Una mujer rota por el dolor besa el retrato de su marido y su perro muertos; otra, con la mirada perdida y el gesto desencajado, sostiene un cartel con el lema “20.11, ni olvido ni perdón”; y, a pocos metros, un grupo de manifestantes agita un gran pelele de cartón, un Carlos Mazón gigante y cabezudo con las manos manchadas de roja sangre. Es el país hecho jirones por la riada. Son los valencianos a los que la gestión disparatada de una tropa de inanes les ha destrozado la vida para siempre. Son las víctimas, la gente, el pueblo.
Es un día tristón y gris en la Ciudad del Turia, como si algo o alguien hubiese preparado el escenario a propósito para recordarnos aquella tarde negra del 29 de octubre. Desde entonces, cada vez que se nubla, cada vez que el cielo se vuelve sucio y plomizo, los vecinos miran arriba preguntándose cuándo, cómo y dónde volverá a ocurrir lo imposible. Dentro del juzgado, Salomé Pradas, la consellera de Interior del exhonorable, llora lágrimas de cocodrilo para tratar de convencer a la jueza de que ella no tenía ni la más remota idea de lo que era una situación de crisis o emergencia. Fuera, en la calle, familias y amigos de los 228 fallecidos reclaman justicia con una entereza y una dignidad que estremecen. Personas de carne y hueso, no frías cifras para los titulares de prensa; hombres, mujeres y niños que, desde aquella jornada propia de una mala película de catástrofes, viven inmersos en una pesadilla permanente y cíclica de la que no pueden despertar. Unos aún sufren las lesiones y secuelas que les dejó la dana mientras trataban de escapar o salvar, en vano, a sus seres queridos. Otros que han de tomar pastillas para dormir y que lo han perdido todo, la casa, los enseres y el trabajo, siguen padeciendo el trauma de la depresión. Uno se sobrecoge al escuchar sus testimonios de viva voz mientras trata de ponerse en situación viéndose a sí mismo arrastrado por la corriente, agarrándose al tronco de un árbol, a una ventana, a lo que sea. “Mi pobre marido, lo perdí para siempre, lo perdí para siempre… ¿Por qué no me llevó el agua a mí?”, se lamenta una vecina de L’Horta Sud.
Esta es la realidad dramática que está viviendo Valencia desde hace casi medio año. Un tsunami de sufrimiento humano, un torrente de dramas reales. Las voces de la verdad que truenan frente a las mentiras de un presidente aferrado vilmente a la poltrona. Lo peor que le puede pasar a alguien en esta vida es ser Carlos Mazón. Un hombre insensible y frío que se parapeta tras el “dame pan y dime tonto”, haciendo oídos sordos al clamor popular, al ya célebre grito de “el president a Picassent”; un político marciano y absurdo fiel al “ande yo caliente, ríase la gente”; un tipo cruel que insiste en seguir torturando a su pueblo, porque eso es lo que hace cada vez que asoma la jeta por algún acto oficial: impedir que las víctimas puedan superar el duelo y recuperarse, atormentarlas con sus mentiras y su falsa sonrisa Profidén, devolvernos una y otra vez a aquel mal sueño mezcla de infortunio y negligencias.
Mazón no ve personas abiertas en canal por el dolor de la tragedia que él mismo ha provocado, sino una ofensiva de la izquierda sanchista para quitarle el poder. Eso solo tiene un nombre: delirio psicopático. Norman Bates guardaba celosamente la momia de su madre en el sótano de la tenebrosa mansión; Mazón pretende secuestrar a los valencianos en El Ventorro, sin dejarlos salir y ya para siempre. Allí los tiene a los pobres, aprisionados, sin poder mirar hacia adelante ni ver la luz de la reconstrucción. Es como si disfrutara manteniendo a su país enclaustrado en ese garito de infausto recuerdo cuyo nombre rezuma una especie de aire enrarecido y corrupto. Valencia necesita urgentemente que se abran las ventanas de ese Ventorro mental enfermizo (o sea la Generalitat del PP) para que entre aire limpio y puro. Pero él sigue allí, anclado en ese instante, en bucle y practicando el sadomaso con su pueblo, solo que el que hace pupa y daño siempre es él. Franco secuestró a los españoles durante cuarenta años y les arrebató el futuro. Este ha metido a sus conciudadanos en su propio local fetiche, una venta con puerta atrancada, y ha tirado la llave al barranco del Poyo, para que se la lleve el agua del olvido. Solo que el pueblo nunca olvida y siempre hay un valiente apostado en una esquina para susurrarle al oído al incompetente aquello de “Mazón a prisión”.
Las lágrimas derramadas por Salomé Pradas ante la jueza, mientras reconoce su total falta de experiencia en la gestión de catástrofes porque ella es una simple abogada, producen impotencia y rabia. Impotencia porque se han perdido 228 vidas de la forma más absurda y estúpida: colocando en el cargo a una tonta que no supo ni darle al botón rojo de la alerta telemática. Y rabia porque ella llora mientras el auténtico culpable de todo este sindiós, el que la puso al timón, no está, una vez más, donde tendría que estar: en este caso delante de la magistrada de instrucción dando explicaciones.
Nuria Ruiz, la jueza de la dana, “nuestra jueza” (invoca una manifestante que aún no ha perdido la fe en la Justicia), está abriéndole los ojos al pueblo para que vea lo que ha votado y en qué manos está: un presidente ausente, una señorona bien que entró en pánico histérico en el peor momento y otra como Susana Camarero que, cuando le avisaron de que Valencia se hundía bajo el diluvio universal, no supo responder otra cosa que “Jope, si necesitas algo nos dices”. Lo de esta fauna o peste amazónica es tan grotesco como espeluznante.