Dicen que el juez Peinado, en su segunda visita a Moncloa (esta vez tocaba interrogar al ministro Bolaños por el asunto del máster de Begoña Gómez) ha pedido que le lleven una tarima para sentarse por encima de los abogados, funcionarios y políticos y sentirse así como en el juzgado. Lo de la tarima no deja de ser una extravagancia, una más de un magistrado que a lo largo de este polémico procedimiento judicial ha dado sobradas muestras de excentricidad.
El instructor es como una de esas estrellas o divas del rock que, cuando llegan a un hotel, exigen las cosas más extrañas, como que las sábanas sean de color rosa fucsia, que la habitación huela todo el rato a lavanda, que el caviar esté en su punto, que haya chocolatinas por todas partes o que le dejen dormir con su mascota (se cuenta que Steven Tyler, líder de Aerosmith, pernoctaba con su cocodrilo en la suite). El juez Peinado hace ya tiempo que dejó de ser un funcionario al servicio del Estado de derecho para convertirse en un icono pop, taurino y ultra. El Talavante de los tribunales que entra y sale por la puerta grande de Moncloa, con las orejas y el rabo de Pedro Sánchez. Y se ha venido arriba.
El show que montó ayer en el palacio presidencial no tiene precedentes ni desperdicio. Demandó coche oficial, chófer y pase VIP para que no le hicieran esperar en la verja. O sea, que reclamó el mismo trato que se le daría a Xi Jinping llegando desde la China con las alforjas llenas de chips y baterías de litio. Por si fuera poco, se permitió el lujo de alterar el mobiliario de la sala, trasladando las cámaras y los micrófonos de un sitio a otro y moviendo sillas y sillones hasta que todo estuviese al gusto de su señoría. Bolaños se lo consintió todo, mayormente para no agravar aún más la cruenta batalla entre el Ejecutivo y el Judicial. Craso error. Lo que queda es la imagen nefasta de una democracia vencida bajo la maza de un juez caprichoso que da el golpe de mano al principio de separación de poderes para instaurar la dictadura de la toga en la casa del Gobierno elegido por el pueblo.
El numerito o teatrillo de ayer (ya hemos visto muchos) resultó especialmente esperpéntico y denotativo del momento en el que nos encontramos, en plena ola trumpista, rupturista, ácrata y antisistema. Exigir una tarima fue una boutade del juez, una humillación al Gobierno legítimo. Su forma de decir: aquí mando yo, aquí soy yo el rey por encima del bien y del mal. Lucía Méndez, nada sospechosa de roja bolivariana, se sorprendía ayer por la afición del juez Peinado a visitar cada cierto tiempo la Moncloa, un edificio que, dicho sea de paso, es más bien poco interesante en lo histórico y arquitectónico. Ir al Escorial o a la Alhambra cada quince días tendría una lógica. ¿Pero la Moncloa? Nuestra casa gubernamental es como nuestra democracia: austera, modesta, algo cutrecilla. Franco eligió el esplendoroso palacio de El Pardo como residencia oficial, pero a los diferentes presidentes democráticos los hemos llevado a las afueras de Madrid, en una casona de alquiler en medio de un bosque para que no se les vea ni molesten demasiado y todo siga atado y bien atado.
Sin embargo, al juez Peinado le ha gustado el inmueble. Le ha cogido el gustillo a la Moncloa y ya se permite hasta cambiar los muebles de sitio. En una de estas, compra unas cortinas nuevas y se nos mete allí de okupa. Echa a Pedro y a Begoña de la vivienda, o los convierte en los protagonistas de Lo que queda del día, el peliculón de James Ivory, y a vivir. El presidente socialista como Stevens, el perfecto mayordomo interpretado por Hopkins, y la primera dama como la señorita Kenton, la deliciosa ama de llaves (Emma Thomson). Cualquier día, el magistrado se nos cuela en la Moncloa, cuelga los trajes y las maletas en el armario y convierte la casa del Gobierno en su juzgado particular, donde el aire acondicionado no se estropea como en Plaza Castilla y hay todas las comodidades. Y así hasta su jubilación, o hasta que Feijóo, Abascal y Alvise consumen el golpe trumpista y el caso Begoña termine cerrándose y durmiendo el sueño de los justos tras haber cumplido con su función.
Hay que tener cuidado con el juez Peinado, porque le ha hecho tilín el palacio presidencial y ya está pensando en los muebles y en el estucado de las paredes. Esa tarima que ha ordenado plantar en la sala para interrogar a Bolaños es solo el principio. Esa tarima rancia y apolillada propia de otros tiempos es el decorado de una Moncloa cuartelera y de un nuevo Antiguo Régimen, la base de la mesa de operaciones para la segunda cruzada nacional, donde Peinado, ya como mariscal de campo o Generalísimo, piensa mover sus peones de plomo y tanques judiciales sobre el mapa de España. Dice Joaquim Bosch que el sumario Begoña Gómez apunta a “prospectivo”. Nosotros creemos que es mucho más que eso: es un caso para despistar, una simple excusa o señuelo, ya que el objetivo final es la mudanza definitiva del juez Peinado, que quedará allí, en ese Airbnb monclovita, ya para siempre. En cuanto los ultras logren echar a los rojos, cuelgan el cartel de Se alquila, ponen el anuncio en El Idealista y le dan las llaves del chalé al juez. Hasta tiene chimenea y todo.