El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha dado un paso que muchos consideran tardío pero urgente: frenar el crecimiento descontrolado de las universidades privadas en España. Lo ha hecho con contundencia: “Vamos a acabar con esos chiringuitos educativos”. Y no es para menos. En los últimos 25 años, España ha creado 27 universidades privadas. En el mismo tiempo, ni una sola pública. La última, la Politécnica de Cartagena, se fundó en 1998. Desde entonces, el negocio de vender títulos ha encontrado vía libre para expandirse.
Las cifras son tan claras como alarmantes. Hoy, el 40% de las universidades españolas son privadas. En la Comunidad de Madrid, territorio donde la presidenta Isabel Díaz Ayuso presume de calidad y libertad educativa, ya hay más universidades privadas (13) que públicas (6), y otras cuatro más están en trámite.
Lejos de una expansión ordenada basada en la necesidad educativa o en la calidad, lo que España ha vivido es una auténtica burbuja de centros privados. Muchos de ellos han sido autorizados incluso con informes negativos del Ministerio y de los órganos evaluadores. Algunos se han instalado en bajos comerciales, oficinas de alquiler o polígonos industriales. Todo con un único objetivo: maximizar beneficios.
Cuando educar se convierte en lucrar
No se trata solo de nuevas universidades. Muchas de las ya existentes operan bajo una lógica empresarial. Fondos de inversión internacionales han desembarcado en el sector, adquiriendo universidades como la Europea o la Alfonso X El Sabio por cientos de millones de euros. En 2022, el sector facturó más de 3.200 millones de euros, con una rentabilidad media del 9,4%. Algunas, como la Universidad Alfonso X, llegaron a obtener márgenes superiores al 50%.
Un modelo basado en la exclusión
Detrás del auge de la universidad privada hay algo más preocupante: la consolidación de un modelo elitista, que excluye a quienes no pueden pagar matrículas de hasta 25.000 euros al año. Mientras tanto, el precio medio de un curso en la universidad pública madrileña ronda los 1.100 euros. Esta diferencia, que debería estar compensada por un sistema de becas justo, se agrava por la ineficacia del sistema autonómico madrileño, insuficiente en cobertura y cuantía.
La universidad debería ser un ascensor social. Pero con este modelo, se convierte en un muro. Acceder a estudios superiores está cada vez más condicionado por el nivel de renta del hogar, perpetuando desigualdades. El crecimiento de las privadas en Madrid se produce al mismo tiempo que las públicas pierden alumnado. Desde 2019, han perdido casi 12.000 estudiantes, mientras que las privadas han ganado más de 38.000. La tendencia es clara: el dinero manda.
El máster, una autopista hacia el negocio
Las universidades privadas no solo han crecido en grados. Han encontrado un verdadero filón en los másteres, especialmente los online. En esta modalidad concentran ya el 90% del alumnado. En muchos casos, sus programas son más caros que los de las públicas, pero más rápidos, menos exigentes y con promesas laborales que no siempre se cumplen.
Este crecimiento se ve favorecido por una realidad laboral que exige cada vez más formación y por el colapso de las universidades públicas, a las que se les ha congelado la financiación desde la crisis de 2008. Según la OCDE, el gasto en educación superior en España está un 20% por debajo de la media. ¿Resultado? Las públicas no pueden competir en agilidad ni en márketing. Las privadas ganan terreno.
Madrid, epicentro del despropósito
La Comunidad de Madrid es el mejor ejemplo del desequilibrio. Con solo el 14% de la población, concentra el 42% de los estudiantes de universidades privadas de todo el país. Es decir, se ha convertido en el gran laboratorio neoliberal de la educación superior. El gobierno regional promueve un modelo basado en la colaboración público-privada que, en realidad, significa precarizar lo público y abrir la puerta a los fondos de inversión.
Las universidades públicas madrileñas, mientras tanto, sobreviven con presupuestos estancados, plantillas menguantes y presión burocrática. La presidenta Ayuso defiende la excelencia y la libertad, pero lo que está construyendo es una universidad para élites. Un sistema donde los hijos de las familias con menos recursos tienen menos oportunidades. Y eso, lejos de ser libertad, es clasismo institucionalizado.
Un cambio normativo necesario, aunque tardío
La nueva norma que prepara el Gobierno central endurecerá los requisitos para crear universidades. Se exigirá una masa crítica de 4.500 estudiantes en los primeros cinco años, un mínimo del 10% de plazas de alojamiento universitario, y un informe vinculante de la ANECA. Además, las universidades online deberán ser aprobadas por el Congreso, no por las comunidades autónomas. También se exigirá más oferta de doctorados y más inversión en investigación.
Estas medidas buscan cerrar los resquicios que ha permitido la proliferación de centros de dudosa calidad. Sin embargo, llegan tarde. Muchas universidades privadas ya están funcionando sin cumplir los requisitos del Real Decreto de 2021, gracias a una moratoria de cinco años. Y lo hacen con el aval de gobiernos autonómicos que, como el de Madrid, ven en la educación una oportunidad de negocio.
Educación o mercado
La expansión de las universidades privadas no responde a una necesidad educativa, sino a una lógica empresarial. Se trata de vender títulos como quien vende seguros o cursos exprés. El conocimiento se convierte en mercancía, y el derecho a la educación en un privilegio.
El Gobierno debe ser firme. No se trata de impedir la existencia de universidades privadas, sino de exigirles los mismos estándares que a las públicas. De garantizar que educar no sea sinónimo de lucrar. Y, sobre todo, de defender un modelo que permita a cualquier persona, viva donde viva y gane lo que gane su familia, acceder a una universidad pública, bien financiada y de calidad.
Porque la universidad no puede ser un negocio. Tiene que ser un derecho.