El Senado ha prohibido espectáculos vejatorios o denigrantes para las personas con discapacidad como el bombero torero. Hablamos de una diversión antigua, rancia, que sin duda hunde sus raíces en los palacios medievales, donde el señor feudal se rodeaba de bufones, enanos y arlequines para regocijo de cortesanos en fiestas privadas. Fue el cántabro Pablo Celis Cuevas quien inventó el polémico show, allá por 1928, y lo paseó por todo el mundo, gracias a lo cual fue nombrado hijo adoptivo de Santander y presidente honorario del Cuerpo de Bomberos de Madrid. Ahí es nada.
Ya con el franquismo, esta charlotada alcanzó gran popularidad, sobre todo a la sombra de las primeras figuras del toreo. El régimen, siempre tan insensible a los derechos humanos, potenció el circo truculento del bombero torero, donde el gentío no se reía del arte de los diminutos cómicos, ni de sus ingeniosas piruetas, sino de su discapacidad, de su sufrimiento y dolor, de su desgraciada peripecia vital, que no es lo mismo. Mientras se reprimía al homosexual y al gitano, recluyéndolos en el gueto o en la cárcel, al enano sin trabajo, en lugar de integrarlo en la sociedad, se le dio el lacerante papel de animador de los ruedos de la dictadura. Al público le hacía gracia y el tirano consintió ese pan y ese circo.
Como en tantas otras cosas, nuestra lenta y timorata democracia llega tarde para regular un espectáculo que no deja de ser un residuo sociológico de una España cruel, atávica, provinciana y paleta. Han tenido que pasar más de cuarenta años para sacar a Franco de su lúgubre mausoleo y otros tantos para que alguien dijese basta ya a la bufonada barata del hombre menguante arrastrándose por una plaza, comiendo arena para ganarse el pan que no le daba el Estado o tirándole del rabo a una pobre ternerilla asustada. Si alguien quiere ver en ese show la gran comedia muda ibérica, nuestro slapstick autóctono, se equivoca de todas todas. Desconjociarse vivo de un señor con acondroplasia tiene poco de cine cómico inteligente o de teatrillo burlesque. Más bien estamos ante un espectáculo grotesco, surrealista y berlanguiano, por momentos sátiro y de mal gusto, donde se conjuga el terror de un animal (una vez más el enfermizo fetiche hispano del toro), con el morbo de una discapacidad expuesta como lucrativo negocio para promotores taurinos a cambio de las cuatro perras de mierda que cuesta la entrada.
Con el tiempo, han ido desapareciendo de los países civilizados los circos con animales maltratados a golpe de látigo, las barracas de feria con reclamos baratos como la mujer barbuda, el hombre de tres brazos y el africano embalsamado (a todo aquel que quiera ahondar en el tema de la miseria humana en esos submundos del espectáculo friki le recomendamos La parada de los monstruos, el peliculón de Tod Browning sobre un circo formado por personas diferentes). En París, Londres o Berlín ya no se ríen con estas cosas, han madurado, pero aquí seguimos partiéndonos la caja con estas cantinfladas absurdas, de ahí que Spain siga siendo different.
Las sociedades evolucionan, mejoran, se liberan del primitivismo, alcanzan un estadio superior y se educan en los nobles valores de la Ilustración, entre los que desde luego no está explotar la discapacidad como espectáculo circense. Sin embargo, en la piel de toro nos cuesta liberarnos de esas ataduras antediluvianas propias de un mundo arcaico. Y no nos vale que los propios afectados por la prohibición, los bomberos toreros, contra los que no tenemos nada (al contrario, cuentan con todo nuestro respeto y admiración), exijan al Gobierno poder seguir haciendo ese humillante trabajo y anuncien recursos ante los tribunales para paralizar la nueva ley en marcha. No toda actividad humana puede parapetarse tras la sacrosanta libertad y el derecho a hacer lo que a uno le venga en gana. Bajo esa tesis filosófica consistente en permitir que cada cual se dedique al oficio que más le guste y le realice (personal y económicamente), habría que permitir espectáculos públicos como combates con gladiadores y apuestas al límite, sin reglas y a muerte (en plan El Club de la lucha); peleas organizadas de perros; u orgías multitudinarias con profesionales del sexo a un módico precio. Incluso otro tipo de diversiones/perversiones donde la discapacidad o tara física se convirtiese en un elemento central de la función. Si lo dejamos todo al albedrío de los interesados en participar, como trabajadores o público, en tales hipotéticos entretenimientos y actividades supuestamente laborales, ¿qué impediría organizarlos algún día en nuestras plazas de toros y estadios de fútbol? La libertad tiene sus límites, no todo vale para cumplir con aquello del show must go on, y el Estado debe regular los eventos públicos que sean denigrantes, vejatorios o poco educativos para una sociedad pretendidamente sana y equilibrada.
Como la fiesta nacional no hizo la Transición, ni prohibió el sangriento espectáculo de la masacre de un animal, el bombero torero, que no deja de ser una parodia derivada de la tauromaquia, también ha llegado a nuestros días convirtiéndose en un anacronismo que era preciso regular. El currante retaco vestido de luces que busca la igualdad y el respeto dándole unos capotazos malos a una vaquilla, entre las burlas y carcajadas del irrespetuoso respetable, es uno de los pocos rescoldos que van quedando ya de aquella España tenebrista, goyesca y tragicómica. Cenizas del hambre de antaño que hoy la extrema derecha se preocupa por reavivar.
El arte nunca puede servir para degradar al ser humano, sino para elevarlo todavía más. Puede que el bombero torero gane menos en una oficina, de traje y corbata y con ayuda estatal. Puede que su vida sea menos trepidante y esté lejos de forrarse; pero sin duda será mucho más digna.