Ahora resulta que todo Madrid, y media España, sabía lo de la supuesta hija secreta del rey emérito. “Nuestro medio estaba al tanto desde hace años, pero no podíamos publicarlo”, cuenta, casi en susurros, un conocido periodista. Más allá de los amoríos del exmonarca y del dinero B, lo más grave de todo este asunto es comprobar cómo sigue rigiendo la nefasta omertá, la ley del silencio, en nuestras redacciones y platós televisivos y radiofónicos. Más de cuarenta años de democracia no nos han servido para configurar un cuarto poder fuerte, independiente, comprometido con la verdad. Con toda la verdad.
Como en los peores tiempos del tardofranquismo, sigue habiendo miedo. ¿A qué? Al telefonazo de madrugada de Zarzuela, a la querella de turno, a las presiones de la extrema derecha monárquica, a que el CNI te meta una pulga en el móvil, a posibles represalias, a las amenazas de los matones de las redes sociales, a la venganza de un juez falangista, a operaciones de las cloacas para desacreditar al mensajero, a cometer un error y que el director le ponga a uno de patitas en la calle... A tantas cosas contra las que debe luchar un periodista honrado cada día. Por eso tiene un valor incalculable la investigación llevada a cabo por José María Olmo y David Fernández, los dos francotiradores de la noticia que han decidido jugársela a todo o nada aireando un secreto a voces en forma de libro, King Corp, que va camino de convertirse en un fenómeno editorial.
De inmediato, y tal como era de esperar, Juan Carlos I ha desmentido la exclusiva. “No tengo ninguna hija” llamada Alejandra, le ha dicho a El Mundo. Pero cuesta mucho trabajo creer que un profesional pueda meterse en semejante berenjenal sin tener atado cada dato de esta potente información. De entrada, han confirmado la noticia con al menos tres fuentes: una supuesta examante del rey, un empresario que conoce al emérito desde hace más de 60 años y una antigua pareja de la hipotética hija ilegítima. Muchos titulares salen cada día a los kioscos con la mitad de esos filtros de contraste periodístico.
Tal como ocurre siempre que un informador destapa un escándalo, la mayoría de medios de comunicación ya se han subido al carro, queriéndose colgar la medalla, y le han puesto nombre y apellidos a la vástaga secreta. Se trataría de una representante de la alta nobleza española que no desea publicidad en este asunto pero que está acostumbrada a los focos y al papel cuché. A ella le ha tocado jugar el rol de víctima inocente en todo este embrollo y podría salir mal parada porque de buenas a primeras, sin quererlo ni beberlo, la han colocado en el ojo del huracán, probablemente destrozándole la vida. Va a ser el daño colateral inevitable de una historia que, por otra parte, la opinión pública española tenía derecho a conocer. Un jefe del Estado, y el rey emérito lo ha sido, no tiene vida privada. Lleva el cargo consigo las 24 horas del día. Desde que se levanta hasta que se acuesta, es la viva representación en carne y hueso de todo un país. Debe dar ejemplo, comportarse con el máximo decoro y mantener una conducta honorable e intachable, no solo en sus actos públicos de carácter político, sino también en su esfera íntima y personal. Lo contrario, pretender que un rey puede quitarse el traje de rey para hacer lo que le venga en gana –como reclaman algunos destacados líderes del Partido Popular y de Vox–, sería tanto como, por ejemplo, tolerar que se paseara desnudo por la calle, que terminara tirado en el banco de un parque tras una noche de farándula o que en sus ratos libres se metiera a actor porno por placer o para sacarse un dinerillo extra, como ese candidato del PP que tuvo un pasado en el cine para adultos. Si nos obligan a regirnos por una monarquía (porque no nos dejan votar en un referéndum sobre la forma de Gobierno), al menos que Zarzuela se maneje con total transparencia y sinceridad, nos diga si hay hijos espurios o no, y en su caso, para saber a qué atenernos, revele de una vez cuántos son. Póngase al día el censo o padrón borbónico si es que anda desactualizado. Qué menos.
Engañar al pueblo es algo muy feo si lo hace un político, pero que lo haga un rey, que en teoría es un poco el padre de todos (el padre en sentido figurado, no la vayamos a liar), es triste. El asunto de Alejandra no debería quedar reducido a un reportaje picante para el colorín y las revistas del corazón. Es claramente una cuestión de Estado y aunque a Rufián le importe más “el dinero secreto que los hijos secretos” y Errejón diga que no le quita el sueño la posible prole clandestina del que fuera patriarca de la Transición, sino la transparencia de la Casa Real, claro que interesa, y mucho, saber si hay una serie de herederos no declarados por ahí que podrían convertirse en el futuro en aspirantes a la Corona, formando partidos alternativos y montando conjuras como ocurrió en el XIX con las guerras carlistas. Por tanto, taquígrafos no sobran para aclarar este truculento suceso. Pruebas de ADN para ir despejando árboles genealógicos, a día de hoy demasiado enmarañados, tampoco. Ni auditorías para determinar si ha habido caja B a la hora de sufragar los gastos de niños imprevistos y ocultos, como sugieren los autores del libro. Los españoles tienen derecho a saber si toda esta paternidad promiscua y descontrolada que aflora es cierta, tal como cuentan los periódicos del día, o un montaje más de los republicanos, que le están haciendo brotar hijos como setas al solitario soberano de Abu Dabi para darle jaque. En las manos del emérito está demostrar que no miente sometiéndose a los análisis genéticos pertinentes. ¿Tendrá el valor para hacerlo Su Majestad?