El pijo discontinuo

Nadie, ni el más experto analista de Washington, sabe cuál va a ser el siguiente movimiento de un hombre visceral e imprevisible como Donald Trump

22 de Abril de 2025
Actualizado a las 11:54h
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Donald Trump en una de sus performances en la Casa Blanca.
Donald Trump en una de sus performances en la Casa Blanca.

Muchos son los analistas, politólogos e historiadores que están tratando de desentrañar la intrincada personalidad de Donald Trump. ¿Ante quién estamos? ¿Ante un castrado emocional, ante un inmaduro narcisista, frustrado e insatisfecho, ante un psicópata peligroso? Puede que su personalidad turbulenta sea un compendio de todos esos rasgos de carácter y alguno más, a fin de cuentas la mente humana es lo más parecido a un puzle de piezas desordenadas. Pero hay un detalle psicológico del que se habla poco y que, sin duda, está marcando la historia de Estados Unidos y del mundo entero: este señor es un pijo discontinuo.

¿Qué queremos decir con semejante afirmación? En primer lugar, que estamos, eso es evidente, ante un millonario malcriado que ve al prójimo como un juguete de peluche con el que entretenerse a placer. Alguien que, tras colocar a la humanidad al borde de una recesión que ni el crack del 29, se va a jugar al golf a su mansión de Palm Beach, Florida. Alguien que ya solo trabaja para dar el pelotazo del siglo, arruinando a millones de infelices y desgraciados. Alguien que envía a Guantánamo al inmigrante solo porque se le ha caducado el carné de conducir y que se mofa de los pueblos sometidos a genocidio, como el ucraniano y el palestino. Lo dicho, un niñato gamberro que ni siente ni padece capaz de enviar a Roma a su ángel de la muerte Vance, un racista entrenado para darle el último soponcio al papa bueno.

Que Trump es un señoritingo elitista y envarado, soberbio y bravucón, queda claro. ¿Y lo de discontinuo, señor Antequera, a qué viene lo de discontinuo?, se preguntará el ocupado lector de esta columna. Pues es tan sencillo como obvio. Porque este sujeto es un veleta que se mueve según le dé el aire; porque hoy coloca aranceles del 20 por ciento y mañana del 120 por ciento (el importe depende de si le duele la gota o no esa mañana); porque un día es el supermejor nuevo amigo de Putin y al siguiente levanta el Teléfono Rojo, le acusa de ser el gran culpable del sindiós internacional y le da un ultimátum antes de liarla con la Tercera Guerra Mundial

Con Trump nunca se sabe, y esa ciclotimia, esa incertidumbre del nervioso hiperactivo, del impulsivo exaltado, se transmite a las convulsas relaciones de la comunidad internacional, a la buena convivencia entre países, a la paz global. No hay más que ver las gráficas con picos y valles de Wall Street que ni el electrocardiograma de un taquicárdico. El Dow Jones sube y baja sin ton ni son, como pollo sin cabeza, porque está sometido a los caprichos, euforias y bajones del amo del mundo. La Bolsa de Nueva York no es ni más ni menos que el pulso desbocado del rabioso de la Casa Blanca. El día que el chalado está tranquilo, subidón de las multinacionales Tesla, General Motors y Boeing; el día que está algo alterado, bajón, crisis, recaída del enfermo financiero. Trump es el marcapasos enloquecido del mundo. Cuando se toma la pastillita, armonía global, aunque breve y fugaz; cuando le da el telele, se dispara la neurosis económica, política y social. De ahí lo de discontinuo. Discontinuo porque depende, depende del día, depende del momento, de según le pegue la neura.

Hemos entrado en una fase de la historia marcada por la inseguridad, la inestabilidad y el estado de ánimo de un mastuerzo. Si al dictador global le da por invadir Groenlandia o el Canal de Panamá, guerra; si su consejero Elon le susurra un chiste gracioso o el pequeño X le llama tiernamente “abuelito”, él se relaja y paz; si se le cruzan los cables con el ayatolá de Irán (el del turbante le tiene hasta el tupé), caos sangriento en Oriente Medio, o sea guerra; si su amigo Netanyahu le llama para ofrecerle un suculento negocio inmobiliario –convertir la Franja de Gaza en un apacible parque temático exterminando a dos millones de palestinos en el Auschwitz israelí–, se pone muy contento, se destensa y paz. Todo funciona en ese plan tan loco como disfuncional, y si Pedro Sánchez se le rebota, si se niega a claudicar ante las barras y estrellas o se echa en brazos de Xi Jinping, guerra comercial contra Europa.

A Trump no lo entiende ni el mismísimo Putin, que es quien lo ha colocado ahí, en el Despacho Oval, para que termine de reventar la democracia americana, la OTAN y la UE. Hace apenas una semana, el magnate neoyorquino se abrazaba al presidente ruso y brindaba con él con vodka y caviar tras despellejar a Zelenski. Hoy lo acusa de ser el primer culpable del horror ucraniano. No hay quien entienda esta broma macabra que es el trumpismo.

Hemos pasado del Derecho Internacional al Derecho de Pernada del Tío Sam, nuevo señor feudal del imperio que se desfoga a tope cuando los gobernantes de los países arrasados por los aranceles le besan el ass. Ya no cabe ninguna duda: Trump puede ser muchas cosas, un tipo que está como un sonajero, un pandillero encocado, un matón cruel y sin alma, un mentiroso compulsivo, un autócrata y un déspota engreído que busca perpetuarse en el poder hasta el día que estire la pata (ya habla de cambiar la enmienda de la Constitución para beneficiarse de un tercer mandato). Pero uno cree que lo que mejor encaja con su perfil psicoanalítico, lo que mejor lo define, es el diagnóstico de pijo discontinuo. Primero por lo que tiene de niñato repelente, veleidoso y horteraza y después porque, con él en el trono planetario, nadie sabe a qué atenerse ni hay estabilidad alguna. Una bomba de relojería decide el destino de la humanidad. Por favor, señores de la CNN y del New York Times: no lo alteren con preguntas incómodas cuando viajan con él en el Air Force One. No le toquen más los MAGAS, no vaya a ser que, en una de estas, mande a los marines a la bahía de Cádiz en una Normandía a la inversa. Vista cómo está la cabeza del fulano, cualquier cosa.

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