En un mundo coherente y lógico, el reciente auto del Tribunal Supremo que sienta en el banquillo al fiscal general del Estado por desmontar las patrañas ayusistas no tendría ningún sentido. Pero vivimos ya instalados en el país de las maravillas de Alicia Díaz Ayuso, una realidad paralela, alternativa, tan surreal como lisérgica donde los unicornios trumpistas vuelan, el cambio climático se combate plantando macetas en los balcones, se atiborra a los escolares pobres de pizzas y las leyes de la física no se cumplen (por lo visto, tampoco las leyes jurídicas).
El fiscal general del Estado, en su intento por atrapar al conejo blanco del PP madrileño, ha caído en una madriguera interminable, un agujero negro donde los jueces premian la mentira y castigan la verdad. Y como en esa escena antológica de la novela de Lewis Carroll, se ha encontrado ante un tribunal del absurdo donde la Reina de Corazones grita: “¡Que le corten la cabeza!”. Y la testa del fiscal rueda por el empedrado. Nunca un relato entre fabuloso y satírico explicó tan eficazmente la instauración de un poder autoritario y una justicia arbitraria.
Una cosa es la verdad jurídica y otra el sentido común. La jurisprudencia está repleta de casos de sentencias que en su día se ajustaron a la legalidad vigente pese a que incurrieron en graves injusticias, causaron un daño irreparable y arruinaron vidas y familias enteras. Es el caso de Rosario Bravo, la abuela centenaria desahuciada por un error judicial a los 101 años; o la sentencia de la manada y aquella vomitiva coletilla de un juez machirulo sobre el ambiente de “alegría y jolgorio” cuando en realidad se trataba de una violación; o el atropello que se está cometiendo con Juana Rivas, una víctima del maltrato convertida en verdugo por efecto de unos tribunales que aplican la ley de forma ciega y despiadada, sin tener en cuenta las circunstancias que rodean a cada caso concreto.
La cacería política contra el fiscal general Álvaro García Ortiz, por revelar secretos y datos personales del contribuyente-defraudador-confeso Alberto González Amador (novio de Ayuso), ha venido a engrosar la triste nómina de sumarios instruidos por una Justicia injusta. O quizá en este caso deberíamos hablar de una Justicia politizada, ya que, desde el principio, el “expediente Ortiz” ha sido precisamente eso, una causa política que va mucho más allá de los artículos del Código Penal. No vamos a entrar aquí en las cosas extrañas que han sucedido a lo largo de la instrucción del juez Hurtado, como que todo el procedimiento kafkiano parte de la denuncia de un señor imputado por delitos de fraude fiscal; que los testimonios de los periodistas llamados a declarar como testigos certificaron que la información ya estaba en la calle cuando la Fiscalía General del Estado difundió la famosa y polémica nota de prensa sobre los delitos de Amador; y que no existe ni una sola prueba de que Moncloa ordenara al fiscal hundir la reputación de la pareja de la presidenta, una elucubración subjetiva del instructor Hurtado afeada por el propio Supremo. Todo eso se ha debatido ya por activa y por pasiva, hasta la saciedad, y no aburriremos más al lector.
Aquí lo realmente grave, sin duda, es que un órgano judicial, el más alto de este país solo por debajo del Constitucional, ha decidido comprar, sin complejos, el discurso de la mentira promovido desde Puerta de Sol por la lideresa madrileña. ¿Y por qué lo hace?, cabría preguntarse. Sencillamente porque estamos ante una cruenta batalla de relatos, un choque telúrico de época entre el sanchismo y el ayusismo, esta última ideología respaldada con descaro por el sector conservador de la judicatura empeñada en rescatar del escándalo a su Alicia obradora de milagros, la gran esperanza blanca de la derecha de este país. La diva castiza es el recambio natural de Feijóo para el caso de que este no sea capaz de darle la puntilla final a Pedro Sánchez, de modo que es preciso preservarla entre algodones, protegerla y blindarla como sea hasta que llegue su momento.
El caso del novio de la lideresa es feo y peligroso para la prometedora carrera política de la niña porque mancha a la familia con el oprobio de la evasión fiscal. Y no es que ella tenga la culpa de las trapacerías que haya cometido su pareja (nadie debe pagar por los pecados de la persona amada). El problema es que fue la misma presidenta quien convirtió el caso en una cruzada contra el malvado sanchismo que, según ella, la acosaba. Fue la presidenta de Madrid, y nadie más que ella, quien decidió sacar del anonimato al tal Amador, adecentarlo, cortarle el cabello (a veces ponerle peluca), enfundarle el traje de hombre honrado y lanzarlo contra Moncloa al grito de que Hacienda le debía dinero a él y no al contrario. Con el tiempo, se ha demostrado que todas las mentiras alimentadas por el asesor MAR (también el infundio de que Fiscalía le había propuesto un acuerdo de conformidad al presunto defraudador) estaban condenadas a caer por su propio peso. Así ha sido. Pero justo cuando el artificio quedó al descubierto, entró en escena el Supremo para darle un balón de oxígeno a la presidenta y a su vapuleado novio, exhausto en un rincón del ring.
García Ortiz no hizo otra cosa que defender a la sociedad de un bulo tremendo que corría como la pólvora. Su procesamiento supone el triunfo y la instauración del “mundo al revés” en los tribunales. Es decir, el delincuente gana en esta partida de naipes locos propia del cuento de Carroll mientras que quien promueve la acción de la Justicia en defensa de la legalidad es colocado en la picota, procesado y condenado a la muerte civil. Así es el universo onírico del ayusismo: tan fantástico como aterrador.