Las Bolsas de todo el mundo en caída libre y Donald Trump jugando al golf en su mansión. En Wall Street cunde el pánico a un posible crack como el del 29 y también un profundo malestar por las políticas proteccionistas del presidente norteamericano. Hay ruido de sables. Los grandes gurús de las finanzas yanquis, los prebostes del capitalismo crespuscular, peregrinan cada mañana por las televisiones de todo el país quejándose de lo mal que va el país. Los platós de la CNN, de la ABC, la NBC, la CBS y hasta la Fox (tradicional aliada del magnate americano) se han convertido en teatros de plañideras por los que van desfilando los brókeres, los ejecutivos agresivos, los tiburones que dirigen la economía global. Qué gozada ver cómo se han dejado un pico en la guerra comercial más estúpida de la historia.
La mayoría de ellos, unos lacónicamente, otros más efusivamente, coinciden en el diagnóstico: el enfermo no va mejor, tal como asegura Trump, sino más bien al contrario, empeora por momentos. En El lobo de Wall Street, la mítica película de Scorsese sobre las peripecias del corredor de bolsa neoyorquino Jordan Belfort (interpretado por un Leonardo DiCaprio en estado de gracia) se habla precisamente de eso, del éxito que es un botella de champán embriagadora, de la deshumanización, del infierno de la codicia. Eso es Wall Street. Un frenopático para adictos al dinero, a la coca, al sexo y a la depravación que llegan con el primer millón de dólares.
Pocas películas han demostrado mejor lo que es ese lóbrego y sucio mundo de las altas esferas financieras; pocas historias han retratado mejor las miserias de esa serie de individuos enloquecidos que manejan los hilos del mundo y que son capaces de vender su alma al Diablo por un pelotazo tonto. Ahí está todo lo que se debe saber sobre cómo funciona la economía global, un manual de frases y diálogos para explicar los tiempos convulsos que vivimos: “Me llamo Jordan Belfort. El año en que cumplí los 26, gané 46 millones de dólares, y eso me cabreó porque sólo por tres no llegué al millón a la semana”, confiesa el protagonista. O también: “Nadie tiene ni idea de si la Bolsa va a subir, va a bajar, va a ir de lado o en círculos”, afirma el cínico Mark Hanna, otro de los antológicos personajes, en este caso interpretado por el gran Matthew McConaughey. O esa otra sentencia lapidaria en la que se encierra la verdad sobre la lógica disparatada de toda esta gente: “El nombre del juego: mover el dinero del bolsillo de tu cliente hacía el tuyo”.
No vamos a recordar aquí cada una de las escenas de esa película imprescindible, aunque todos tenemos en mente esa secuencia culmen de la máxima degradación humana, cuando los ejecutivos de la oficina de Belfort se entregan a un pasatiempo macabro para desestresar las tensiones del día: el lanzamiento de personas enanas, a modo de dardos, contra una diana. Quedémonos con la idea general, que nos viene al pelo para esta columna: el capitalismo bursátil contemporáneo es un casino; un juego cruel sin ética ni estética alguna; humo, puro humo. A eso se está dedicando Donald Trump estos días: a curbrirlo todo con una espesa humareda, a especular, a jugar a la ruleta rusa (nunca mejor dicho) con la economía global, con cada uno de nosotros, con el mundo que está en sus manos. Un cacho de psicópata como hacía tiempo no se veía.
Trump no ve personas, ve números a tachar de sus tablas del bingo arancelario en una noche perpetua repleta de horteras y apuestas con mucho despilfarro, mucha orgía y mucho alcohol. Personas como bolos de su bolera particular a los que es preciso tumbar para alcanzar sus fines maquiavélicos. Por desgracia para él, su atracón de ludopatía financiera puede tener los días contados. China le ha enseñado los dientes y sus supuestas recetas arancelarias, tan anacrónicas por decimonónicas como inútiles por ineficaces, no están curando al enfermo (o sea, la maltrecha economía del decadente imperio yanqui) sino más bien al contrario. Han llevado al paciente a la UCI. No hay más que ver el descalabro sufrido por Elon Musk, su hasta hace poco fiel escudero que va camino de convertirse en su peor enemigo (así son los lobos de Wall Street, no tienen amigos, son como pirañas dispuestas a devorarse unas a otras). El dueño de la red social X que envía turistas al espacio ha perdido 104.000 millones de dólares en menos de una semana, que se dice pronto. Y el valor de Tesla (su multinacional de coches eléctricos que ya no compra nadie) se ha desplomado estrepitosamente. El potentado empieza a entender que es mejor bajarse del barco ahora, siguiendo el camino de otras ratas adineradas que ya le han dado la espalda a Trump al ver cómo su emporio se va a pique, que perderlo todo y convertirse en un homeless. Patético ese tuit en el que, tras bajarle de golpe la fiebre neonazi, y ya depre, implora “aranceles cero con Europa”, invocando a Milton Friedman, el que fuera faro y guía de la economía liberal en el siglo XX. El león convertido en un manso gatito. Gratificante para los que aún creemos en la justicia universal.
Mientras Musk se apea del desquiciado tiovivo trumpista, otros peces gordos, otros lobos rabiosos, empiezan a mirar al presidente Dorito como gran causante de sus males y sus ruinas. Qué maravilloso y gran espectáculo ver al millonario gestor de fondos Bill Ackman, que apoyó efusivamente la candidatura MAGA a la Casa Blanca, renegando ahora de los aranceles; o al inversor y presunto filántropo Stanley Druckenmiller temblando porque toda su ralea se dirige a un precipicio; o incluso al analista financiero Anthony Scaramucci, director de Comunicación de la Casa Blanca durante el primer mandato (otro forrado), temiéndose una “inminente y profunda recesión”. Por no hablar de los BlackRock, JP Morgan y Goldman Sachs. Hace solo un par de meses, todos ellos eran fervorosa y patrióticamente trumpistas. Make America Great Again. Hoy despiertan del delirio del falso patriotismo en el que han estado inmersos (y al que han arrastrado a 65 millones de abducidos y engañados), y se miran horrorizados unos a otros tras comprobar las gráficas de acciones en caída libre. Nos iremos al garete con esta guerra arancelaria propia de los Hermanos Marx. Pero qué gusto y satisfacción produce ver cómo toda esta recua de demonios arde en su propio infierno.