Cada vez son más los empresarios que ponen a caldo, en petit comité, a Antonio Garamendi por sus sueldos fastuosos. A muchos no les ha gustado que el presidente se haya subido el salario de forma unilateral, más de un ocho por ciento, de modo que crece el runrún en los pasillos de la patronal CEOE. Tampoco han hecho demasiada gracia las noticias que han ido saliendo últimamente, y que apuntan a que el jefe ha decidido regularizar su situación para pasar de autónomo (situación laboral en la que habría desempeñado su cargo en los últimos cuatro años) a asalariado con contrato de alto directivo retribuido. “Lo vamos a mirar”, dijo Yolanda Díaz anunciando que el Ministerio de Trabajo investigará si el patrón de patronos ha estado trabajando, durante años, como falso autónomo, tal como publica La Razón.
De momento, Garamendi ya ha salido a la palestra para defenderse. “Mi sueldo es el que es aprobado por la junta directiva. Esta semana me ha tocado a mí”, se lamenta ante el vapuleo que le ha caído de la prensa. Por cierto, patética y desafortunadísima esa chusca metáfora que emplea cuando, para denunciar una campaña de descrédito y linchamiento público contra su persona, viene a compararse con una mujer violada a la que acusan de ir en minifalda. Con la que está cayendo con la violencia machista, espeluzna que tenga la sangre fría de tirar de un símil tan crudo.
Sea como fuere, lo único cierto aquí es que Garamendi se ha puesto un sueldo astronómico de 380.000 euros al año. Una revisión por encima de la actualización de las pensiones y del salario mínimo interprofesional; más del doble de la puesta al día de los congelados funcionarios y muy por encima de los convenios sectoriales que se están firmando en la actualidad; cuatro veces más que el sueldo del presidente del Gobierno y que cualquier alto cargo del Estado. Una calderilla nada despreciable, sobre todo teniendo en cuenta la situación por la que atraviesa el país tras el impacto de dos crisis económicas superpuestas (la pandemia y la energética derivada de la guerra en Ucrania).
Si Garamendi se merece o no levantarse ese pastón es algo relativo en lo que no vamos a entrar. Allá los empresarios con quién eligen para que represente sus intereses como colectivo. Si están contentos con su gestión solo a ellos les compete juzgarlo. Por lo que a nosotros respecta, no nos parece que haya sido el presidente más brillante que haya pasado por esa organización. Tiene encabronados a muchos asociados, ha torpedeado cada vez que ha podido la negociación con los sindicatos y por momentos parecía el portavoz oficial del Partido Popular, primero con Pablo Casado, después con Feijóo. Por si fuera poco, mientras exigía que el pueblo se apretara el cinturón y se desgañitaba pidiendo moderación salarial (avisando con todo tipo de desastres económicos y apocalipsis si se incrementaba el SMI) él se asignaba unos emolumentos imperiales más propios del ejecutivo de una tecnológica de Silicon Valley que del humilde portavoz y servidor de una organización empresarial. O sea, que no hay para darle unas migajas al proletariado de la famélica legión pero no pasa nada si él añade algún que otro cero a su cuenta corriente. El descaro llega a ser insultante.
Para más inri, cuando Garamendi accedió a su cargo hace cuatro años prometió recuperar la buena imagen, el prestigio y la maltrecha credibilidad de la clase empresarial de este país. Tampoco en eso ha cumplido. Cada encuesta a la población pone de manifiesto que los españoles no confían en sus emprendedores, los siguen viendo como gentes con ideales políticos anticuados, como patronos cicateros que andan escamoteando a los trabajadores hasta la pírrica subida del IPC anual. La sociedad española ve a sus directivos como a aquellos señoritos engominados del franquismo, arrogantes caciques, vividores del coto de caza que tratan a sus empleados poco menos que a patadas, como esclavos o braceros. Mientras en Europa los empresarios ofrecen una imagen de modernidad y generosidad con el Estado de bienestar (muchos son filántropos que piden pagar más impuestos para contribuir al desarrollo industrial de su país), aquí siguen apostando por el precariado, por el contrato del cuarto de hora y por los sueldos tercermundistas. No han salido del cortijo y de Los santos inocentes. Siguen tratando a sus trabajadores como subalternos, lacayos, explotados. Forman una especie de extraña masonería, la cofradía del puño cerrado, ultraliberales a calzón quitado, reaccionarios con los que es imposible sentarse a negociar nada porque cualquier mínima mejora de las clases humildes les provoca urticaria o un parraque.
Garamendi pasará como el hombre que dijo aquello de que si se paga más al obrero España se irá al garete, o sea la austeridad que pedía para otros y que no tenía para él. Tal como era de esperar, sus profecías agoreras no se han cumplido. Entre los críticos que han dicho basta ya al despilfarro del mal patrón se encuentra el presidente de los empresarios de Pontevedra, Jorge Cebreiros, que ha dado un paso adelante contra la indecencia: “No me parece sensible que en estos momentos un alto directivo de nuestra organización tenga un salario de este tipo (...) Eso puede estar complicándonos la vida a todos”. Por fin un empresario español sensato que frente al plus de Garamendi opone un plus de ejemplaridad. Que lo coloquen ya de presidente.