Isabel Díaz Ayuso cree que la lucha de clases es un “invento de la izquierda” que promueve la cultura de la envidia. Así es el ayusismo trumpista, un virus disparatado que lo corroe todo, desde la sensatez y el sentido común hasta los conceptos más básicos de la historia y la economía.
Que la sociedad está jerárquicamente organizada en diferentes clases es algo intrínseco al capitalismo mismo, a la división del trabajo, eso lo sabemos desde Marx. Unos, los menos y más privilegiados, las estirpes de rancio abolengo y nuevos ricos, ocupan la cúspide de la gran pirámide mientras que otros, los más, el pueblo, la inmensa masa social, las pasan canutas para sobrevivir. Esa injusta organización, y el control de los medios de producción por parte de las élites, provoca tensiones, conflictos milenarios no resueltos que se van perpetuando de generación en generación.
A día de hoy, en pleno siglo XXI, las contradicciones del sistema no solo no han sido resueltas, sino que el capitalismo globalizador las ha agravado, aumentando la brecha entre ricos y pobres. Por eso hay bolsas de pobreza al lado de lujosas mansiones en una misma ciudad y en un mismo pueblo; por eso hay países ricos que esquilman y otros que son esquilmados y reducidos a la categoría de estados fallidos anclados en la Edad Media. Y por eso el mundo es y será una porquería, en el quinientos seis y en el dos mil también, como decía Enrique Santos Discépolo en su célebre tango Cambalache. Ayuso no tiene más que darse un paseo por la Cañada Real para entender que ese modelo económico capitalista decadente está más vivo que nunca.
La presidenta madrileña sabe perfectamente cómo funcionan las cosas. Que el pez grande se come al chico; que el adinerado hace lo que quiere y el pobre, lo que puede; que el rico de todos es honrado mientras que el pobre es de todos despreciado, mayormente por políticos arrogantes, faltones e insensibles como ella que se mofan de la miseria ajena. Todo eso lo sabe la presidenta de la Comunidad de Madrid. No radica ahí el problema. La cuestión es que MAR le ha dicho que esto de la política es un juego que consiste en provocar todo el rato –convirtiendo la realidad en un mundo al revés, trastocando la verdad y empleando la retórica hueca para seducir a las masas desencantadas en una determinada ideología, en este caso la ultraliberal reaccionaria de la corriente castiza–, y ella se ha tomado las instrucciones del spin doctor al pie de la letra. Pero a nosotros no nos engaña ya. Nosotros estamos en tercer curso de Ayuso y nada de lo que haga o diga puede sorprendernos a estas alturas. Sabemos de qué rollo va; cuál es su burda estrategia; en qué consiste su plan.
Ayuso es Trump vestido de mujer, una señora faltona y hater (como demostró hace unos días, cuando echó a patadas de la tribuna a un ministro en medio de un acto oficial), una digna representante de los vulgares tiempos de la posmodernidad que nos ha tocado vivir. Su primer mandamiento político es el negacionismo por sistema, o mejor, antisistema; el segundo, promover la cancelación de cada cosa que tenga que ver con la izquierda, aunque se trate de grandes conquistas sociales que han ayudado a que el ser humano goce hoy de unos derechos que no tenía hace cien años, cuando mandaban los antepasados de Ayuso. Por eso somete a revisionismo todos y cada uno de los valores y nobles ideas progresistas: el Estado de bienestar al que es alérgica; el cambio climático en el que no cree (le encanta la boina negra de contaminación que planea sobre Madrid); el feminismo que odia porque atenta contra el estatus quo del patriarcado que defiende; las formas alternativas de familia (como buena ursulina se debe al lobby católico); y el más importante de todos, la lucha de clases, que ha sido el gran motor en la tortuosa odisea del proletariado por romper las cadenas de la esclavitud.
Si hoy un obrero es un sujeto de derechos, una persona y no un animal de carga, como ocurría antaño, cuando el señor feudal o cacique del lugar se elevaba poco menos que como un Dios sobre el pueblo oprimido, miserable, analfabeto y enfermo que le rendía pleitesía, es precisamente porque hubo batalla, guerra, sangre derramada y cruenta revolución. Todo eso lo consiguió la izquierda, mal que le pese a Ayuso, no las clases altas, ni la burguesía o la nobleza a la que ella representa. Toda la justicia social que podamos disfrutar hoy, mucha o poca (bastante si tenemos en cuenta que el obreraje se hacinaba en establos malolientes hace solo un siglo y hoy posee casa, coche, televisor de plasma y nómina) la ganaron para las futuras generaciones los socialistas, los comunistas, los anarquistas, los sindicatos, todos y cada uno de aquellos hombres y mujeres a los que no les quedó otra que echarse a la calle, a las barricadas, para darle pan a sus hijos. La justicia social no la trajo Franco con su millón de muertos y su país rebosante de cárceles y escombros, tal como pretenden los Pío Moa, César Vidal y Tamames (la escuadra de revisionistas de cabecera de Ayuso), sino la izquierda en imparable, constante y silenciosa revolución.
Claro que la presidenta madrileña sabe perfectamente que la justicia social es un derecho inalienable de todos los españoles, tal como establece la Constitución del 78, y no una invención de rojos bolcheviques. Aunque pueda parecer lo contrario, Ayuso no es ninguna indocumentada, como a veces la pintan los medios de comunicación. Ha ido a la universidad y algo de historia leyó en sus tiempos mozos en la Complutense, aunque solo fuese por ir pasando exámenes. El problema no es ese. La cuestión es que como buena radical de derechas que es, como exaltada extrema que ve marxistas en todas partes o dice que los ve porque en eso consiste el juego, se ha abrazado a una suerte de trumpismo madrileño loco y ciego que la ha terminado convirtiendo en una máquina de decir sandeces, ocurrencias y provocaciones para evitar que se hable de lo realmente importante para una región o país, como es el derrumbe de la Sanidad pública, entre otras cosas. Personajes como ella vienen a demostrar que la lucha de clases es, hoy por hoy, más necesaria que nunca.