En Vox están convencidos de que ha comenzado, otra vez, la Reconquista. Los grupos ultras que funcionan en redes sociales echan chispas, eufóricos tras el nuevo edicto de Granada (en este caso de Jumilla), que sanciona de facto la marginación de los musulmanes. Una especie de apartheid que prohíbe a la población islámica la celebración de su calendario religioso (Ramadán y Fiesta del Cordero) en el polideportivo de la ciudad. Querer devolver a este país a la Edad Media solo puede deberse a un delirio enfermizo o a un exceso de buen vino jumillano, refinado o cabezón.
Reivindicar la Reconquista en la era de los satélites y los robots, que ya conversan con nosotros de tú a tú, es propio de mentes infantiles, influenciables y de poco libro. Para empezar, el término fue empleado por primera vez por la narrativa nacionalista del siglo XIX, que buscaba legitimar la historia de España como una lucha sin cuartel contra el infiel en pos de la restauración del antiguo Reino visigodo. Para muchos ultras de hoy, esa versión que habla de guerreros cruzados muy cachas de fitness barriendo moros de norte a sur hasta echarlos del país resulta atractiva, emocionante, seductora. Y aunque no se ajuste a la realidad, ahí se han quedado. Es, digamos, la interpretación hollywoodiense, maniquea, simplista, esa que conecta con El Cid de Charlton Heston en plan Campeador que marcó una época y, por lo visto, también a varias generaciones, incluso en la actualidad.
Los ultras, desde los tiempos de Franco hasta hoy, nunca han necesitado profundizar en el proceso más importante de nuestra historia, ni leer a Pierre Vilar, que entiende la Reconquista no como una guerra de religión, sino como un lento proceso de colonización interna y de transformación social que duró siglos. Les ha bastado con quedarse con el cuento infantil de la España imperial que no fue ni tan grande ni tan gloriosa como ellos creen, sino más bien la crónica secular de una decadencia triste y dolorosa. En su reduccionismo, la Reconquista es Heston subido a un caballo, en plan Generalísimo, y ganando batallas después de muerto (el perfil duro del controvertido actor y presidente de la Asociación Nacional del Rifle siempre ha ayudado a sustentar esa visión ultranacionalista que ha perdurado hasta hoy).
Sin embargo, la Reconquista no fue una refriega heroica que limpió España de árabes de la noche a la mañana. El propio Vilar decía que la lentitud del fenómeno señala “toda su importancia” porque una rápida expulsión de los infieles no habría modelado el espíritu español como lo hizo una cruzada de siglos. Es decir, que en ese largo tiempo de guerras, de ganancias y pérdidas de territorio, hubo un mestizaje, de tal forma que todos, en mayor o menor medida, llevamos sangre musulmana en nuestras venas. Basta con ver la perilla afilada y morena de califa de Santi Abascal para entender que no es precisamente ario.
Si la Reconquista es el episodio más importante de nuestra historia no es porque echáramos a patadas a los okupas omeyas y bereberes, sino porque forjó el carácter auténtico de lo español como crisol de pueblos y culturas superpuestas. Ahí radica nuestro mayor éxito, nuestra mayor riqueza patrimonial: somos la síntesis de muchos pueblos sabios y cultos, algo que no pueden decir todas las naciones lastradas por la endogamia. Querer limpiar los genes es una estupidez. Y si Vox sueña con convertir España en un desfile de moros y cristianos permanente, con muchos patriotas disfrazados de época, es además una locura.
Hoy esa concepción esquemática, ingenua o pueril de la Reconquista, está superada. El fenómeno que culminó con la unidad nacional cristalizada en un Estado moderno se entiende como un proceso complejo que incluye momentos de guerra y sangre, pero también de convivencia, alianzas y fusión cultural. Se analiza la Reconquista como un largo suceso multidimensional, con intercambios políticos, sociales y económicos entre cristianos, musulmanes y judíos. Y se presta mayor atención a las zonas fronterizas, donde la convivencia fue aún más rica y diversa. Por ahí van los nuevos estudios sobre el tema.
Abascal copia los hechos más duros de nuestra historia para definir su proyecto político de futuro, que es más bien un proyecto de pasado. Hay quien compara el bando segregacionista de Jumilla con la expulsión de los judíos en 1492, pero sin duda tiene más que ver con la expulsión de los moriscos ordenada por el ínclito Felipe III en 1609. Se cree que más de 300.000 personas fueron deportadas en poco menos de cuatro años. Cuando Rocío de Meer apuesta por echar del país, sin piedad, a más de siete millones de inmigrantes, retrocedemos como en una cápsula del tiempo más de cuatrocientos años. Con el agravante de que esta señora con aspecto de catequista amargada quiere largar hasta al último mena, mientras que el decreto del siglo XVII respetaba a los niños menores de ocho años y ancianos enfermos, que podían quedarse en el país. Hasta los nacionalistas de antaño eran más humanos que los de ahora. También en eso hemos ido para atrás.
La gente de Vox no ha salido de la Edad Media. Aunque bien mirado, se han quedado en los cómics del Jabato, el Capitán Trueno y Hazañas bélicas. Abascal se cree el nuevo Don Pelayo llamado a una misión divina, de ahí que cada cuatro años elija Covadonga para dar inicio a su campaña electoral, que él entiende no como un juego democrático, sino como una Santa Cruzada. El mito de la Reconquista pone muy cachonda a la parroquia ultra, que se mueve no con datos científicos sino a impulsos viscerales, a base de simbolismos románticos, fábulas y fetiches. Ahí está el truco que engancha a las masas. El fascismo no se basa en hechos empíricos o aburridos discursos lógicos y racionales, sino en trepidantes fábulas fundacionales que atrapan al personal. No en vano, Mussolini decía que el fascismo “crea su propio mito”, una narrativa que se convierte en realidad por la fuerza de la creencia y la propaganda. Es así como el líder fascista se convierte en una figura legendaria, casi sagrada, que encarna la patria, la raza, la bandera y el destino universal de un pueblo. Dice el líder de Vox que “España no es Al Andalus”, pero en realidad ese es el espejismo que a él le interesa construir. Un país que vota feudalismo medieval por puro odio a la democracia. Abascal es el Cid con traje apretado dos tallas menos. Marcando pecho palomo.