Alemania ya no es ese país orgulloso que exportaba automóviles infalibles, la mejor cerveza y futbolistas de acero a mayor gloria de la raza aria. El auge de China ha relegado al gran motor de la economía europea a la posición de segundón y eso no puede soportarlo un alemán, el gen más competitivo sobre la faz de la Tierra. La productividad de la antes floreciente industria germana ha descendido notablemente (España crece al 3,2 por ciento mientras ellos lo hacen al 0,3), los trenes de la Deutsche Bahn (la Renfe de allí) siempre llegan tarde a su destino y muchas regiones despobladas aún no disfrutan de un Internet propio de un Estado avanzado (hasta los españoles, siempre lastrados por el sambenito de tercermundistas, tenemos más cable de fibra óptica y una conexión mucho más rápida que nuestros opulentos vecinos del norte). Es evidente que el gran símbolo teutón del desarrollo y la prosperidad se ha venido abajo, provocando una profunda crisis de confianza, miedo y una rabia desafecta entre la población.
Sería exagerado decir que Alemania se ha convertido en un país del montón (siguen disfrutando de los salarios más altos del viejo continente y sus jubilados viven a cuerpo de rey en lujosos chalés de las Islas Baleares, Benidorm y la Costa del Sol) pero, desde que se inició el siglo XXI, lo cierto es que el milagro alemán (forjado entre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial) ha ido languideciendo. Y ya sabe que allí donde la democracia colapsa siempre aparece el canto de sirena demagógico del fascismo. La prueba dramática de esta máxima la hemos tenido este fin de semana con la constatación en las urnas de que la AfD, el partido simpatizante del Tercer Reich, ha cosechado sus mejores resultados. Un 20,8 por ciento de los votos supone que casi uno de cada cuatro alemanes ha caído ya en la nostalgia del pasado, en la ensoñación de un Reich que solo trajo guerras y destrucción y en la admiración a Hitler, a quien hoy se saca del pudridero de la historia para blanquearlo sin pudor. El resultado cosechado por la ultraderecha alemana es espectacular, ya que la convierte en segunda fuerza política del país. Un siglo después, la historia vuelve a repetirse. El monstruo despierta otra vez. Tiembla el mundo civilizado.
Pero en esta ocasión, los alemanes rabiosos con el sistema no se han rendido a la seducción de un bigote infecto con estética militar sino a Alice Weidel, una rubia con discreto traje gris que bajo el aspecto de mujer moderna (se ha declarado lesbiana en pareja con hijos adoptados) esconde los mismos atavismos, la misma barbarie, la misma ferocidad del patriarca fundador del nacionalsocialismo. Cambian los personajes, el discurso permanece en mayor o menor grado de intensidad.
Tal como suele ocurrir cuando triunfa el fascismo, el partido llamado a dar el golpe no ha necesitado de un complejo programa político para seducir a las masas. A la AfD le ha bastado con inundar el país de folletos propagandísticos con la forma de billete de avión dirigidos a millones de inmigrantes llamados a ser deportados. Tirando de racismo, de bulo a destajo en las redes sociales, de islamofobia (todos los musulmanes son culpables de los últimos atentados terroristas) y de un odio visceral hacia la UE (a quien los neonazis culpan de todos los males de la nación) es como Weidel ha logrado dar el pelotazo en las elecciones del 23F (un día negro para la historia de Europa, como ya lo fue para los demócratas españoles, que tienen aún fresco el recuerdo del tejerazo franquista).
Conviene no olvidar que la AfD arrasa en la antigua Alemania del Este, lo cual viene a demostrar que el poso dejado por el totalitarismo, de uno o de otro signo, perdura durante generaciones. El alemán de la zona oriental que aún recuerda aquellos tiempos del Telón de Acero, de la miseria, la represión y la falta de libertad, vuelca su deseo de venganza contra todo lo que huela a socialismo, a comunismo, a izquierda. Es el péndulo de la historia moviéndose de un lado a otro. La enfermedad rebrota una y otra vez como esa infección persistente que se come a Francisco, el papa rojo, cuya degradación física se convierte en una asombrosa metáfora de los tiempos que nos han tocado vivir. Muchos son los que quieren ver muerto y enterrado al pontífice que investigó la pederastia en la Iglesia, que rescató al homosexual del pecado y del fuego eterno, que denunció la guerra de Putin y pidió clemencia para el inmigrante. Al nuevo movimiento ciberfascista internacional –con Trump y Elon Musk, su Goebbels particular, a la cabeza–, le molesta este papa, último resistente del mundo humanista de ayer. De hecho, Milei llegó a calificarlo como “el representante del maligno en la Tierra”. El fascismo de hoy necesita de un papa fascista, alguien que haga la vista gorda ante las atrocidades y los nuevos campos de concentración (véase Guantánamo), que lance alguna encíclica que otra contra el relativismo democrático y tolere la guerra como forma de resolver problemas entre los pueblos y las gentes. El poder absolutista necesita tener a Dios de su parte, y el mesías Trump, que ya ha purgado a los jueces, generales del Pentágono, policías del FBI y funcionarios disidentes, mueve sus hilos para colocar a un nuevo Pío XII que guarde silencio ante los genocidios de los nuevos dictadores.
Alemania se levanta con Hitler disfrazado de mujer, un Hitler con faldas y a lo loco que prosigue con la intriga y conspiración secular contra la democracia. ¿Le dará por prenderle fuego al Bundestag? ¿Hará ondear la esvástica en la Puerta de Brandeburgo tras reclamarle Alsacia y Lorena a la Francia de Macron? Cualquier cosa puede pasar. De momento, el conservador Merz sopesa la Gran Coalición con los socialistas de Scholz, gran derrotado de este segundo hundimiento de Weimar. Pero falta por ver hasta dónde va a llegar el cordón sanitario. La derecha siempre ha tenido tentaciones de sustentarse en la útil muleta fascista para conservar el poder. Primero les abren la puerta a las instituciones, después son los nazis los que muestran la puerta de salida a todos los que sobran. “Nuestra mano está siempre extendida para formar gobierno, para hacer realidad la voluntad del pueblo”, asegura la extremista Weidel. Mientras tanto, Sánchez aprovecha el drama germano para apuntalar su figura de último canciller socialista europeo y de paso para redoblar la presión contra Feijóo, a quien ha llamado “colaboracionista” del nazismo ibérico, o sea Vox. Vivimos un retorno al pasado tan extraño como absurdo. Y no es una distopía cinematográfica de Netflix. Es real.