que invoca el extra omnes (todos fuera) con la voz grave y autoritaria de ese cura que pilla al monaguillo bebiéndose el vino de la sacristía, el guion está siendo redondo, perfecto, minuciosamente preparado y medido para causar una profunda impresión a fieles y ateos. Todo ello debidamente contado por los periodistas expertos en los entresijos del mundo católico, a los que nadie lee en años pero que estos días viven su minuto de gloria como heraldos de la historia.

Las religiones, como las luciérnagas, necesitan de oscuridad para brillar, decía Schopenhauer. La elección de papa es un gran thriller gótico y oscuro que sigue funcionando dos mil años después. Por hache o por be, la historia de los 133 cardenales encerrados en la Capilla Sixtina, bajo los frescos de Miguel Ángel, engancha al personal más que Diez negritos de Agatha Christie. El evento (que ni una novela de Dan Brown) tiene todos los ingredientes para dejar pegados al televisor, en bucle, a millones de espectadores. Hay dos milenios de historia detrás, hay joyas y obras maestras del arte universal, hay un espíritu sobrenatural sobrevolando el cónclave, hay presiones internacionales (conservadores contra progres), hay intrigas palaciegas, alianzas, venganzas personales, rencores y rencillas enconadas entre los prelados designados para la misión divina. Y esta vez hasta teníamos a un obispo con aspecto de playboy y sonrisa de malo malísimo haciendo las veces de demonio infiltrado en el cónclave: el cardenal Angelo Becciu, condenado por un pisazo en Londres, por donaciones sospechosas, por cosas. Y, por supuesto, está esa chimenea de la que, de cuando en cuando, y siempre por sorpresa, emana la fumata o humillo, negro o blanco, según haya acuerdo o no sobre el elegido. ¿Se han fijado ustedes en lo austero que parece ese conducto de latón con una tapa como de cazuela rodeado de modestas tejas a la manera de techo de caserío aldeano que es enfocada día y noche por las cámaras de televisión de todo el planeta? Ahí, en ese detalle (la política es el arte del detalle) reside el gran logro de todo este brillante espectáculo circense y global. La Iglesia, astutamente, pudo haber puesto ahí una lujosa o barroca chimenea de oro diseñada por Bernini, pero optó por un tubillo medio oxidado o cañería destartalada que proyecta la imagen de institución pobre, modesta, humilde. Unos cracks de la performance estos frailes adelantados a su tiempo.

Ciertamente, toda esa propaganda televisiva no se corresponde con la realidad, ya que detrás, en la tramoya, bajo las alfombras etruscas y tras los tapices vaticanos, sigue habiendo mucha mugre y porquería, la Banca Ambrosiana, las conexiones con la mafia, la serpiente fascista reptando por los muros de San Pedro, las acciones en Bolsa, la pederastia, el lujo y el boato de algunos monseñores dados a una dolce vita de faisán y buenos caldos con la que quiso terminar Francisco, aunque infructuosamente porque no le dejaron (nunca sabremos todos los secretos que conocía Bergoglio y que se llevó con él a la tumba para no reventar el catolicismo desde dentro haciendo realidad las profecías de Nostradamus). Esa chimenea aparentemente sobria y sencilla que es el lugar más fotografiado y retransmitido del momento no es más que un truco, un artificio o boceto que ni Rafael, porque debajo de ella está la superestructura, la multinacional del Estado Vaticano con sus correspondientes sucursales, las conferencias episcopales que son como sociedades anónimas en cada país. Todo el credo revolucionario de Jesús, el ideal de amor y pobreza, aquello de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos (pocos mensajes más zurdos o rojos que este) ha quedado enterrado, como una hermosa utopía, bajo la montaña de anillos de oro de Sus Excelencias.  

El italiano Parolin, el filipino Tagle, el trumpista Burke empeñado en recuperar la misa medieval tridentina tal como hace 500 años, qué más da quien salga elegido, lo único importante es que volverá a hacerse realidad la tradición católica gatopardista, que todo cambie para que todo siga igual, que todo siga atado y bien atado, los homosexuales condenados al fuego eterno, la mujer discriminada y el Concilio Vaticano II en papel mojado. Uno mira esa chimenea de la que brota la lisérgica mentira humeante que narcotiza a la humanidad y no puede dejar de pensar que la religión sigue siendo el opio del pueblo. Ya lo dijo Marx.

 

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