A menos de dos días para que se cierre el plazo de coaliciones ante la Junta Electoral, sigue sin haber acuerdo entre Sumar y Podemos. Por un momento parecía que se acercaban posturas, que existía coincidencia en los contenidos y en lo programático, que ambas fuerzas estaban dispuestas a firmar un documento de mínimos que permita la unidad de la izquierda a la izquierda del PSOE de cara al 23J. Sin embargo, una vez más han surgido los habituales escollos, esta vez a cuenta de las candidaturas, de los nombres y apellidos, de los carguetes que deben ocupar fulanita, menganito o zutanito. Otra palada más de tierra sobre el moribundo bloque progresista.
A esta hora, el principal problema para Yolanda Díaz es qué hacer con Irene Montero e Ione Belarra, dos muebles que de repente se han quedado viejos. Los partidos que han resistido el terremoto del 28M –Más Madrid, los valencianos de Compromís y los comunes catalanes– no quieren verlas ni en pintura y apuestan por no sacarlas a pasear en ningún mitin o acto público de campaña. Creen que son personajes amortizados, quemados, a la baja. Sin embargo, ambas dos creen que aún pueden aportar ideas y vigor al proyecto, así que reclaman mantener sus cuotas de poder. Curiosamente, solo ellas se ven otra vez como ministras de algo, de ahí que se resistan a firmar la alianza con Sumar si no se les reconocen los méritos contraídos en el Gobierno de coalición. Por emplear un símil académico, ya que en Podemos son muy del ambiente juvenil universitario, es como cuando un estudiante saca un aprobado raspado y pretende ser nombrado delegado de la clase.
El problema del tándem Montero/Belarra es que viene de ser examinado por los españoles en las municipales, y tanto una como otra han suspendido estrepitosamente. Las nefastas consecuencias de la ley del solo sí es sí han resultado letales, mucho más quizá que la delirante campaña de Ayuso para resucitar a ETA y que los rumores de pucherazo, que a fin de cuentas han afectado tanto a socialistas como a populares. Ayer mismo, el Tribunal Supremo daba la estocada definitiva a Montero al unificar doctrina y sentenciar que las rebajas de condena son conforme a derecho por el principio de lo más beneficioso para el reo. En realidad, la decisión del tribunal se veía venir, pero no dejan de sorprender las prisas que se dan sus señorías para decidir sobre determinados asuntos candentes mientras que otros casos duermen el sueño de los justos, durante años, en los cajones y archivos. Los magistrados, en su mayoría conservadores, tienen un olfato electoral prodigioso y saben que, en medio del período electoral decisivo en el que nos encontramos, era el momento perfecto para darle la puntilla a una ministra a la que no tragan. La judicatura tenía sentenciada a Montero, nunca mejor dicho, desde que llamó fachas con toga y machistas a los jueces que aplican la reducción de condenas a los presos en cumplimiento de su ley estrella. Esta vez, la titular de Igualdad se ha mordido la lengua y se ha limitado a valorar la decisión del Supremo como una “una mala noticia”. Dos cosas debería haber aprendido la ministra de su tormentoso paso por la alta política: que meterse con los jueces es un mal negocio, un pasaporte directo para que le arruinen la carrera política a uno; y que la arrogancia siempre se acaba pagando en las urnas. Quizá hoy, de encontrarse ante la misma tesitura, gestionaría la crisis de su reforma del Código Penal de una manera muy diferente. Quizá se comportaría de otra manera radicalmente opuesta, huyendo de la contumacia, de la obstinación, del sostenella y no enmendalla, y reconociendo que a su ley le faltaba un pequeño detalle que a todo el mundo en el ministerio se le pasó por alto: incluir una disposición adicional transitoria que hubiese impedido la salida de prisión de más de mil violadores.
Todo eso lo ha pagado ya en las urnas Irene Montero. ¿Y ahora qué? ¿Qué piensa hacer cuando su estropicio se ha llevado por delante el partido? Tanto ella como Belarra deberían entender que su tiempo ha pasado, que Podemos, hoy por hoy, no es nada (un Ciudadanos de la izquierda todo lo más) y que lo mejor que podrían hacer las dos es dar un paso a un lado, integrar al partido en Sumar, poner a sus votantes al servicio de la causa común de la izquierda y ofrecerse con humildad para arrimar el hombro en lo que buenamente puedan ayudar para evitar que el PP nos coloque a un Salvini en el Ministerio del Interior (véase Abascal). Eso o presentar la debida dimisión e irse a sus casas. Ellas mismas, como personas inteligentes y formadas que son, deberían comprender que se han convertido en un lastre para el proyecto de nueva izquierda que se está construyendo, que ya no suman, sino que restan, y que hace tiempo que no tienen aquel caudal de los 75 escaños que hicieron de Podemos un partido ilusionante para los indignados. De concurrir a las elecciones de forma autónoma, los morados sacarían un escaño, todo lo más dos, y pare usted de contar. Sin embargo, integrada la candidatura en la plataforma de Yolanda Díaz, los podemitas podrían conservar seis o siete diputados, que no es mucho, pero algo es algo. Al menos seguirían vivos. Mantendrían un cierto poder de influencia en las Cortes, aunque no en un hipotético segundo Consejo de Ministros sanchista, donde por lógica deberían estar aquellas caras nuevas de las confluencias que han cosechado un mejor resultado electoral.
En cualquier caso, el dúo Montero/Belarra se enfrenta a una decisión histórica en la que, una vez más, el factor personal marcará las consecuencias políticas. No quieren firmar la rendición (por altanería, por ambición personal o simplemente porque son como boxeadoras sonadas fuera de la realidad) y van camino de tropezar otra vez en la misma piedra. Juntas, de error en error, hasta la derrota final.