Las derechas españolas, con la inestimable colaboración del sector duro de la judicatura y la caverna mediática, siguen aplicadas a la ardua tarea de fabricar un ambiente distópico, una atmósfera irreal, una realidad alternativa con el fin de que los españoles terminen creyendo que viven en un país bananero o dictatorial bajo el yugo de un malvado tirano como Pedro Sánchez. Son muchos los bulos, topicazos y técnicas propias del mundo al revés que, desde el universo rancio, se están propalando estos días y que recuerdan en buena medida a aquel manual de propaganda goebelsiana que llevó al poder al fascismo en el primer tercio del siglo XX. Pero vayamos por partes.
Uno de los mantras repetidos hasta la saciedad, quizá el más sobado de toda esta gente, es que nos gobierna un presidente autócrata, totalitario, comunista o bolivariano. Como si aquí las cárceles estuviesen llenas de presos políticos, de represaliados y de condenados injustamente por sus ideas, como en el cuarentañismo. Tal estupidez no se sostiene, pero Isabel Díaz Ayuso recurre a la matraca casi a diario en sus insoportables canutazos con la prensa, donde se pone en plan filósofa de nuestro tiempo y hace el ridículo supino una y otra vez. Ayer mismo, volvió a soltar la memez de que Sánchez ha dado un “golpe de Estado”, y lo dijo sin sonrojarse, robóticamente, como un loro que repite lo que otro le va diciendo. Esta mujer ha terminado creyéndose sus propias chorradas, pero como muchos madrileños le compran la gallofa ideológica podrida, ella va tirando millas. La Meseta acrítica, narcotizada por el NO-DO de Telemadrid y completamente aborregada, traga y le vota, así que la diva de Chamberí sigue dándole a la palanca de la prodigiosa maquinita de gilipolleces que MAR ha construido para ella. Mientras verbaliza sus tonterías y bobadas, la lideresa castiza no se ve obligada a dedicarle tiempo a los asuntos más espinosos para su gobierno, o sea la Sanidad madrileña que se cae a trozos, los muertos en las residencias de ancianos durante la pandemia y los supuestos fraudes fiscales de ese hombre del que usted me habla y con el que convive. Por cierto, como curiosidad nótese que últimamente la niña ya no habla de los pactos PSOE/Junts, ni alerta de que España se rompe por culpa de la amnistía. Será porque su partido está en plenas negociaciones con Carles Puigdemont.
Es cierto que Sánchez está gobernando de espaldas al Parlamento y a menudo por decreto (consecuencia de su debilidad, ya que no tiene mayoría y depende de otras fuerzas políticas), pero eso también lo hicieron Felipe, Aznar, Zapatero y Mariano y nadie los acusó de sangrientos dictadores. Como también es verdad que el actual presidente del Gobierno mantiene un pulso a cara de perro con los jueces conservadores, con la caverna judicial a la que se ha propuesto democratizar y con toda la razón del mundo. Este valiente movimiento para que la Brunete jurídica haga la Transición que no hizo en el 78 no debe confundirse nunca con un intento de amordazar la Justicia o de liquidar el principio de separación de poderes de Montesquieu, tal como denuncian los prebostes de PP y Vox (lo del partido de Abascal, nostálgicos del franquismo dándonos lecciones de libertades fundamentales y derechos humanos, ya es de traca), sino más bien al contrario, como un intento de desnazificar los tribunales y homologar nuestro país hasta equipararlo con las democracias más avanzadas de Europa. Que haya jueces fachas escépticos con el Estado de derecho, reacios a la Constitución (a la que ven como una norma parida por rojos marxistas) y refractarios a leyes feministas como la del “sí es sí” es una auténtica vergüenza para la sociedad española. En esa línea de limpiar de nostalgia los juzgados españoles va la última reforma de Bolaños que trata de evitar que los grupos ultraderechistas conviertan los juzgados en un circo o “feria”, tal como dice el ministro. Y en cuanto a la defensa cerrada que Moncloa hace del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, frente a la “caza de brujas” perpetrada por un magistrado del Supremo al servicio del Partido Popular (no lo decimos nosotros, lo dice la Unión Progresista de Fiscales) es perfectamente legítima, ya que constituye un auténtico delirio que se trate de liquidar al máximo representante del Ministerio Público hasta condenarlo a la muerte civil solo por haber intentado aclarar los bulos del entorno de Ayuso sobre los supuestos fraudes fiscales de su novio.
No hay tal estado dictatorial ni el presidente del Gobierno es un Maduro ibérico o Stalin revivido, como lo califican sus detractores. Tratar de identificar la España de hoy con un país represor solo puede salir de la mente de un fanático, de un enfermo que a fuerza de bulos y conspiraciones ya vive al margen de la realidad o todo ello a la vez. Más bien al contrario, todos los pasos que está dando el Gobierno van en la línea de profundizar en la democracia. A saber. Luchar contra los bulos en los pseudomedios es una medida urgente y más que acertada; ya está bien de impostores del mundo ultra disfrazados de reporteros y de propaganda franquista camuflada como noticia. O se pone coto a los abusos o muy pronto será normal ver a los proselitistas del facherío patrio dando mítines populistas en catástrofes naturales como la riada de Valencia o peor, matones con micrófono a la caza del periodista progre, tal como le ha ocurrido a Ana Pardo de Vera con ese siniestro individuo que la abordó a las puertas del Reina Sofía para acosarla, provocarla, tirarle de la lengua y buscarle la ruina (desde aquí todo nuestro apoyo, compañera).
Nada de lo que está haciendo este Gobierno es propio de regímenes totalitarios, represores o autocráticos, y por mucho que el fascismo posmoderno repita la mentira no se convertirá en realidad. Más bien al contrario, si queremos encontrar reminiscencias del totalitarismo de verdad no tenemos más que acudir a las comunidades autónomas y ayuntamientos donde gobiernan los bifachitos, esos lugares donde se censura a artistas y obras de arte por ir contra los sentimientos religiosos (ay, el nacionalcatolicismo que retorna con fuerza), donde se arría la bandera gay de los edificios oficiales (institucionalizando la homofobia) y donde se suprimen ayudas oficiales a la asistencia social y a oenegés (consumándose el abandono de los inmigrantes estigmatizados como menas en un infame apartheid a la española de facto del que nadie habla). El totalitarismo no está en Moncloa, como dicen los gacetilleros, vendehúmos y salvapatrias empeñados en montar el pollo, nunca mejor dicho. Se irradia desde Génova como un elixir tóxico que embriaga con fuerza al personal.