El triunfo de la antipolítica

29 de Mayo de 2023
Actualizado el 02 de julio de 2024
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El triunfo arrollador de las derechas en las elecciones locales del 28M tiene una primera y fundamental lectura: ha ganado la antipolítica. Ha sido una de las campañas electorales más sucias que se recuerdan. PP y Vox han logrado convertir unos comicios regionales y municipales en una primera vuelta de las generales, casi en un plebiscito contra el sanchismo. Para ello no han dudado en trasladar la sensación de que España es un país rebosante de violadores excarcelados por Podemos, en resucitar el terrorismo ya derrotado (“ETA está viva”, llegó a decir Ayuso), en montar un escándalo mundial con las listas de Bildu y en propalar bulos sobre la limpieza del proceso electoral, convirtiendo episodios puntuales sobre compra de votos en Melilla y otras pequeñas localidades en una realidad general de todo el país. De esta manera, se transmitía a la sociedad la sensación de que el PSOE practica el pucherazo a gran escala. En definitiva, PP y Vox se propusieron construir una realidad alternativa paralela. Y a la vista de los resultados en las urnas, lo han conseguido. 

La mayoría de los españoles han comprado el discurso trumpizado de los populares y, en buena medida, los delirios posfranquistas de Santiago Abascal y los suyos. ¿Tenía razones suficientes el pueblo para obsequiar a Sánchez con un varapalo tan doloroso y cruel? Probablemente no. El país crece económicamente (a la cabeza de los países europeos), el paro mejora, hemos salido de la pandemia con un más que decente escudo social (ERTES, prestaciones y ayudas energéticas), han subido los salarios y hay paz social. España no estaba tan mal como para sufrir este vuelco político imprevisto, este terremoto o tsunami ultraconservador. Tampoco los diferentes gobiernos regionales de izquierda merecían semejante correctivo. En una de las comunidades autónomas marcadas por el hundimiento de la izquierda como es Valencia, Ximo Puig había articulado un gabinete autonómico, el Pacto del Botánic con Compromís y Podemos, más que eficaz. Se había regenerado notablemente la vida pública valenciana, carcomida por el cáncer de la corrupción del PP desde los tiempos de Zaplana; se habían frenado las salvajes privatizaciones de la Sanidad pública, recuperándose hospitales en manos de los especuladores; y se respiraba un ambiente de cierta decencia tras décadas de nepotismo clientelar institucionalizado y de capitalismo de amiguetes instaurado por el zaplanismo. Nadie en Valencia era capaz de imaginarse el descalabro de ayer. Y sin embargo se ha producido, hasta tal punto que aquella comunidad levantina se acostó roja, feminista y ecologeta y se ha levantado con un más que probable vicepresidente ultraderechista en la poltrona. Es incomprensible y a esta hora ni los analistas y politólogos más avezados son capaces de explicar tan extraño fenómeno.

En las locales del 95, cuando el felipismo se descomponía por minutos víctima de la corrupción y la falta de apoyos parlamentarios, era lógico pensar en un cambio, en un golpe de timón que se vio confirmado después con la mayoría lograda por Aznar en el 96 (recuérdese que el líder popular no obtuvo la absoluta y fue investido con el apoyo de los nacionalistas de CiU, o sea el Pacto del Majestic, más PNV y Coalición Canaria). Había motivos, razones, causas. No es el caso de la España de 2023. Por tanto, el resultado de la histórica jornada electoral de ayer viene condicionado por factores exógenos que poco o nada tienen que ver con la gestión, con los números, con la administración municipal del día a día y la calidad de vida que llevan valencianos, aragoneses, extremeños y andaluces, por citar algunos originarios de regiones donde se ha producido el sorprendente tsunami azul, casi un chapapote tan arrollador como inexplicable.

No cabe duda de que las derechas ganan estas elecciones no por degradación política o por la mala situación económica, que no es tan grave, sino porque han sido hábiles a la hora de colocar su marco referencial ficticio, su pesadilla irreal, su mundo al revés. Armados con una propaganda goebelsiana debidamente tuneada (aquello de repetir mil veces una mentira hasta convertirla en verdad) y de una poderosísima maquinaria electoral de la que no dispone ningún otro partido en este país, han logrado transmitir la sensación de que los encapuchados de ETA dormían en Moncloa cada noche. Durante semanas, quizá meses, han venido repitiendo, una y otra vez, el mantra de que Sánchez se ha vendido a los batasunos, de modo que era preciso echar al okupa sí o sí. Y de esta manera, con un discurso trumpista que por momentos rozó el odio, con juego sucio y prácticas antidemocráticas, removiendo vísceras, bilis y muertos, han movilizado a mucho ciudadano de buena fe que no es radical ni facha, pero al que se le revuelven las tripas cuando oye hablar de Bildu. Así es como el PP hereda el tesoro electoral del finado Ciudadanos, que no es poco, más un puñado de voxistas que han apostado por el voto útil y unos cuantos socialistas hartos ya de que les llamen proetarras.

En estas elecciones tocaba hablar de Sanidad, de parques y jardines para hacer frente al cambio climático, de dignificar las residencias de mayores. Sin embargo, se ha hablado de ETA, que no venía a cuento. Anoche, durante el acto triunfal en el balcón de Génova, sonrojaba ver a la niña Ayuso gritando “libertad, libertad”, cuando aquí, en este país, la libertad solo ha estado amenazada por el golpismo militar que ellos todavía no han condenado. Resulta espeluznante comprobar cómo un partido puede anestesiar a una sociedad a fuerza de falsos bebedizos ideológicos, bulos y montajes. Pero así es el mundo que hemos construido, así es este siglo XXI caótico, conspiranoico y desinformado al que hemos llegado cuyo único y principal valor ético y moral es aplastar al competidor con el todo vale. Incluso haciendo política a golpe de antipolítica.

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