Las querellas de Begoña Gómez contra el juez Peinado archivadas. Sumar votando la ley de vivienda con el PP, en una nueva reedición de la pinza Aznar/Anguita contra el PSOE. Y lo que faltaba para completar una semana desastrosa para la izquierda: Íñigo Errejón dimitido (más bien cesado por Yolanda Díaz) por la denuncia en la red social X de la actriz Elisa Mouliaá, que le imputa un presunto acoso sexual. El mundo progresista está en shock. Uno de los fundadores de Podemos, un activo del nuevo feminismo posmoderno, implicado en lo más nauseabundo y cutre que puede caer un político, en todo aquello contra lo que él mismo dice haber luchado a lo largo de su vida: la pulsión machista.
El muchacho coherente de las gafas de intelectual, el activista con pinta de eterno adolescente comprometido con la causa, el lúcido bachiller que siempre se posicionaba en el lado correcto de la historia, como azote de la derecha, pillado en un comportamiento aborrecible propio de un sudoroso machirulo con dos copas de más. Quién nos lo iba a decir. Como para perder la fe no ya en nuestros líderes políticos, sino en el ser humano. Si antes de estallar este affaire nos hubiesen dicho que en el Congreso había un acosador peligroso para las mujeres, sin duda Errejón hubiese ocupado el último puesto en la lista negra de sospechosos. Y, sin embargo, está pasando.
En su comunicado de despedida de la política, Errejón recurría a una serie de justificaciones que, en principio, nadie entendía. El portavoz de Sumar hablaba de una especie de saturación mental debida a la tensión por la exposición mediática, al estrés por el ritmo de vida y a la fama que le estaba pasando factura. Todo ello, decía Errejón en su mensaje, había debilitado su salud física, su salud mental y su “estructura afectiva y emocional”. Esta explicación llevó a quien estaba leyendo el comunicado a pensar, en un primer momento y de buena fe, que el político había tocado fondo, precipitándose en el pozo negro de la depresión, algo que le ocurre a muchos profesionales de diferentes ámbitos que trabajan sometidos a la luz de las cámaras y al escrutinio diario de los medios. Pobre Íñigo, ha hecho crack, debieron pensar muchos militantes, simpatizantes y votantes de izquierda.
Sin embargo, algo no encajaba. La nota emitida por Errejón desprendía un algo raro que no terminaba de cuadrar, y no solo por los términos crípticos que estaba empleando en su redacción y que solo entendía él mismo en su contexto de crisis personal. Todo ese discurso sobre “la subjetividad tóxica” que había desarrollado, la alusión al “patriarcado” que no venía a cuento y en especial esa enigmática sentencia (“he llegado al límite de la contradicción entre el personaje y la persona, entre una forma de vida neoliberal y ser portavoz de una formación que defiende un mundo nuevo, más justo y humano”) chirriaban con la fuerza de un tren a punto de descarrilar. Finalmente, cerraba su histórica alocución reconociendo que se encontraba en un proceso de “acompañamiento psicológico”, una inadmisible perífrasis eufemística para referirse a su terapeuta que, viniendo de alguien que había luchado por la salud mental de tantos pacientes, llamando a estas cosas por su nombre, también sonaba algo afectado.
¿Pero qué demonios quería decirnos ese hombre que siempre había hablado tan claro como el agua cristalina? Un humo confuso lo invadía todo. Hasta que por fin estalló la bomba y la periodista Cristina Fallarás nos dio la solución al misterio: una mujer lo había denunciado por acoso. Fue entonces cuando la verdad quedó al descubierto y los circunloquios sin sentido, las frases inconexas y descontextualizadas propias de un robot gripado, la nostalgia del tiempo pasado y la verborrea entre medias disculpas se revelaron en toda su cruda dimensión. Fue como si de repente el personaje se hubiese derretido como un muñeco de cera, aflorando el verdadero rostro de la persona. Todo hombre, hasta el mejor, lleva dentro de sí una mentira inconfensable, como aquel Don Draper de Mad Men que ocultaba su pasado.
Tras cincuenta años de falsa democracia nos hemos acostumbrado a ese perfil de político que no es más que un actor con una máscara, alguien que habla de una manera y actúa de otra. Un ventrílocuo, quizá, que sostiene a una marioneta que no es él. Pero esta conversión tan abrupta y dramática, esta descarnada catarsis casi en prime time y retransmitida al país entero por las redes sociales, no la habíamos visto aún. Y eso es precisamente lo que le confiere a la tragedia de Íñigo Errejón un carácter aún más terrible.
La política es el paraíso de los charlatanes, decía George Bernard Shaw. Jamás alcanzamos a imaginar que Errejón podía ser uno de esos personajes vacíos que dan el pego a la parroquia en los tiempos de posverdad. Jamás pudimos sospechar, ni siquiera por un instante, que el político íntegro que supo mantener sus principios e ideales en la guerra a muerte contra Pablo Iglesias podía ser un desdoblado, uno con doble cara, un autómata eficaz que nos soltaba la chapa sobre el feminismo, encandilando al personal, para comportarse después, al llegar a casa, como un cuñado de Vox. Todo era mentira. Y no porque el personaje, como él dice, no creyese realmente en lo que estaba predicando, que no dudamos de que sí lo creía, sino porque cuando terminaba su jornada laboral en el Congreso y colgaba el traje en la percha, esfumándose el político y emergiendo el ciudadano peatonal, se convertía en otro ser distinto cuyas acciones y conductas nada tenían que ver con sus sermones parlamentarios.
Que un político nos robe nos duele. Pero más nos duele que un personaje de Pirandello en busca de autor nos engañe dándonos lecciones sobre algo en lo que no cree, convirtiéndose en un fraude humano, en un impostor. A Errejón le agradecemos que se haya quitado de en medio, la única salida digna cuando cae la sombra de la sospecha, eso lo dijo Antonio Gala, este sí, un ejemplo de coherencia. Pero jamás podremos perdonarle el daño que ha hecho a tanta gente de izquierdas que, sinceramente, creía en las ideas que propalaba por muy utópicas que pudieran parecer. Como tampoco podremos olvidar que no haya sido claro en el momento de la despedida, recurriendo a la mala propaganda trotskista y a la poética romántica cuando lo que tocaba era dar la cara, confesar el pecado y pedir perdón como último gesto de honradez.
Errejón quedará como una gran decepción en un tiempo de políticos mediocres y demagogos donde no abundan los cerebros brillantes, ni los estadistas, ni los líderes de verdad. Podría haber llegado donde él hubiese querido y no nos cabe duda de sus buenas intenciones políticas. Nos deja el peor legado posible, casi una catástrofe para la izquierda decadente y maltrecha: munición explosiva para una extrema derecha que a partir de ahora aprovechará su caso para ridiculizar a todo aquel que se defina como feminista convencido. Qué mierda, Íñigo, qué mierda.