La Internacional ultraderechista ha conseguido colocar su neolengua, con la que piensa instaurar el paradigma del mundo al revés para recuperar el poder. Y una de sus ideas fetiche consiste en eso de dar la batalla cultural contra lo woke. La palabreja ha triunfado y ya se escucha en todas partes. Vas en el autobús y oyes hablar de lo woke. Llegas a casa, pones la radio o la televisión, y siempre hay un tertuliano dando la brasa con lo woke. Entras en un bar para tomarte algo tranquilamente y solo se habla de lo mismo: de lo woke. Woke, woke, woke.
Tras años de campaña de propaganda goebelsiana, el lavado de cerebros ha sido eficaz –el mantra ha calado en la sociedad como una fina lluvia en terreno seco–, y ya cualquier hijo de vecino te da una conferencia improvisada sobre lo woke en el ascensor. ¿Sabe toda esta gente de lo que están hablando? Lo dudamos. La mayoría se lo ha escuchado decir al analfabeto integral de Donald Trump, a Santi Abascal, a Feijóo o al tertuliano nostálgico de turno y lo repite automáticamente como un papagayo o disco rayado. Pero si se hiciese una encuesta a pie de calle sobre lo que entiende el personal sobre “lo woke”, muchos votantes de la ultraderecha trumpista responderían que no saben o no contestan y habría quien diría que woke es un nuevo deporte, un marciano de la saga Star Wars o un plato chino (woke con salsa de setas y bambú).
El gran éxito del nuevo fascismo posmoderno ha consistido en elaborar un batiburrillo de nuevos términos, neologismos, conceptos esotéricos, jergas de barrio y argots, mezclarlo todo ello en la batidora del odio y servírselo al pueblo desencantado y harto de la mala vida, de contratos precarios, de inflaciones, de precios de vivienda por las nubes y de sueldos raquíticos. Espeluzna encontrarte con la señora de los rulos del quinto, antes una mujer educada, pacífica y agradable, y comprobar cómo, sin comerlo ni beberlo, va y te suelta el combativo sermón contra lo “woke”. O entrar en la tienda de ultramarinos de tu barrio y comprobar con estupefacción cómo Manolo, el amable vendedor que antes te atendía con una sonrisa, ahora, abducido, te larga toda una tesis doctoral sobre lo nefasta que ha sido la cultura “woke” hasta dejarte como un pato mareado. Tal como digo, el mal está extendido por todas partes, por si Pedro Sánchez –que ya sale poco de Moncloa, algún que otro paseo para ir a comprar tabaco a China– no se ha dado cuenta y empieza a perder el contacto con la calle y la noción de la realidad. Le guste o no al premier socialista, la batalla de la desinformación digital la hemos perdido completamente los demócratas y millones de buenos ciudadanos se han pasado al lado oscuro, reclutados como manipuladísimos soldados de la ultraderecha para su cargante batalla cultural contra lo woke (ese palabro).
Llegados a este punto, cabría preguntarse de qué estamos hablando aquí. Porque llevamos más de media columna y aún no hemos entrado a explicar qué demonios es eso de “lo woke”. Sin ánimo de aburrir, y para los que no se hayan enterado aún, quedémonos con que el término nació en el seno de la comunidad afroamericana de Estados Unidos como forma de instar a la gente a mantenerse alerta frente al racismo. Literalmente, se traduciría como estar “despierto”. Es decir, atento, vigilante, ojo avizor contra el fascismo. Más tarde, el concepto se extendió, aplicándose a otros activismos como la lucha feminista contra el machismo, contra la desigualdad social, contra la violencia de género y contra la discriminación sexual que padece con especial crudeza el colectivo LGTBI. En realidad, la palabra woke fue inventada con una función positiva, ya que hace referencia a la defensa de los derechos humanos, la convivencia en paz y la democracia, pero toda esta ralea ultra formada por burdos manipuladores, cínicos sin escrúpulos, nihilistas aburridos de todo, ricos cayetanos, cavernícolas sin evolucionar, embaucadores y engañabobos ha logrado darle la vuelta a la semántica, como un calcetín, para presentarla como algo peyorativo. De esta manera, cuando el ciudadano de buena fe escucha el vocablo por boca de los líderes neonazis cree que le están hablando de una especie de secta destructiva, de enfermedad contagiosa o peste letal. Así se le excita el mecanismo del miedo, que es el sentimiento más profundo y arraigado del ser humano, se le prepara para la guerra contra el enemigo rojo y ya tenemos otro adepto para la causa fascista. El truco ha funcionado. La manipulación ha cuajado. Se le ha dado el bebedizo venenoso a esa persona de anulado espíritu crítico y racional y ella lo ha tragado sin preguntar y sin rechistar.
Uno empieza a estar un poco harto ya de toda esta tontuna o cantinela machacona sobre lo woke, que a fin de cuentas no es más que la neolengua totalitaria de toda la vida, solo que hábilmente maquillada con un lenguaje modernete para hacer el odio algo más digerible. Uno empieza a estar hasta el moño de que cualquier cateto o pelagata sin estudios que no ha leído un solo libro en toda su vida se te acerque por la calle y te diga eso de “mire usted”, para acto seguido darte la chapa sobre el temita de lo woke que ni él ni ella sabe lo que significa (uno de los rasgos del fascismo es que el pueblo acaba repitiendo el catecismo del Estado adoctrinante, como en una liturgia o ritual, sin plantearse nada ni reflexionar sobre el mensaje que le han metido en la sesera). Ya vamos teniendo una edad como para que intenten jugar con nuestra inteligencia. Qué carajo wokes, no somos wokes ni pijadas por el estilo, somos de puño en alto, de izquierdas, marxistas, socialistas y feministas y a mucha honra. Y jamás claudicaremos de nuestros principios y valores ni nos doblegaremos ante la dictadura de quienes tratan de imponernos esa siniestra neolengua yanqui llena de esoterismo lingüístico y macabros eufemismos propios del franquismo o del Tercer Reich.