Carles Puigdemont preguntará a la militancia de Junts si está dispuesta a apoyar la investidura de Pedro Sánchez o por el contrario el partido debe mantenerse en el bloqueo. De esta manera, serán los afiliados del llamado Consejo de la República, la asamblea catalana paralela constituida por el propio Puigdemont, quienes votarán la decisión final en una consulta telemática a celebrar entre los días 17 y 23 de octubre.
Parece lógico pensar que, tras semanas de dura negociación con Madrid, de presiones y de tiras y aflojas sobre la amnistía y el referéndum con los negociadores de Moncloa, el expresident de la Generalitat ha llegado a la conclusión de que, llegados a este punto, lo mejor es lavarse las manos para que luego no le llamen botifler. La política de Cataluña ha llegado a un punto de histerismo en el que allí nadie mueve un solo dedo sin antes cubrirse las espaldas y que no lo tachen de traidor. Por aquellas tierras levantiscas ya no queda un solo gobernante indepe que haga o diga algo con riesgo cierto de que le cuelguen el fatídico cartel, el sambenito, la maldita etiqueta o estigma de antipatriota. Cualquier losa por pesada que sea es soportable, menos la de botifler. Cualquier insulto o reproche es asumible, menos el de botifler. Cualquier cosa, menos botifler.
En Cataluña se puede estar pringado en el 3 por ciento, en la malversación, en el caso Negreira, en sobornos y cohechos varios, pero todo eso es llevadero, asumible, gajes del oficio, siempre que a uno el pueblo lo tenga por un buen catalán. El botifler es lo más peor del mundo. Un oprobio para la sociedad, un indeseable, una vergüenza para la raza. ¿Qué más da que un honorable expresident consiga arrancar del Estado la amnistía para cientos de encausados por el procés si después renuncia al referéndum de autodeterminación quedando como un judas, como un felón, como un botifler? ¿De qué sirve que un político se lleve para Barcelona un nuevo pacto de financiación, un nuevo plan de transportes para los maltrechos trenes de Cercanías, más dinero para El Prat si después pincha en lo esencial? ¿A quién le importa que sea capaz de avanzar en el encaje territorial hacia un modelo más federal que reconozca, vía Estatut, la nació catalana si después falla frustrando al personal? Lo único que cuenta aquí es salir de la política impoluto, inmaculado, sin que puedan atribuirle a uno el infame letrero de botifler. Y en esas están por allí. Por eso nadie se mueve ni toma decisiones arriesgadas para desbloquear el conflicto.
El tabú del referéndum lo paraliza todo. Ya se vio la pasada semana, cuando Junts y Esquerra firmaron un acuerdo que autoriza al Parlament a que no se dé el aval a la investidura de Sánchez mientras el premier socialista no se comprometa a trabajar para hacer efectivas las condiciones de una consulta soberanista. Fue la forma que pactaron unos y otros para tenerse bien cogidos por sus partes, para que nadie se mueva un milímetro ni se salga de la foto, para que no haya sorpresas en la mesa de negociación. En definitiva, todos a una, como en Fuenteovejuna, y aviso a navegantes y a cualquier posible botifler.
Pere Aragonès, Junqueras, Rufián y los Jordis sienten auténtico pavor a quedar como renegados o desertores. Por eso enmudecen, se miran calladamente y se ajustan los grilletes mutuamente aún a sabiendas de que, siendo pragmáticos, lo mejor para Cataluña es dar el sí a Sánchez y seguir avanzado en la desinflamación/reconciliación (también en la construcción de la República), ya que de lo contrario vendrá el nuevo franquismo posmoderno a meter en cintura a los catalanes y de paso los tanques en la Diagonal (Santi Abascal babea con ese delirio o ensoñación).
Dicen los sesudos tertulianos de la televisión que el acuerdo de investidura está hecho, que Sánchez tiene amarrados los 176 votos necesarios para formar Gobierno, que todo está atado y bien atado. Sin embargo, falta lo más importante, la firma de Puigdemont, que ahora se escaquea pasándole la patata caliente a las bases. Lo que pueda salir de esa asamblea popular, nadie lo sabe. Cualquier cosa, incluso una nueva fase del Brexit a la catalana. Un movimiento que en Moncloa causa honda preocupación. Sánchez sigue comportándose como si nada (optimismo, confianza, discreción y dientes dientes), pero lo cierto es que, entre bambalinas, están pasando cosas importantes, trascendentes cabría decir, y a esta hora lo más probable es que estemos más cerca de unas elecciones generales en enero que de un acuerdo de investidura con el mundo separatista. Ayer, el presidente estuvo hora y media de cháchara con el rey FelipeVI. ¿De qué hablarían si todo parece más que claro? O hay referéndum o vamos de cabeza a las urnas, con el consiguiente riesgo de que arrollen las derechas. De momento, Feijóo le está sacando jugo electoral a todo este embrollo y denuncia que el Gobierno de España pueda depender de “alguien en busca y captura”. Por no estar, ni siquiera está cerrado el acuerdo PSOE/Sumar, ya que Yolanda Díaz ha encarecido su “sí” a Sánchez con propuestas sociales y económicas mucho más ambiciosas.
Julio César amaba la traición, pero odiaba al traidor. Puigdemont, el gran emperador de Cataluña en Waterloo, está dispuesto a todo menos a que lo llamen botifler. Solo Clara Ponsatí, otra exiliada que huyó con él en los peores días del procés, cuando la Guardia Civil les pisaba los talones, parece dispuesta a salirse del discurso oficial. “Lo siento, a mí no volverán a enredarme”, asegura en Vilaweb. Y además cree que el independentismo aún no está en condiciones de negociar de tú a tú con el Estado español. Ya le están fabricando un cartelillo con el rótulo de botifler.