Donald Trump ha dado la orden de desclasificar los archivos relacionados con los asesinatos del presidente John F. Kennedy, su hermano (el fiscal general Robert Kennedy), y el activista Martin Luther King, el hombre que lideró el movimiento por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos. “Esta es una grande”, dijo el presidente mientras firmaba jactanciosamente las órdenes ejecutivas con las que piensa enterrar los últimos avances conseguidos durante el mandato de Joe Biden al frente de la Administración demócrata. “Mucha gente la está esperando desde hace años, décadas. Todo se va a revelar”, sentenció dándole al rotulador infantil de punta gruesa en el Despacho Oval.
¿Qué quiso sugerir Trump con eso de que “todo se va a revelar”? Sin duda, que por fin vamos a saber la verdad sobre lo que ocurrió en los días más oscuros para el país y para el mundo. Y ahí quizá no haya calibrado el magnate neoyorquino, en su justa medida, el alcance de esta desclasificación de documentos. Como no lee buenos libros de historia (en realidad no lee nada), Trump no ha reparado en que las diferentes teorías de la conspiración que circularon desde el primer momento alertaron de que el asesinato del presidente Kennedy no había sido obra de un loco iluminado que actuaba por su cuenta, como un lobo solitario poseído por el odio, sino que hubo una trama bien organizada y financiada en la sombra, gente de sectores reaccionarios y poderosos que lo planearon todo, élites supremacistas que no veían con buenos ojos los avances políticos, sociales, económicos y culturales que se impulsaron con la llegada de los Kennedy a la Casa Blanca.
Las teorías de la conspiración que han circulado hasta la fecha hablan de la implicación en el magnicidio (y en los demás atentados perpetrados en aquellas fechas) de siniestras organizaciones, como la Reserva Federal, la CIA, el Ku Klux Klan, el FBI de Edgar Hoover, las estirpes racistas del Sur, los halcones de Nixon, sectores ultras del Pentágono, la CIA y hasta los masones. O sea, los fascistas de aquel tiempo, los antisistema, los trumpistas de la época. Si hubo una mano negra detrás del magnicidio es obvio que no fue la del mexicano, a quien Trump combate hoy en la frontera por comerse las mascotas de los blancos; ni la del woke, jipi o comunista que admiraba a Kennedy; ni la del homosexual de la colonia gay de San Francisco o la feminista, a quienes el nuevo presidente de USA quiere arrebatarles todos los derechos civiles. A falta de que se abran los archivos clasificados sobre el atentado más célebre de la historia, lo más lógico es pensar que no fueron los intelectuales rojos comeniños de Hollywood y Nueva York quienes planearon aquello; ni Soros; ni los ecologistas veganos que hoy están todo el día alertando de que los devastadores incendios de Los Ángeles son efecto directo del calentamiento global; ni los médicos y científicos que promueven la vacunación del pueblo americano contra las pandemias y enfermedades.
Lo más probable, y aquí ya estamos jugando con la historia ficción, es que a Kennedy lo liquidara cualquier banda terrorista ultra en la clandestinidad (Nazis por la Libertad, un suponer), los Proud Boys de los sesenta (ya los había), la logia de la industria de armamentos, el lobby de petroleros y paletos constructores de Texas que sueñan con convertir Cuba y Oriente Medio en lupanares yanquis. O sea, los de la cuerda totalitaria, los de la calaña fascista, los pioneros del trumpismo que transitan por la historia y por los siglos de los siglos.
Uno cree que Donald Trump no ha valorado bien las consecuencias de abrir esos archivos, esa caja de Pandora que ha permanecido cerrada, bajo candado, durante tantas décadas. Es lo que tiene firmar papeles sin la más mínima reflexión, a tontas y a locas y llevado por el odio, el fanatismo y los vítores y aplausos enfervorecidos de las hordas del circo. Durante la astracanada que fue la toma de posesión en el estadio Capital One Arena de Washington D.C., Trump dio a su parroquia todo lo que esta le pedía y quería oír: las deportaciones masivas de inmigrantes (una Solución Final a la americana), la salida de Estados Unidos de los acuerdos de París y de la OMS, el retorno de la Biblia y el creacionismo a las escuelas, los recortes sociales, el cambio de nombre del Golfo de México por Golfo de América y también esa desclasificación que puede ser un tiro por la culata para el propio Trump.
El magnicidio fue una de las primeras grandes conjuras de la historia (junto con el bulo de que el Holocausto judío fue una invención de los aliados vencedores de la Segunda Guerra Mundial) y ha alimentado la realidad conspiranoica que sufrimos hoy. Trump, como padre de ese mundo de bulos y mentiras que algunos han construido, ha querido dar a sus hijos de la secta Qanon, como regalo por la elección, el caramelo del dosier Kennedy, de donde seguramente no saldrá nada nuevo que no se haya contado en los últimos 62 años de investigaciones, libros, reportajes y películas.
Es evidente que nunca nos dijeron la verdad sobre este caso ni sobre la colateral oleada de crímenes y violencia política nada casual. Aquel día sangriento hubo demasiadas balas en Dallas, balas sin aclarar, balas que iban y venían tomando trayectorias imposibles, no lineales, que desafiaban a la ley de la gravedad (la curva de la muerte). Siempre se habló de más de un tirador, de reuniones sospechosas en los días anteriores al magnicidio, de amenazas directas al presidente desde organismos internos del Estado. De golpes de Estado mucho más sibilinos y letales que el salvaje y burdo asalto al Capitolio perpetrado hace cuatro años por las masas trumpizadas. La Comisión Warren cerró en falso el asunto concluyendo que no encontró evidencias de conspiraciones para asesinar al presidente. Y aunque el fiscal del distrito Jim Garrison estuvo cerca de destapar una compleja trama de empresarios y hombres de negocios cercanos al poder, todo quedó enterrado (véase JFK, el peliculón de Oliver Stone). Si hubo trama, estuvo formada, sin ningún género de dudas, por los de siempre: por los que conspiran, por los que fabrican montajes, por los que dan golpes de Estado y matan políticos para conservar los privilegios de las clases altas. Que se ande con cuidado Trump con la tontería populista de abrir los archivos clasificados porque a veces los fantasmas vuelven a la vida para hacer justicia. Y en una de estas nos topamos con que el gatillo no lo apretó Lee Harvey Oswald, sino unos trumpistas sesenteros tan peligrosos como los de hoy.