Donald Trump ha anunciado que su restrictivo plan arancelario (en realidad el injusto impuesto medievalizante del gran cacique globalista contra la libertad y el libre comercio) entrará en vigor el próximo 7 de agosto. El nuevo desorden mundial ya está aquí.
Economistas y expertos en análisis financiero coinciden en que habrá un antes y un después tras esa fecha histórica en la que Von der Leyen entregó Europa al delirante líder de MAGA. Nos dicen que el mundo de ayer, ese en el que hemos vivido confortablemente durante décadas, se desvanece, y que entramos de lleno en una nueva era. El tiempo del multilateralismo y de las grandes organizaciones internacionales ha pasado, vamos hacia un escenario de nacionalismo (económico, político y también religioso), de aislacionismo (blindaje de fronteras) y de redefinición de las alianzas tradicionales. O sea, el inmenso muro de Trump avanzando, extendiendo sus bloques de ladrillo y odio hasta el último rincón del planeta y alimentando el rencor entre personas, pueblos y naciones. Un todos contra todos que solo puede salir de una mente perversa, maquiavélica, diabólica.
Algunos historiadores y filósofos ven en el trumpismo, con sus aranceles de época victoriana, su racismo sin complejos y su política del matonismo y el chantaje en lugar del Derecho internacional (pisoteado y reducido a la nada), el preludio de un conflicto bélico global, como ya ocurrió durante las dos primeras guerras mundiales. La historia se repite, y no solo como farsa, tal como sugirió Marx, sino como una reedición casi calcada de sucesos anteriores. Quizá, a fin de cuentas, no estemos ante un orden mundial tan nuevo como parece, tal como avisa Noam Chomsky, sino ante el mismo plan ultraliberal de siempre con otro “disfraz”. Desde ese punto de vista, no habría nada nuevo bajo el sol, solo un retroceso o involución más fuerte y potente que en otras ocasiones para frenar los avances logrados por el Estado de bienestar tras el final de la Segunda Guerra Mundial. La perpetuación de las élites bajo nuevas formas.
Según Chomsky, estamos ante la consolidación de una tendencia que se venía manifestando en las últimas décadas: el modelo de “desigualdad estructural” y colonial. Los países poderosos imponen sus normas e intereses mediante la “ley de la fuerza”, los débiles están sujetos a la “fuerza de la ley”. Estados Unidos y Rusia (las dos potencias hegemónicas tras 1945) se entregan a las autocracias (lo que Josep Ramoneda llama realidad posmodemocrática), mientras las organizaciones supranacionales como la ONU, la UE, la OTAN, la OMS y las cumbres climáticas, entre otras muchas, quiebran y quedan como edificios ruinosos del pasado. La colaboración internacional ha sido abolida por una especie de gran dictadura mundial donde el oligarca de turno, ya sea el yanqui, el ruso o el chino (la bipolaridad hegemónica USA/URSS propia de la Guerra Fría se ha roto en un frente tripolar), impone su yugo. En Los irresponsables, Sarah Wynn-Williams desenmascara a los niñatos ricos y tecnobrós de Silicon Valley que sustentan el nuevo sistema, en este caso al narcisista Zuckerberg con sus campañas de odio en Facebook contra la minoría musulmana rohinyá, víctima del genocidio y la limpieza étnica en Birmania. Ni Philip K. Dick, el mago de la novela de anticipación, alcanzó a imaginar un futuro tan oscuro para nuestra especie.
No hay un Nuevo Orden Mundial, esto es el mismo desorden mundial de siempre con el modelo ultraliberal triunfando arrolladoramente frente al descalabro de una izquierda derrotada y desnortada, dividida y desmovilizada. Toda esa desigualdad, toda esa precariedad, todo ese descontento social sembrado por el capitalismo salvaje ya no se canaliza a través de los sindicatos o los partidos izquierdistas (desarbolados y reducidos a la categoría de testimoniales), sino en movimientos conspiranoicos antisistema, esotéricos, religiosos, medievalizantes y de extrema derecha que promueven el rechazo a la democracia liberal, a quien acusan de ser la causante de todos los males. Fue Gramsci quien dijo aquello de que “la crisis consiste precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no acaba de nacer; en este interregno aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos”. Pues ahí estamos, en ese momento de descomposición, de putrefacción, de degeneración monstruosa, solo que lo viejo no muere, al contrario, muta, se metamorfosea, se hace más fuerte.
Ahora que la ficción de las democracias se diluye como un espejismo, caemos en la cuenta de que no hemos salido del Imperio austrohúngaro, que Putin puede invadir Polonia en cualquier momento, que Netanyahu juega al tiro al pichón con los niños palestinos (como el nazi aquel de La lista de Schindler) y que Trump pondrá la bandera de las barras y estrellas en Groenlandia en cuanto tenga un rato y termine de embocar en el hoyo 18. Aquí no somos de extrañas conspiraciones planetarias, pero vamos a tener que pensar ya que todo este sindiós no es más que un plan diseñado por otros en las altas esferas (en la Casa Blanca, en Wall Street o en el Club Bilderberg, qué más da eso ya) con el fin de instaurar un gobierno totalitario común en todo el mundo. Los aranceles de Trump son solo el juego del Monopoly del magnate neoyorquino para matar el aburrimiento y el tedio en su gran mansión de Mar-a-Lago, Palm Beach, Florida. Lo peor no es que nuestros excelentes vinos y aceites españoles tengan que pasar por la aduana para pagarle la canonjía al Tío Gilito. Lo más terrorífico es esa sombra negra que planea sobre un mundo sin derechos humanos cada vez más caótico y aterrador.