La canción de Marinellaes un temazo del cantautor Fabrizio De André inspirado en la historia de una muchacha emigrada de Calabria que se ahoga trágicamente en un río. No hay un solo italiano que no se sepa esa letra. Es como elMediterráneo de Serrat para los españoles. Meloniy Salvini, reyes sin corona, como dice el gran Fabrizio, dejan morir a los inocentes de las pateras y se van de karaokes para celebrarlo con esa conocida canción. La noche en que los cadáveres de decenas de inmigrantes flotaban, aún calientes, frente a las costas de aquella región del sur italiano, ellos echaban unos gorgoritos embriagados de crueldad. No solo no movieron un dedo para rescatar a los náufragos, no solo decidieron no acudir a los funerales por las víctimas (los muy cafres alegaron falta de tiempo), sino que celebraron la tragedia entre copas, acordeones y cancioncillas típicas de la tierra, en uno de los episodios más macabros que se recuerdan en la vieja Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Son chusma degenerada. Escoria humana. Monstruos.
En las últimas horas una nueva balsa ha quedado a la deriva cerca de Libia dejando otro reguero de muertos. No será la última. El verano va a ser largo y miles de africanos ya piensan en dar el salto, jugándose la vida, para alcanzar el soñado oasis europeo. No hay nada que pueda detener a un ser humano al que le crujen las tripas por el hambre. Cuando el Gobierno italiano ordena a sus patrulleras y guardacostas que se queden quietos en los puertos, haciendo oídos sordos al SOS de los náufragos, está enviando un mensaje claro y directo a los habitantes del otro lado del cementerio marino: “No vengáis, no lo intentéis más, no os rescataremos. Moriréis en el agua”. Desde ese momento, el delito ya no se produce por negligencia u omisión. Hay un ánimo de matar, una mala fe, un dolo o intencionalidad. Un exterminio planificado desde las soleadas mansiones del Monte Palatino. El lenguaje se retuerce cínicamente. La realidad se deforma para que un asesinato se transforme en un accidente o culpa de otro. Los eufemismos se convierten en el nuevo programa político del Mussolini de turno, en este caso travestido de mujer. Y todo ello mientras la Europa escandinava (no hace tanto paradigma de la democracia y del Estado de bienestar, hoy símbolo de la nazificación 2.0), mira para otro lado, se desentiende y deja hacer a los bufones de esta opereta fascista italiana.
De no ser tan dramático y horrendo todo lo que está ocurriendo, Meloni y Salvini nos parecerían dos horterazas que ahogan su mediocridad en decadentes y suburbiales karaokes, como dos personajillos sátiros salidos de una mala película de Jaimito con Alvaro Vitali en toda su salsa. El fascismo empieza como un vodevil lleno de caspa, mucha cerveza, diarrea mental y canciones desafinadas, y acaba en las cámaras de gas. Entre medias, todo es farsa, inhumanidad, puro terror. Hitler mataba en los hornos crematorios. Meloni/Salvini lo hacen en un karaoke, un chusco laboratorio ideológico donde despersonalizan al africano hasta convertirlo en una cifra desconocida, en un número fantasmagórico que se diluye como la bruma antes de ser engullido por las mareas. Nadie sabe con exactitud cuántos desgraciados mueren cada año en el Mediterráneo. ¿Diez mil, quince mil, veinte mil? Qué le importa eso a la Bruselas del usurero supremacista holandés obsesionado por el hundimiento del Silicon Valley Bank. Solo que esto es un genocidio limpio, un crimen perfecto masivo que no deja rastro. Las mafias libias arrojan al migrante al infierno oceánico; el negacionismo trumpista italiano oculta las cifras, las manipula, echa tierra encima de los muertos (en este caso agua), y aquí paz y después gloria.
Ya toda Italia es un macabro y burlesco karaoke. Gente de bien, como diría Feijóo, votando la mierda fascista; gobernantes desalmados convirtiendo el funeral negro en una fiesta. Es cierto que lo horripilante del caso sacude las conciencias de millones de italianos que, espeluznados por las noticias de la RAI, se echan a la calle para protestar contra la barbarie. Es cierto que todavía queda una Italia decente, una Italia noble, humana y digna que empieza a tomar conciencia de que la victoria del nuevo totalitarismo posmoderno no es ninguna broma. Europa se gangrena con el virus del racismo. De cuando en cuando despunta un rayo de esperanza y algún valiente como el exfutbolista Lineker compara las políticas migratorias del imperialista Sunak (otro que tal baila y canta) con la Alemania nazi. Por decir la verdad han echado al bueno de Gary de la BBC, donde presentaba un programa deportivo desde 1999. Los nazis están en todos lados, todo a la vez en todas partes, como la película del Oscar de este año, desde el ayuntamiento de la última aldea hasta los consejos de administración de las grandes empresas que cotizan en Bolsa. Solo queda la oscuridad y el silencio. ¿Dónde está Dios, dónde está el papa para hacerle frente a estas bestias? A Marinella, la protagonista de la canción de Fabrizio De André, nadie sabe quién la mata. Muere sola, sin recuerdo del dolor, sin que nadie la eche de menos. Un resbalón en primavera y todo se acabó. Un resbalón fatal, apenas un segundo, y adiós. Como el africano de la barcaza. Como ese náufrago de la balsa neumática que es como un niño que persigue una lejana cometa, un faro inalcanzable y borroso en la costa europea, antes de hundirse en el sueño del olvido. Así matan Meloni y Salvini, como la mafia calabresa, con una dulce canción de cuna y que parezca un accidente. Con el tierno beso de la muerte.