El huevo de la serpiente

La democracia se hunde en toda Europa mientras rebrotan con fuerza los movimientos de extrema derecha

20 de Mayo de 2025
Actualizado a las 17:18h
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Una pandilla de nazis hace su ronda nocturna de violencia en El huevo de la serpiente
Una pandilla de nazis hace su ronda nocturna de violencia en El huevo de la serpiente

Me siento ante la pantalla para volver a ver, después de muchos años, El huevo de la serpiente, el peliculón con el que Bergman quiso explicar el origen y las causas del fascismo en la Alemania nazi. Para quien no haya visto el film, la historia se ambienta en el Berlín de los años veinte, donde Abel Rosenberg, un artista de circo norteamericano, judío y alcohólico, se enfrenta al suicidio de su hermano y a la turbulenta relación amorosa con su cuñada viuda (la portentosa Liv Ullmann).

El mérito de la película radica –además de saber diseccionar los grandes problemas existenciales del ser humano (el amor, el sexo, Dios y la muerte, asuntos tan bergmanianos)–, en la magistral recreación ambiental del Berlín de aquellos años. Un Berlín de escaparates rotos, reyertas entre bandos políticos fanatizados y nazis apaleando judíos a plena luz del día ante la mirada indolente de los policías; un Berlín con riadas de parados y miserables vagando por las calles; un Berlín de sórdidos cabarets, marginados y transformistas, todo ese submundo berlinés de humo, opio y alcohol en el que muchos se refugiaban para escapar de la sombra creciente de la esvástica. Un Berlín de hambre y terror.

Estamos demasiado acostumbrados a películas sobre el nazismo cuando el nazismo ya estaba consolidado y prendiendo la mecha de la Segunda Guerra Mundial, pero pocas veces un director de cine ha sabido acercarse tan acertadamente a los momentos previos de la tragedia, a los antecedentes, a las causas y razones del fenómeno totalitario. Ese huevo de la serpiente que se fue incubando durante décadas, desde la derrota alemana en 1918, con las consiguientes condiciones humillantes de las potencias vencedoras, hasta el incendio del Reichstag, punto culminante del fracaso de la democracia y del ascenso de Hitler al poder. El fascismo de aquella época (no muy diferente al fascismo que vivimos hoy) no se entiende sin la lapidaria introducción de esta película prodigiosa: Berlín, noviembre de 1923, un paquete de tabaco cuesta 40 billones de marcos. A partir de ahí, el espectador vive un delirante viaje a los infiernos de la historia y de lo peor del ser humano.

La catástrofe económica de la Alemania de aquellos años, sumida en la hambruna generalizada y la hiperinflación (más la corrupción del sistema democrático) fue, sin duda, uno de los detonantes del triunfo del Partido Nazi. Un hundimiento que, según algunos analistas e historiadores contemporáneos, explicaría también el auge de los nuevos movimientos ultras que se imponen hoy en día en Europa, en Estados Unidos y en todo el mundo. Esa tesis, algo esquemática y simplista que concede al factor económico toda la importancia en la gestación del monstruo, vendría a decir algo así: cuando la gente no tiene pan, triunfa el fascismo. Sin embargo, basta con abrir la ventana o darse un paseo por cualquier ciudad española o europea para ver que esa teoría cae por su propio peso. No se ve gente famélica descuartizando caballos en plena vía pública para comer carne cruda o venderla en el mercado negro; no hay legiones de harapientos agolpándose frente a las casas de beneficencia desbordadas; y nadie quema billetes de euros en una fogata para calentarse (como sí ocurría con los marcos del pasado siglo, que habían perdido todo su valor monetario y ya solo servían como papel al peso). Al contrario, los bares, restaurantes y centros comerciales de 2025 están a rebosar; los estadios deportivos, cines, teatros y salas de conciertos ponen el cartel de no hay billetes; y miles de turistas disfrutan de la industria del ocio del Estado de bienestar. Hay sociedades prósperas, estables, florecientes. Europa jamás disfrutó de un período de paz y riqueza tan sólido y continuado a lo largo de su historia. La UE ha sido una experiencia de éxito. Y, sin embargo, la ultraderecha crece en todas partes, desde Varsovia hasta Cádiz, desde Nápoles hasta Oslo. ¿Por qué?

Es cierto que existen bolsas de desigualdad en el mundo occidental, pero de ninguna manera la situación puede compararse, ni por asomo, a la calamidad que vivieron Alemania, Italia y España en los años veinte del pasado siglo (por poner tres ejemplos paradigmáticos de países hundidos en la miseria donde arraigó con fuerza el mal fascista). La Alemania de hoy está en recesión, es cierto, pero nada que ver con la pesadilla de hace un siglo. De hecho, sigue siendo la economía más potente del viejo continente (aunque la globalización y el poderío chino haya gripado el hasta hace poco infalible motor Volkswagen). Entonces, ¿qué está ocurriendo? ¿Por qué el ciudadano pierde la confianza en la socialdemocracia para echarse en brazos del populismo demagógico más abyecto y estúpido? ¿Dónde está la clave de la victoria arrolladora de este nuevo fascismo posmoderno algo más blando en las formas, pero igualmente crudo y duro en contenidos? Solo cabe una explicación: la corriente cíclica y pendular de la historia. El tiempo lo borra todo, las generaciones pasadas, las que vivieron aquellos dramas de antaño, ya no están entre los vivos para contar lo que sufrieron y soportaron y la memoria termina diluyéndose en medio de la neblina del bulo propalado por los falsos profetas, embaucadores, fanáticos charlatanes y oportunistas sin escrúpulos dispuestos a resucitar viejas guerras, viejas desgracias y cataclismos, viejos odios y rencores. A río revuelto ganancia de pescadores. Todo vale con tal de alcanzar el poder, incluso convencer al personal de que los malvados judíos de antes son los africanos de ahora y que otro Putsch de Múnich es posible. “Cualquiera puede ver el futuro, es como un huevo de serpiente. A través de la fina membrana se puede distinguir un reptil ya formado”, asegura ese científico loco con delirios fascistas de nuestra película premonitoria. Todos estamos viendo llegar el porvenir tenebroso que nos aguarda y nadie parece estar dispuesto a hacer nada por evitarlo. Es como en una tragedia de Bergman, donde los personajes no pueden escapar a su destino. Es la hora del lobo. Miedo y fatalidad.

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