El Partido Popular sigue con su deriva ultra. Ya le compra todo el discurso a Vox, la xenofobia y el machismo, y cualquier día Abascal convence a Feijóo de que el 20N, aniversario de la muerte del dictador, debe incluirse en el calendario como fiesta nacional. La última infamia ha ocurrido en Jumilla a cuenta de ese bando que prohíbe las fiestas musulmanas en el polideportivo municipal. Con este “a rezar a otra parte”, populares y voxistas van camino de convertir un pueblo tranquilo que vivía del vino y el campo, en pacífica convivencia entre culturas, en una de esas localidades de la América sureña y profunda de los años sesenta donde los negros no podían viajar en autobuses de blancos, ni utilizar sus mismos retretes, ni comer en los mismos restaurantes. A eso vamos.
El PP no es consciente del paso dramático que acaba de dar. Y no solo porque se ha alineado de forma vergonzante con el nuevo fascismo posmoderno, ya sin complejos, sino porque queda a ojos de la opinión pública española como uno de esos partidos xenófobos que pululan por la Europa supremacista. Lo cual es mal negocio de cara a unas elecciones generales, ya que espanta al votante moderado. Probablemente, el PP siempre fue una organización ultra, pero al menos antes guardaban las formas, llevaban el mal de la nostalgia por dentro, fingían. Hoy ya no, pactan las políticas racistas de Vox, las sancionan y las aplican sin ningún remordimiento ni cargo de conciencia. Y lo hacen pocos días después de las nauseabundas cacerías de Torre Pacheco, un calco de esas purgas, batidas y razias del Ku Klux Klan contra los poblados negros. A ese extremo hemos llegado, y no tardaremos en ver a la primera Rosa Parks murciana levantando el puño y desafiando las leyes de segregación de la derecha fascista ibérica. Jumilla puede ser nuestro Montgomery, Alabama, cuna de la revolución contra la discriminación racial.
Si Feijóo cree que dándole un poco de alpiste al monstruo va a tenerlo calmado y sedado se equivoca. El fascismo es una enfermedad que degenera y siempre va a peor. Y cada día se puede ir un poco más allá en el mal. Hoy es Jumilla donde se da portazo al inmigrante musulmán; mañana puede ser cualquier localidad, en Murcia, en Andalucía, en Madrid o allá donde gobiernen estos primos hermanados en la xenofobia. De hecho, ya hay planes para extender el experimento neonazi jumillano a otras comunidades autónomas, de manera que, de continuarse por esta deriva de suicidio social, pronto veremos el cartel de “prohibido moros” hasta en el bar del último rincón de España. Ese es el objetivo final de Abascal, la segregación, las deportaciones masivas, un apartheid a la española. La “guerra cultural” no es un invento brillante del Caudillo de Bilbao, es la guerra de religión de siempre que tanta sangre y dolor ha dejado a lo largo de la historia. Los demócratas debemos combatirla.
El líder de Vox no es más que una máquina de fabricar tuits vomitivos que remueven las tripas de cualquier persona de bien. En el ecuador de un verano ardiente rebosante de pirómanos que le pegan fuego a nuestros montes, este señor se ha propuesto incendiar la democracia y arrasarlo todo. “España no es Al Andalus”, dice tirando de demagogia barata, de propaganda del miedo a la invasión africana y de proselitismo del odio. Y claro que no lo es, entre otras cosas porque la población musulmana es una minoría que viene a este país a trabajar honradamente y a labrarse un futuro, que cotiza y paga impuestos y que hasta hoy se ha integrado de forma modélica (nada que ver con Francia o Bélgica, donde barrios enteros se han convertido en guetos gigantescos donde germina el yihadismo). El ‘síndrome Jumilla’ viene a romper ese equilibrio de razonable convivencia que habíamos logrado establecer tras décadas de una fructífera inmigración (más bien décadas de mano de obra barata clave en el crecimiento económico sostenido de este país). Ese síndrome se propaga por la sociedad más rápida y virulentamente que cualquier pandemia y ya es imposible subir a un ascensor sin encontrarse con un vecino, hasta hoy amable y atento, que le echa a uno el sermón nazi de la mañana. Así empezaron los alemanes, con simples bromas y comentarios maledicentes sobre los judíos, y así terminaron: quemando gente en los hornos crematorios. Luego se disculparon con el argumento de que no se enteraban de las cosas horrendas que pasaban en Auschwitz, pero sí estaban al tanto.
Hoy se da con las puertas en las narices a los españoles musulmanes, antes se han cancelado obras de teatro sobre Santa Teresa y Virginia Wolf por promover una visión feminista y de igualdad de género; o películas de dibujos animados como Lightyear por mostrar a dos mujeres besándose; u obras de arte que denuncian la falta de libertad política en este país. Es la censura franquista que retorna con fuerza. Es Vox diciéndonos cómo deben ser los buenos españoles: católicos de misa de doce, blancos, machistas y heterosexuales.
Todo esto está ocurriendo en este país mientras Jaime de los Santos, el portavoz de Igualdad del PP, hace un ejercicio de cinismo político al calificar a su formación como “el partido de la libertad”. ¿Libertad de qué? ¿La libertad de tomarse unas cañitas por Madrid mientras se pisotean los derechos humanos y la Constitución? ¿La libertad de perseguir a otras razas y etnias como en los peores tiempos del Tercer Reich? El ridículo internacional de los prebostes de Génova es espantoso y los periódicos de la Europa civilizada hablan ya de un partido entregado a un franquismo tuneado. Feijóo sabrá lo que hace.