“Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en realidad, se imprime la leyenda”, dice el personaje de un periodista al final de la inmensa película El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford. De esa manera, el senador Ransom Stoddard, licenciado en leyes (James Stewart), pasó a la historia por haber liquidado al matón que tenía aterrorizado al pueblo, pese a que en realidad había sido la mano justiciera de Tom Doniphon (John Wayne) la que había apretado el gatillo del rifle, en la sombra, para acabar con el forajido terrorista. La tesis de la película es, por tanto, que cuando la verdad no conviene, la leyenda cumple su función política y simbólica.
Viene todo esto a cuento de que, casi medio siglo después del 23F –el acontecimiento que sirvió para imprimir la leyenda de Juan Carlos I como gran valedor y defensor de nuestra incipiente democracia–, aún no sabemos qué fue realmente lo que ocurrió aquella jornada trepidante de radio, tabaco y sobresaltos. Y, por lo visto, así seguirá siendo después de que el Gobierno de Sánchez haya decidido desclasificar, por ley, los secretos del franquismo y la Transición, pero dejando en el aire todo el material relacionado con la intentona golpista, que probablemente seguirá siendo confidencial y reservado hasta nueva orden. Los propios periodistas que asistieron a la rueda de prensa de Félix Bolaños salieron rascándose el cogote y encogidos de hombros, sin saber con seguridad si el Gobierno piensa abrir o no los ficheros del tejerazo. Unos publicaron que sí en sus rotativos y webs, otros que no, lo que da una idea de la dimensión de la última operación de propaganda organizada por Sánchez para que no se hable de Santos Cerdán. Lo único cierto es que la conjura del 81 seguirá a buen recaudo, bajo candado, si el Gobierno estima que existe riesgo para la seguridad nacional, tal como ha confesado el propio ministro de Justicia en su comparecencia. Hecha la ley, hecha la trampa.
Todo apunta, por tanto, a que asistimos a una medida cosmética planeada para contentar a los socios de coalición, mayormente al PNV, el pilar que se resquebraja y que, en cualquier momento, podría dar al traste con el sanchismo. El presidente socialista, como buen tahúr, reparte los naipes, o sea, los documentos reservados con 45 años o más de antigüedad, pero se reserva para sí mismo el as de bastos del 23F, el suceso que marcó para siempre la historia de este país. Una vez más, la sombra del juancarlismo es alargada. Atado y bien atado.
Como aspectos positivos del anteproyecto, cabe destacar que quedará abolida (ya era hora) la ley franquista de secretos de Estado de 1968, posteriormente retocada (solo superficialmente) en 1978, y también que la desclasificación de documentos esta vez será “masiva” y general, no papel a papel y con cuentagotas. Todo va a saberse –los pormenores de la designación del Borbón como sucesor, el juicio de Burgos, la ejecución de Grimau, los sucesos de Montejurra, el atentado contra Carrero Blanco, la agonía del dictador en el hospital, la legalización del PCE–, todo menos lo esencial, lo más importante, el secreto mejor guardado: qué o quién estaba detrás de Tejero cuando irrumpió en el Congreso de los Diputados, pistola en mano, para gritar aquello de “quieto todo el mundo” y poner al país al borde de una segunda guerra civil.
Es evidente que la desclasificación no obedece a razones de justicia histórica, sino que es un caramelo a cambio de otras cosas. Lo que hace Sánchez es darle gustirrinín a los peneuvistas vascos para que sigan votándole las leyes de aquí al final de esta tortuosa legislatura, pero en lo sustancial, en lo fundamental, esto es lo de siempre, más de lo mismo: cerrojazo a la verdad, manto de silencio para proteger al emérito y blindaje férreo a la monarquía, que sigue estando por encima de la ley, de la justicia, del bien y del mal. El español siempre es un individuo tutelado (más bien manipulado) que nunca tiene derecho a conocer los verdaderos entresijos de su historia. Lo ha ha explicado muy bien Gabriel Rufián: “Se va a saber antes quién mató a Kennedy que quién estuvo detrás del 23F”.
Son muchos los misterios que aún no hemos aclarado sobre aquel trance de infausto recuerdo. Incógnitas trascendentales para conocer quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos como país, como el papel que jugó el monarca en la conjura militar; hasta dónde llegó la trama civil formada por grupos de extrema derecha y élites económicas y mediáticas (decisivas las grabaciones del falangista Juan García Carrés captadas por los Servicios de Inteligencia); la implicación de la CIA como promotora del golpe para evitar la deriva izquierdista del país en manos del PSOE; las maniobras del general Armada para instaurar un Gobierno de concentración nacional presidido por él mismo; y por qué extraña razón Suárez, Carrillo y Gutiérrez Mellado ni siquiera se inmutaron con el asalto, a diferencia de los demás diputados que, aterrorizados, se metieron bajo sus escaños mientras los golpistas acribillaban a balazos los techos del Congreso (una amenaza de posibles fusilamientos). Todo eso que los españoles tenemos derecho a saber sigue convenientemente enterrado en las oscuras catacumbas de nuestra democracia, quizá en el recóndito archivo de alguna de las muchas cloacas construidas por ahí abajo, donde nunca hay luz ni taquígrafos. Lógicamente, allá donde no llega la verdad llegan los rumores, y desde 1981 han circulado leyendas urbanas de todo tipo, como las famosas 90 horas de cintas con conversaciones de los personajes implicados en el golpe (la mayoría destruidas o desaparecidas misteriosamente del Ministerio del Interior). Ahí seguirá el material sensible hasta 2031 o 25 años después de la muerte de los implicados.
Sánchez echa el cerrojo a los archivos del episodio más trascendental de nuestra historia reciente. Una vez más, nos hurta la verdad un Gobierno llamado socialista acomplejado por el tótem de la dictadura perpetuada en la monarquía. Una verdad que los españoles hemos tenido que ir reconstruyendo a retazos, como un puzle confuso, gracias a escritores y periodistas inspirados en fuentes externas de otros países, como los archivos de la CIA. El agujero negro del 23F, la ausencia de datos y evidencias empíricas, nos ha condenado a versiones especulativas y novelísticas, hipotéticas y a medias, que no hacen más que incrementar nuestra sensación de estar siendo manipulados por un sistema corrupto. Si hoy sabemos algo sobre el frustrado golpe de Estado es gracias a trabajos como Anatomía de un instante, de Javier Cercas; Los golpes de Estado, de Roberto Muñoz Bolaños, que desmonta la versión oficial; El golpe que acabó con todos los golpes, de Juan Francisco Fuentes; o El laberinto del 23F, de Alfonso Pinilla, entre otros muchos. Aproximaciones que nunca podrán darnos la certeza de los hechos y que, al igual que sucede en El hombre que mató a Liberty Valance, tampoco podrán terminar con una leyenda tan sólida como ficticiamente construida: la de un rey heroico que nunca fue lo que parecía.