El ministro Albares insiste en que “nadie se está preparando para una guerra en Europa”. Tenemos un Gobierno veleta que un día nos mete mucho miedo con la posible invasión total de Putin y al siguiente nos dice que la cosa no es para tanto. Aclárense, señores. No es ningún misterio que Rusia tiene planes para dar el zarpazo a Occidente en menos de cinco años. Nosotros hemos visto los informes de la OTAN. Ahora bien, de ahí a que el sátrapa de Moscú vaya a cruzar el Rubicón que encendería la mecha del Apocalipsis, media un abismo. Toda la psicosis que estamos viviendo estos días, toda la histeria colectiva con sus kits de supervivencia, alertas rojas y construcción de refugios nucleares para sobrevivir a la Tercera Guerra Mundial, huele demasiado a negocio de la industria armamentística y a campaña de propaganda en negativo para meternos el paquete de rearme de Von der Leyen (con sus 800.000 millones de euros) con vaselina.
Nos habían vendido el furor belicista y una gran coalición europea para defender la democracia, el Estado de derecho y la libertad frente a la autocracia de Putin, pero a la hora de la verdad nada de nada. Puro humo. Nadie va a acudir en defensa de la pobre y desangrada Ucrania, a la que Bruselas abandonó a su suerte hace mucho tiempo. Ya puede salir Albares con grandilocuencia a decirnos que estamos codo con codo con nuestros hermanos ucranianos, que les vamos a enviar dinero y cuatro Leopards con la ITV caducada, que vamos a morir junto a ellos en las trincheras de Járkov. Nada de eso va a ocurrir. Europa es lo que es: un selecto club de ricos y para ricos mientras el ciudadano de a pie está muy lejos de sintonizar con la idea de la unión. Ningún español de Jaén, Cádiz o Murcia sueña con ir a pegar tiros al frente ruso (mucho menos dar una gota de su sangre en defensa del espíritu europeo). Como tampoco desea esa inmolación ningún francés de la campiña, ningún alemán de Baviera y ningún italiano de Nápoles. Todos somos muy demócratas, pero no tontos.
Ucrania queda muy bien como relato novelesco/romántico, pero cuando el desesperado Zelenski pide tropas y armas para contener al diablo ruso, los Veintisiete esconden la cabeza debajo del ala. Esa es la gran verdad, mejor, la gran mentira de Ucrania, un muerto al que han prometido euros, billete de entrada en la UE y el carné de la OTAN. Sin embargo, llegado el momento, todo está exactamente igual que cuando empezó esta pesadilla hace tres años. Putin cogiendo todo lo que quiere, Crimea, el Dombás, la central de Zaporiyia y dos huevos duros y Occidente firmando manifiestos de condena, juicios vodevilescos por genocidio en el Tribunal de la Haya y sanciones económicas que dan la risa floja a los viejos jerarcas del Kremlin.
Toda esta farsa sobre Ucrania vale para los futuros países a invadir por Putin. Si algún día el oligarca de oligarcas decide darse una vuelta por Finlandia, Polonia o las República Bálticas probablemente no pasará nada. Trump le ha puesto el semáforo en verde (él también tiene sus propios planes expansionistas en Canadá y Groenlandia), mientras los europeos, infantilizados y anestesiados por la cultura del placer y la Champions, verán la invasión por la tele, como en una serie de Netflix. Nadie se meterá en aquellos fríos avisperos, como no lo hicieron cuando el Pacto de Varsovia, o sea el bloque comunista, o sea la URSS, invadió Checoslovaquia. No intervenimos durante la Guerra Fría (y eso que entonces estaba el Primo Zumosol yanqui cubriéndonos las espaldas, cosa que hoy no por la deserción aislacionista de Trump) y no lo haremos ahora por mucho que Macron y Starmer jueguen a heroicos defensores de las democracias amenazadas. Los drones rusos seguirán despanzurrando escuelas mientras los niños de Kiev tiemblan en las estaciones de metro.
La UE no tiene fuerza militar, ni voluntad política, ni ganas, de salir en defensa de las antiguas colonias bolcheviques hoy otra vez en el punto de mira de Putin. Los 800.000 millones de Von der Leyen (a gastar en varios años) quedan muy bien como campaña de propaganda para tranquilizar a los hedonistas europeos, pero no van a disuadir al Kremlin de sus planes expansionistas. La aguerrida legión Wagner lleva años combatiendo en Siria, Libia, Centroáfrica, Malí y Sudán. Sus feroces y fanatizados mercenarios saben bien lo que es la guerra, tienen interiorizado el olor a cadáver en descomposición y el sacrificio por la Madre Rusia. Los animosos soldados de Von der Leyen vestirán bonitos uniformes Hugo Boss, llevarán la cartilla de Derechos Humanos en la guerrera, harán sonar el Himno de la Alegría como fanfarria y ondearán una efímera bandera azul con estrellas en la que no cree nadie. Ningún general en su sano juicio emprendería esa guerra de lobos contra corderos.
Que no nos cuenten la película de que vamos a salvar a Ucrania como los yanquis nos rescataron a nosotros del yugo nazi porque no se sostiene. Solo el paraguas nuclear de Francia y Reino Unido ha logrado frenar, de momento, el delirio imperialista de Putin. De no haber sido por ese puñado de ojivas, el sátrapa de Moscú ya se habría metido hasta Belgrado. Esa partida de la disuasión, ese farol, ha funcionado durante un rato, pero está por ver si Macron y Starmer aprietan el botón nuclear cuando los soldados de la Wagner hagan el temido pícnic por Finlandia brindando con botellas de vodka. Una vez más, los demócratas estamos a merced del dictador del momento, tal como ha ocurrido siempre. Solo nos queda comprar el kit de supervivencia y esperar a que caiga la bomba. A fin de cuentas, la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre los defectos de los demócratas. Ya lo dijo Camus.