Más allá de la romántica visión de la película Éxodo, protagonizada por Paul Newman y basada en la novela de León Uris, la historia demuestra que el Estado de Israel se crea, entre otras cosas, por la acción de varios grupos terroristas. Por esa razón, cuando los dirigentes israelíes utilizan el terrorismo de Hamás o han usado los atentados de Septiembre Negro o Hezbolá para justificar su política de exterminio, deberían echar una mirada atrás para ver sus orígenes. Todo ello por no hablar de las acciones terroristas ejecutadas en las últimas décadas que también fueron idealizadas por el cine, como es el caso de la Operación Cólera de Dios.
Antes de que Israel proclamara su independencia en 1948, la Haganá, Irgún y Lehi perpetraban atentados, asesinatos selectivos y desplazamientos forzosos durante el Mandato Británico de Palestina. Para los historiadores ultrasionistas, son héroes de la independencia; para los palestinos, precursores de la limpieza étnica y el exilio. Lo que pocos discuten es que esas tácticas de “seguridad nacional” marcaron un patrón que todavía resuena en la política contemporánea de Israel: la mezcla de defensa legítima, ocupación ilegal prolongada y violencia dirigida contra civiles percibidos como enemigos.
Irgún y Lehi entendieron algo que Benjamin Netanyahu y sus sucesores parecen recordar todos los días: la violencia, cuando se ejerce con organización y justificación ideológica, puede convertirse en una herramienta de legitimidad política. Atacar aldeas palestinas o embajadas británicas no era solo estrategia militar: era propaganda, presión internacional y forma de consolidar territorios. Hoy, los asentamientos ilegales en Cisjordania, los bloqueos y los ataques sobre Gaza siguen funcionando con la misma lógica: control territorial bajo la bandera de la seguridad, con civiles convertidos en daños colaterales necesarios.
La continuidad es inquietante. La línea que separa la defensa de la agresión se difumina cuando se construye un Estado sobre el miedo, la fuerza y la impunidad de facto. Las organizaciones sionistas pre-1948 sentaron un precedente: la legitimidad del Estado se mide por su capacidad de imponer control, no por la reconciliación con la población desplazada. El patrón se repite en Cisjordania y Gaza, donde la seguridad de Israel justifica restricciones extremas, violencia militar y un entramado legal que favorece a los ocupantes sobre los ocupados.
Para la comunidad internacional, esta herencia plantea un dilema ético y político: reconocer a Israel como Estado soberano mientras cuestiona las prácticas que su fundación y expansión consolidaron. La seguridad y la supervivencia nacional son argumentos poderosos, pero no explican ni legitiman el genocidio o un modelo que mantiene a millones bajo ocupación, bloqueos y control militar.
En otras palabras, la historia no es sólo pasado: es plantilla. Lo que comenzó como acciones de grupos terroristas se ha institucionalizado, transformando estrategias de guerra en política de Estado. Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este no son anomalías: son la manifestación contemporánea de una continuidad histórica de control, ocupación y legitimidad construida sobre la fuerza. Y mientras esa narrativa persista, cualquier debate sobre derechos, ocupación o paz seguirá siendo un ejercicio teórico frente a la realidad de un Estado formado, desde sus cimientos, sobre la lógica de la violencia organizada.