La comida como arma de destrucción masiva

Netanyahu deja morir de hambre a miles de personas en un escenario que recuerda a aquel gueto de Varsovia construido por los nazis

04 de Agosto de 2025
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Una cola de reparto de comida en la Franja de Gaza
Una cola de reparto de comida en la Franja de Gaza

La audaz operación del Ejército español para lanzar 12 toneladas de alimentos sobre la Franja de Gaza sigue dando que hablar. El avión despegó el pasado jueves de Ammán, Jordania, tras haber sido cargado en la Base Aérea de Zaragoza, y dejó caer las provisiones sobre miles de personas que agonizan y mueren de hambre por el fanatismo fascista de Netanyahu.

Sin duda, ha sido una misión humanitaria de gran calado, no solo por la complejidad que entrañaba desde el punto de vista militar, sino porque hasta la fecha es la acción más solidaria, en la práctica, con el genocidio del pueblo palestino. En ese avión no solo iban alimentos para evitar la muerte inminente por inanición de apenas un puñado de personas sino también lo mejor de nuestro país –siempre teniendo en cuenta que el cargamento enviado ha sido poco menos que testimonial, una gota de agua en medio del mar de dolor de los gazatíes–. Hoy por hoy, es lo que necesita aquella pobre gente abandonada a su suerte, no declaraciones de autodeterminación del pueblo palestino que quedan en papel mojado, sino bocadillos y agua potable.

Ha sido una misión reconfortante, una pizca de humanidad entre tanta barbarie pero, tal como era de esperar, ya se han alzado las voces de siempre que tildan el operativo de inútil y propagandístico, ya que no servirá más que para agravar la situación. “No habrá manera de distribuir la ayuda”, dicen unos poniéndose estupendos. “Se matarán entre ellos por una lata de conserva o un brik de leche”, aseguran otros todavía más pragmáticos. Y no faltan agoreros que ya saben con total seguridad que el envío caerá en zona israelí, perdiéndose para siempre. Y puede que tengan razón. Pero con que un solo niño haya tenido algo que llevarse a la boca esa noche, ya podemos considerar un éxito la misión. Lanzar comida aleatoriamente, al azar, sin orden ni concierto, es como arrojar una botella con un SOS en medio del océano. No sabes si habrá alguien al otro lado para recuperarla, eso es cierto. Pero, bien mirado, ¿deja Netanyahu alguna alternativa a los países que quieren ayudar, que están dispuestos a mostrar toda su solidaridad con un pueblo a punto de ser exterminado, que exigen el final inmediato del genocidio? Siempre será mejor dar algo (aunque sea para calmar la propia conciencia) que no dar nada y quedarse de brazos cruzados.

Esas doce toneladas no acabarán con la hambruna decretada por el carnicero Bibi. Los padres desesperados seguirán muriendo bajo las bombas israelíes mientras pelean con sus vecinos y amigos por un saco de harina; los soldados israelíes seguirán disparando a la cabeza de pobres niños inocentes en un macabro juego de tiro al pichón; y los médicos seguirán operando sin anestesia (con inyecciones de ibuprofeno, a vida o muerte) a los cientos de heridos que son trasladados a los pocos centros sanitarios que aún quedan en pie. Todo eso, más el rumor extendido que habla de los primeros casos de canibalismo entre la población necesitada, es cierto, pero nada podrá quitarle el mérito a quien quiere cumplir con el primer principio de humanidad: dar de comer al hambriento.

Los españoles sabemos bien lo que es hincarle el diente a un mendrugo cuando vienen mal dadas y llega la hambruna. Se cuenta que, en la Barcelona sitiada de la Guerra Civil, por poner un ejemplo, la ración diaria incluía cien gramos de judías secas, cincuenta de arroz, veinticinco de carne y un cuarto de litro de leche para los menores de quince años. Las cartillas de racionamiento causaban estragos, el trueque, el hurto famélico y el contrabando estaban a la orden del día. Había escasez, penurias, hambre, pero lo poco que había se repartía en las cocinas populares. Y, sin embargo, aquel menú de la guerra española que nos parece tan raquítico y poca cosa a los españoles contemporáneos, para un gazatí de hoy sería todo un festival gastronómico. Para la historia de la infamia quedarán aquellos panes blancos lanzados sobre Madrid desde los aviones alemanes e italianos con mensajes como “En la España Nacional no hay un hogar sin pan”. Franco siempre tan piadoso y entrañable. Los tiempos cambian, las técnicas de tortura de los dictadores permanecen intactas generación tras generación. Las mismas maniobras de desmoralización generalizada, las mismas crueldades, la misma guerra psicológica contra la población civil de antaño es utilizada hoy por el Ejército israelí enfrascado en la limpieza étnica total de Palestina. La comida como arma de destrucción masiva, a ese nivel de degradación moral ha llegado el ser humano.

En el gueto de Varsovia, los nazis asignaban a los judíos 180 calorías diarias para la subsistencia, el equivalente a una rebanada de pan o una patata. Los niños eran usados como mensajeros: se les deslizaba por los agujeros del muro, entre las alambradas, para traer provisiones del exterior pese al riesgo de ser capturados o acribillados. ¿Es que ya no se acuerdan de aquello Bibi y sus viejos generales? Aunque han pasado más de 80 años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se calcula que aún quedan 245.000 supervivientes del Holocausto repartidos por el mundo. ¿Dónde están? ¿Por qué callan ante este otro infierno en la Tierra no menos horrendo? ¿Es que acaso se les han borrado los números de identificación grabados en la muñeca, las cicatrices, las secuelas? La memoria no puede ser tan selectiva.

A diario mueren decenas de gazatíes asesinados por el Ejército sionista. Un día relativamente tranquilo caen treinta o cuarenta personas; las jornadas más negras se cobran la vida de cien, doscientos, trescientos inocentes, quizá más. Nadie sabe a ciencia cierta lo que está pasando en la Franja. Ya casi no quedan periodistas sobre el terreno; ya casi no quedan médicos o enfermeras; ya ni siquiera está abierta la oficina de ayuda al refugiado. El apagón informativo empieza a ser total. El escenario perfecto para el crimen masivo. El médico anestesista español Raúl Incertis asegura en la Ser que aquello es “como un 11M todos los días”. Niños mutilados, desfigurados por las explosiones, con disparos en la cabeza y los genitales mientras Europa mira para otro lado. El horror, el horror.

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