España fue el único país que se atrevió a levantar la voz, durante la gala de Eurovisión, contra el genocidio del pueblo palestino. Para la historia quedarán los comentarios de Tony Aguilar y Julia Valera, los dos presentadores de TVE que, antes de la actuación musical de Israel, dijeron lo que nadie quiso decir: que Israel es un Estado terrorista y genocida, que miles de personas mueren de hambre cada día en la Franja de Gaza, que el horror de la limpieza étnica resulta ya insoportable.
“Este año RTVE ha solicitado a Eurovisión un debate sobre la participación de Israel en el festival, las víctimas de los ataques israelíes en Gaza superan ya las cincuenta mil, entre ellas, más de quince mil niños y niñas, según Naciones Unidas”, empezó el alegato de Aguilar. “Esta no es una petición contra ningún país, es un llamamiento por la paz, la justicia y el respeto a los derechos humanos”, concluyó su compañera. Y, por un momento, las palabras ganaron al estruendo de las bombas, la dignidad a la barbarie y los demócratas de este país nos sentimos al menos reconfortados por ese ápice de humanidad. Fue como aquellas voces de la resistencia que resonaban limpias y lejanas en las ondas de la BBC, el débil eco de la libertad mientras las tropas de Hitler invadían Europa.
Con toda seguridad, las palabras subversivas de dos valientes comentaristas no detendrán el exterminio planificado del pueblo palestino (de hecho, el vampiro Netanyahu ya ha dado la orden a sus tropas de iniciar la operación Carros de Gedeón, una nueva salvajada militar “sin precedentes”, tal como la define el propio Gobierno israelí). Pero las palabras son importantes, necesarias, tienen un valor: romper el ominoso silencio de la comunidad internacional ante un genocidio como no se había visto desde el Holocausto nazi.
Tal como era de esperar, el maravilloso sabotaje de Aguilar y Valera (ambos ya para siempre en nuestros corazones) ha enervado a los poderes del nuevo fascismo internacional. Israel ha vuelto a poner a España en la diana y la Unión Europea de Radiodifusión (UER) ha advertido a RTVE de que se expone a una “multa punitiva”, incluso a la expulsión del organismo. Si es así, pagaremos con orgullo lo que haya que pagar. Más aún, ya puestos, antes de que nos echen, nos largamos nosotros con viento fresco de ese club de la decadencia musical dirigido por los nuevos ricos, por los nuevos rubios, por los nuevos arios. Hace ya tiempo que Eurovisión, Eurorrisión, despide un perfume hediondo a putrefacta posmodernidad. Y no solo por la infame calidad artística de la mayoría de las canciones que compiten por el codiciado Micrófono de Cristal, ni por la ceremonia de la horterada, del brillibrilli, el confeti y la purpurina que allí se organiza, sino porque detrás, entre bambalinas, desde la tramoya, se reescribe la historia y la partitura ultra que después se exporta a toda Europa. Sin duda, Eurovisión es la gran verbenaza, con decorado de neón, del nuevo fascismo posmoderno. La última vergüenza: la empresa que patrocina todo el cotarro eurovisivo es judía, o sea el perfecto altavoz del genocidio.
Se quejan Israel y la UER de que el evento es un certamen apolítico creado para el ocio y la diversión cuando es justo al contrario. En su día, boicotearon a Serrat para blanquear el franquismo y, hoy por hoy, todo sigue apestando a política. San Marino siempre dará sus doce puntos a Italia, Irlanda al Reino Unido y Chipre a Grecia (más la ayudita que nos echan nuestros primos portugueses para no quedar últimos en la tabla). Aquello, más que un festival musical, es puro politiqueo, diplomacia y conjura internacional. O sea, un Congreso de Viena con mucho bodi, látex y media de redecilla. Una reunión de las potencias colonizadoras más el lobby sionista con su falsa propaganda musical mientras a los palestinos se les mata a tiros, de hambre y de sed.
Si Eurovisión fuese una cosa democrática con valores ilustrados a ensalzar hace ya tiempo que hubiese expulsado a los israelitas de la competición, como hicieron con la Rusia de Putin. Pero no. No solo permiten que sus juglares sigan entonando sus macabras canciones de venganza y muerte, sino que ya solo falta que les den el premio (esta vez han quedado segundos, por detrás de la Austria carcomida de nazismo, y del año que viene no pasa que ganen ellos). ¿Qué se puede esperar de un concurso que solo permite banderas nacionales, prohibiendo la europea y hasta la del arco iris del movimiento gay? Todo un revés a la ideología de la igualdad, como si a los mandos de la retransmisión estuviese el mismísimo Donald Trump.
A Eurovisión habría que seguir mandando friquis y Chikilicuatres sin parar, una legión de humoristas armados con la verdad de la parodia hasta que la impostura del concurso quedara al descubierto y cayera por su propio peso. Ya basta de enviar a dulces Melodys y divas de plástico para homologarnos a esa Europa terrible, vieja y decrépita que canta tonadillas ñonas y estúpidas y que mira para otro lado mientras Netanyahu bloquea los camiones con el pan y el agua de los palestinos en la frontera árabe. Dice el escritor italiano Pino Aprile, autor del ensayo Nuevo elogio del imbécil, que la inteligencia está en peligro de extinción por la pandemia de estupidez global que nos invade. El pueblo vota a sus depredadores, como si la gacela votara por el león, rey de la selva, antes de ser devorada. Solo así se explica que, mientras Aguilar y Valera dejaban para la historia su emotivo alegato sobre los derechos humanos, los doce puntos del público español fuesen para Israel (previa burda manipulación telemática hecha por el ejército de bots de la extrema derecha ibérica). El musical facha ha surtido efecto. Tras años de frivolidad hemos pasado a la burricie y de ahí a la cruel inhumanidad y al fascismo. A Eurovisión habría que enviar a un grupo contracultural de los de la gloriosa movida, tipo Siniestro Total o Barricada, que le cantara las cuarenta al nazi hebreo. Eso sí que sería una victoria rotunda y total. Spain, twuelve points.