BYD es el mayor fabricante chino de vehículos eléctricos del mundo. Hace unos días, la compañía anunció un avance que promete revolucionar la industria de automoción en los próximos años: una batería autónoma capaz de recargarse en cinco minutos. Tras la noticia, al otro lado del mundo, Elon Musk, el consejero de confianza de Donald Trump, temblaba. China le había dado el golpe de gracia a su empresa Tesla, que no atraviesa precisamente por su mejor momento.
La compañía de Musk se tambalea en Bolsa, el activismo izquierdista la ha tomado con el empresario en una agresiva campaña antifascista como pocas se recuerdan (no solo con troleo y desprestigio de la marca en redes sociales sino con quema de decenas de coches) y hasta el propio Trump ha tenido que intervenir para echarle una mano al hombre del saludo romano que envía turistas al espacio. La imagen de la Casa Blanca convertida en un concesionario de vehículos para animar a los norteamericanos a comprar Tesla es la metáfora perfecta de hasta dónde es capaz de llegar la friquipandi trumpista. Un circo. Una performance constante. Pura decadencia de un imperio que se desmorona.
Trump es un hombre anuncio que ha reducido la política a puro negocio, el show business enfocado al pelotazo de sus amigachos de MAGA. Él no hace historia, rueda spots en los que confiesa, como aquella señora con rulos y bata de guatiné de los anuncios de antes, que siempre compra coches Tesla. Ya le ha pedido a su amigo Elon que le envuelva media docena de ellos, que se los lleva en el acto para aparcarlos en el patio trasero de la Casa Blanca. Las tácticas de venta de este hombre son propias de la posguerra mundial. Uno observa a Don Trump y ve una mala caricatura de Don Draper, el mítico comercial publicitario de la prodigiosa serie Mad Men. “La publicidad se basa en una sola cosa: la felicidad ¿Y saben qué es la felicidad? La felicidad es el olor de un coche nuevo. Es liberarse del miedo”, decía el rico y mujeriego protagonista de la película. Solo que Trump, en su delirio de intentar reinventar el capitalismo para tratar de transformar Estados Unidos en potencia vendedora (no compradora), y competir así con los chinos, no reparte alegría entre las clases medias y trabajadoras, solo para las élites. Ahora se le ha ocurrido amenazar con recluir en Guantánamo a todo aquel que queme un solo coche de su fiel colega de correrías políticas. El país de la democracia hundido en una terrible dictadura supremacista y xenófoba. Terrible.
Trump no ha salido de los años sesenta, mucho arancel decimonónico propio de los tiempos victorianos y mucha gilipollada televisiva y en Internet para supuestamente influir en la psicología de los consumidores. Solo que esa estrategia está pasada de moda y mientras el magnate neoyorquino se hunde en la mercadotecnia barata anticuada, el gigante chino va a otra marcha, a otra velocidad, a otra revolución. BYD promete destrozar Tesla en cuatro días, lo cual sería un paso decisivo y letal en la carrera por la hegemonía que han emprendido ambas superpotencias. China va por delante de USA en muchos aspectos de la economía mundial, pero sobre todo en uno que promete ser fundamental: el gigante asiático se ha tomado en serio la renovación verde y está conquistando el futuro. Mientras el reaccionario hombre-Dorito de la Casa Blanca juega a los anuncios de coches, apostando por el retorno al XIX, al carbón, al gas y al viejo eslogan petrolero de “drill, baby, drill” (o sea perforar el planeta entero para esquilmar las últimas reservas de crudo), las multinacionales de Xi Jinping le están dando un soberano revolcón en toda regla.
La aplastante maquinaria industrial china representada por BYD produce automóviles, autobuses, camiones, bicicletas y carretillas, todo eléctrico. China está pasando, a una velocidad de vértigo, de la revolución cultural de Mao a la revolución tecnológica, con coches enchufables, baratos y limpios que prometen reventar el mercado. Tiene motivos para estar preocupado el eterno niño malcriado de Mar-A-Lago. Un tsunami oriental, una maldición amarilla, se le viene encima sin remedio y sus estúpidos arancelitos no le servirán de nada para contener el ingenio y la eficiencia china, que ha terminado por ganarle la partida al arrogante y colonialista hombre blanco. Este Gran Salto Adelante de China es la puntilla definitiva contra el autócrata estadounidense, que tras endosar a su país una recesión descomunal aún sueña con renovar el mandato por tercera vez, consumando el golpe de Estado blando contra la Constitución de los Padres Fundadores.
Nadie está pudiendo con Trump en Estados Unidos, ni el decadente partido demócrata, ni el New York Times, ni las diatribas de George Clooney con todo el lobby woke hollywoodiense detrás, ni las canciones emancipadoras de la enérgica Taylor Swift, ni siquiera los tuits subversivos de Stephen King. Solo un menudo ingeniero chino con sus pacientes gafas de culo de vaso y su talento innato para el chip prodigioso logrará acabar con este imperio del mal levantado por un demonio que juega al golf. Tesla tiembla, la Bolsa tiembla, el trumpismo tiembla. Haría bien Pedro Sánchez en acercarse a Xi Jinping como venganza contra el asalto yanqui a Repsol. China ha empezado su gran revolución verde mientras Occidente tose entre humos y cánceres y el fatuo Abascal presume de haber liquidado la Agenda 2030. Ya puede firmar el mermao del tupé rubio cien órdenes ejecutivas, que esta guerra la tiene perdida.